Pedro Benítez (ALN).- Nadie como él dominó a Venezuela. Veintisiete años de poder absoluto. Ni José Antonio Páez, José Tadeo Monagas o Antonio Guzmán Blanco. No por casualidad fue el único gran caudillo venezolano que falleció en el poder.
El general Juan Vicente Gómez estaba tan sobrado que se dio el lujo de encargar a otros la Presidencia de la República, mientras él se retiraba a vigilar al país desde Maracay, como comandante en jefe del Ejército y administrador de sus numerosas propiedades agrícolas y ganaderas. Lo hizo tres veces: con José Gil Fortoul (agosto 1913/abril 1914), Victorino Márquez Bustillos (1914/1922) y Juan Bautista Pérez (1929/1931).
Gómez fue un personaje muy curioso que fascinó a dos generaciones de venezolanos. Era un “terrófago” compulsivo; desde que llegó a Caracas en octubre de 1899, de la mano de su compadre Cipriano Castro, se dedicó, al amparo del poder, a adquirir —por las buenas y por las malas— muchas de las mejores tierras del país. Tuvo preferencia por los Valles de Aragua, en tiempos de la Colonia predios de la familia Bolívar. Sin embargo, todo cuanto acumuló lo dejó en Venezuela; no hay indicios de que pusiera a buen resguardo parte de su inmensa fortuna en el extranjero por si acaso, como hicieron muchos otros autócratas, como por ejemplo Guzmán Blanco y Marcos Pérez Jiménez.
De modo que, efectivamente, se robó al país y no es muy alejada de la verdad aquella afirmación según la cual lo trató como su hacienda personal. Sin distinguir entre lo que era de él y lo que era de la nación, otorgó favores, compró voluntades y consintió que muchos de sus allegados se enriquecieran. Pero no fue un derrochador necesitado de reconocimiento y aceptación social. Por el contrario, fue un administrador prudente, austero y sencillo en sus costumbres personales. Como observaron Ramón J. Velásquez y Domingo Alberto Rangel, en el fondo nunca dejó de ser un agricultor tachirense.
Gómez, además, tenía una característica que le fue de mucha utilidad: era consciente de sus propias limitaciones intelectuales y no hizo nada por disimularlo. Por el contrario, sin complejo alguno, se rodeó de “plumíferos”; algunos de los más brillantes abogados e intelectuales de aquella Venezuela fueron sus colaboradores, defendieron su régimen y por ello fueron recompensados pródigamente.
Pero al mismo tiempo fue cruel, desconfiado e implacable. Cuando sospechó que su compadre y socio Román Delgado Chalbaud lo iba a traicionar, lo encerró en La Rotunda durante 14 años. A su otro compadre y socio, Cipriano Castro, previamente lo había traicionado, y el resto de su vida lo tuvo bajo la estrecha vigilancia de sus espías. No obstante, se sabe que siempre le dio apoyo económico en el destierro y que a su comadre Zoila Martínez de Castro la trató con deferencia y le permitió regresar al país una vez que enviudó.
Por todas esas razones, más el prestigio militar que ganó durante la Revolución Libertadora (1901–1903), Gómez gozaba de un gran respeto y autoridad entre los suyos, dentro del Ejército y en buena parte del país. Además, tuvo suerte.
Cuando en 1914 quedó evidenciada su voluntad de continuar en el poder, empezó la Primera Guerra Mundial, que dejó a sus enemigos sin fuentes de municiones para iniciar un movimiento armado en su contra. Luego vendría el petróleo. La diosa Fortuna de Maquiavelo jugó a su favor.
Pero, como todo ser humano, el Benemérito tenía su lado débil: la familia. La columna vertebral de su régimen eran los andinos, fundamentalmente los tachirenses, que habían iniciado la Invasión de los Sesenta cuando cruzaron el río Táchira desde Colombia el 23 de mayo de 1899. Ellos, más la gente que se fue sumando en el camino hacia Caracas, fueron parte de esa loca aventura que terminó a las puertas de la Casa Amarilla en octubre de ese mismo año. Ese fue el componente humano con el que formaron el nuevo Ejército, con el que derrotaron a los caudillos liberales en la guerra civil de 1901 a 1903, y con el que sojuzgaron al país. Era casi un clan de lazos filiales, compadrazgos y lealtad regional.
Como no podía ser de otra manera, a medida que el poder de Gómez se iba consolidando, su familia directa fue tomando mayor protagonismo y parcelas en el gobierno y en los negocios. A tal extremo que, como comenta Manuel Caballero en su clásica biografía del personaje, en los años veinte del siglo pasado, por su nepotismo y evidentes pretensiones dinásticas, se empezara a hablar del régimen de “los Gómez”.
En eso no había novedad, aunque en el caso venezolano solo tuvo un antecedente en el dominio de los Monagas, que en la década de 1847 a 1858, venidos del oriente del país, se instalaron en la capital también como un clan, y los hermanos José Tadeo y José Gregorio (ambos héroes de la gesta independentista) se turnaron la Presidencia. En el último siglo fue costumbre de las familias Somoza, Trujillo y los Duvalier, en Nicaragua, República Dominicana y Haití, respectivamente. De padres a hijos, o entre hermanos, se pasaron el poder. En Cuba se ha repetido la experiencia con los Castro Ruz (aunque en nombre del marxismo-leninismo).
Volviendo a nuestro relato, Caballero hace un inventario de los distintos cargos ocupados por funcionarios de mucha confianza durante el régimen gomecista, cuyos méritos principales no eran otros que los sagrados lazos de sangre. Así, por ejemplo, tenemos a los primos Eustoquio Gómez y Santos Matute Gómez (presidente de los estados Táchira y Mérida, respectivamente); Aparicio Gómez y Evaristo Gómez, en cargos militares, y también a cuñados y yernos como Francisco Colmenares Pacheco. Podríamos agregar al coronel José Vicente Rangel Cárdenas, quien fuera presidente del estado Zamora, y quien, según la versión de Jóvito Villalba, era hijo no reconocido del Benemérito. Como es sabido, el general Gómez siempre se preocupó por el bienestar de sus hijos, reconocidos o no.
Eustoquio fue tristemente célebre por su impulsividad y desalmada crueldad. En 1907, siendo todavía Cipriano Castro presidente, mató de un balazo al gobernador del Distrito Federal, Luis Mata Illas, cuando este se apersonó a imponer orden en un altercado que protagonizaba en un botiquín de Puente Hierro. Lo mandaron a La Rotunda, con tan buena suerte (para él) que su primo, al tomar el poder en diciembre de 1908, lo liberó. Lo designó jefe del Castillo de San Carlos, donde cometió sinnúmero de abusos con los presos. De allí pasó a ser presidente del estado Táchira (1914–1925), provocando la huida de 20 mil campesinos hacia Colombia debido a la feroz represión que impuso. No obstante, su primo siempre lo protegió y lo tuvo en su círculo de confianza.
Sin embargo, en el pináculo familiar destacaron dos personajes: su hermano, Juan Crisóstomo (don Juancho) Gómez, y su hijo mayor, José Vicente (Vicentico) Gómez. A los dos los hizo generales. Juancho fue designado gobernador de Caracas en 1915 y primer vicepresidente de la República para el período 1922–1929. Mientras que Vicentico, sin llegar a la treintena, ocupó la curul de diputado por el estado Aragua en 1914, y ese mismo año fue nombrado inspector general del Ejército. Luego el Congreso lo “eligió” segundo vicepresidente de la República (también para la etapa 1922–1929).
Se cree que procedió de esa manera motivado por la crisis de salud de diciembre de 1921 que por poco lo manda a la otra vida. Siempre pensando en los suyos, les quería asegurar el control de la hacienda. Pero fue un error, pues dio pie a que el numeroso grupo familiar, y con ello el régimen, se dividiera en dos bandos enfrentados en una serie de disputas, intrigas, celos, venganzas, traición y muerte.
Según la descripción de Domingo Alberto Rangel, Juancho era un hombre tímido, acostumbrado a obedecer a su hermano mayor y a temer a su primo Eustoquio. Vicentico, en cambio, pertenecía a otra generación. No se había criado en las montañas tachirenses entre rudos campesinos, ni había sido parte de las luchas montoneras. Era más bien un señorito caraqueño, formado en el exclusivo Colegio Francés. Se había casado con Josefina Revenga Sosa, hija de un exsecretario de la presidencia con Castro y descendiente de próceres, quien le abrió las puertas para la consideración y estima de la alta sociedad.
Entre los dos hombres se cruzó otra mujer, Dionisia Bello, primera mujer de Gómez, madre de sus hijos mayores, aunque sus lazos nunca fueron consagrados por rito eclesiástico o civil. Sin embargo, ya en el poder, el caudillo tachirense había tomado como mujer a otra dama, Dolores Amelia Núñez de Cáceres, madre de otro lote de retoños y quien hacía de señora en Maracay. Como se podrá apreciar, todos los elementos necesarios para una rivalidad familiar de dimensiones “shakespearianas” estaban servidos.
En junio de 1923, don Juancho apareció asesinado en una habitación del Palacio de Miraflores, víctima de veintisiete puñaladas. De inmediato, la rumorología caraqueña atribuyó el móvil a un crimen familiar de características dinásticas, producto de la disputa entre “juanchistas” y “vicentistas”.
El general Gómez pretendió desviar la atención culpando a la malvada oposición que conspiraba desde el exilio y a la que solo movía la ambición y el deseo de dañar a Venezuela. Acto seguido, desató una ola represiva. Los escritores Francisco Pimentel (Job Pim) y Leoncio Martínez dieron a parar a La Rotunda. También fueron detenidos el capitán Isidro Barrientos, de la Guardia de Miraflores, un primo suyo, y Encarnación Mujica, criado de Juancho. Pese a las bárbaras torturas, nadie confesó ni se autoinculpó. Poco después los sacaron de la cárcel y los asesinaron.
A pesar de las sospechas, por aquello de a quién beneficia el crimen, Vicentico y su esposa salieron ilesos de esa. Pero en febrero de 1928 un grupo de revoltosos estudiantes agitó el país, desencadenando una serie de acontecimientos que provocarían su caída. A esas alturas era un secreto a voces las maniobras de un sector dentro del régimen para acelerar el relevo generacional. Así pues, Gómez cortó por lo sano. En abril de 1928 hizo llevar a su hijo a Maracay; allí lo destituyó de sus cargos, lo sacó del Ejército y lo mandó a Europa. Le solicitó al Congreso eliminar las dos vicepresidencias: “No quiero que mis hijos se dediquen a la política”, dijo.
Según Eustoquio, toda la Guarnición de Caracas había estado metida en una conspiración a favor del hijo.
Vicentico falleció víctima (supuestamente) de tuberculosis en un sanatorio en Suiza en 1930. Dos años después, Josefina Revenga volvió a contraer matrimonio con Pedro Tinoco Smith, por entonces ministro del Interior de Gómez y quien, como abogado, había sido apoderado de la Lago Petroleum, filial de la Standard Oil.
El 17 de diciembre de 1935, el general pasó a la otra vida, y al día siguiente comenzaron los saqueos en Caracas de las mansiones de los Gómez y de los gomecistas. También se informó de asaltos a sus haciendas, donde los campesinos celebraron matando y asando reses. El Gabinete eligió como nuevo presidente al general Eleazar López Contreras, hasta la víspera un leal gomecista. Pero no puso mucha resistencia a la ira popular que se desató por esos días. El 20 de enero, en una confusa situación, en medio de manifestaciones callejeras de rechazo a su presencia, lo asesinaron de dos balazos en la Gobernación de Caracas, frente a la Plaza Bolívar.
El general López Contreras les dijo a los Gómez que lo más prudente era que salieran del país. Todos lo hicieron, incluyendo a Tinoco y Josefina, que se habían escondido en una hacienda de La Vega. Una vez fuera, se expropiaron los bienes de la familia. Años después, la mayoría de las tierras del general Gómez pasaron a manos del Instituto Agrario Nacional (IAN).