Pedro Benítez (ALN).- La destitución de John Bolton como consejero de Seguridad Nacional por parte de Donald Trump es una advertencia a la oposición venezolana sobre los riesgos de confiar su estrategia a la política exterior de Estados Unidos.
Sobre los auténticos motivos por los cuales Donald Trump destituyó al consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, se especulará mucho. Si lo hizo por los fracasos de política exterior ante Corea del Norte, Irán o Venezuela, o por una causa más subalterna lo sabe sólo el presidente norteamericano.
Los críticos de Trump alegaran (con razón) que esa ha sido la forma de actuar de un presidente caprichoso, sin experiencia política, al frente de una Administración inestable desde que llegó a la Casa Blanca en enero de 2017.
No es que el apoyo de Estados Unidos a un cambio político en Venezuela no sea importante. Lo es, y mucho. Pero lo que los opositores a Nicolás Maduro no pueden perder de vista es que tener a ese país de aliado es como dormir al lado de un elefante.
Sin embargo, esta no tiene que ser la interpretación necesaria. El presidente Dwight Eisenhower tuvo cinco consejeros de Seguridad Nacional en ocho años (1953-1961) y Ronald Reagan (curiosamente otro republicano) designó seis funcionarios para el mismo cargo en sus dos mandatos (1981-1989). Henry Kissinger, con Richard Nixon, y Condoleezza Rice, con George W. Bush, fueron los responsables que más protagonismo tuvieron en un puesto que depende de su influencia directa en el presidente de turno.
Las disputas del consejero de Seguridad Nacional con otros miembros del gabinete son parte de la historia política contemporánea de los Estados Unidos. Las más sonadas se dieron bajo Jimmy Carter y Ronald Reagan, y aunque los presidentes recientes las han tratado de evitar, no obstante, demuestran una cosa: Estados Unidos es una democracia. Y las democracias por más estables que sean son imperfectas y funcionan así.
Pero dada la influencia que ese país ha tenido, y tiene, en el resto del planeta, esa forma de proceder ha sido en ocasiones catastrófica por lo impredecible. Es algo con lo que sus aliados más tradicionales han aprendido a lidiar.
En sus alianzas militares como la OTAN, en promover el libre comercio (estas dos últimas las ha cuestionado Trump) y en su apoyo a países como Israel, la política exterior de Estados Unidos ha muy sido estable desde 1945.
Pero no siempre ha sido así y a la hora de la ejecución puede ser todo lo contrario. Prueba de esto último la pueden dar Vietnam del Sur y el exilio cubano.
En los dos casos los protagonistas apostaron a que Estados Unidos nunca los abandonaría y los abandonó. Olvidaron que la única variable clara en la política exterior de los presidentes de ese país es la política doméstica y las elecciones.
La Casa Blanca dejó que los comunistas acabaran con Vietnam del Sur en 1975 porque el presidente Gerald Ford no podía reiniciar una guerra impopular para el pueblo estadounidense.
Hasta 1959 Cuba fue casi un protectorado norteamericano. En la práctica su economía era parte de la de su vecino del norte. La revolución de Fidel Castro triunfó ese año por el embargo de armas que Eisenhower le impuso a Fulgencio Batista.
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Si algo parecía imposible era que la isla cayera bajó la influencia comunista. La oposición cubana creyó (con toda razón) que Estados Unidos nunca permitiría eso. Historia conocida; la Cuba castrista no sólo puso al mundo al borde de la guerra nuclear en 1962, además ha sido el principal factor de desestabilización política en el Caribe (y en algunos países de África) por seis décadas. Se suele olvidar con mucha frecuencia que detrás de lo que ocurre en Venezuela y Nicaragua está La Habana.
La creencia de que “Estados Unidos no nos abandonará” fue el principal error de la oposición cubana desde 1961. Ese no ha sido el único caso a lo largo del mundo. Es la misma tentación con la que juega demasiado la oposición venezolana hoy.
No es que el apoyo de Estados Unidos a un cambio político en Venezuela no sea importante. Lo es, y mucho. Pero lo que los opositores a Nicolás Maduro no pueden perder de vista es que tener a ese país de aliado es como dormir al lado de un elefante.
En el caso de Venezuela lo que Donald Trump ha demostrado hasta ahora, es que no tiene una estrategia clara y ha subestimado la capacidad (y determinación de Maduro) de mantenerse en el poder a toda costa.
La plana mayor de la Administración Trump ha enviado señales confusas y contradictorias. Basta con revisar sus cuentas de Twitter. Bolton inclinado por una salida de fuerza. El secretario de Estado Mike Pompeo por una de tipo político. El único funcionario que parece tener una visión clara del tema es Elliott Abrams. Después de todo él es la voz de la experiencia.
Lo cierto es que es más probable que el cambio en Venezuela ocurra por razones internas que por coacción externa. Exactamente como aconteció con el campo socialista en Europa Oriental en 1989. Tal como lo reconocen hoy los funcionarios del gobierno estadounidense de la época, las colas para comprar pan contribuyeron más a socavar el poder soviético que la amenaza nuclear.
La principal amenaza al poder de Nicolás Maduro hoy es el precio de los huevos, la hiperinflación y los apagones eléctricos, y no una hipotética intervención armada externa. Ese es el criterio de Abrams.
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No es que un conflicto militar no sea posible. Puede ocurrir y todas las condiciones para que algo así se desate en la frontera entre Colombia y Venezuela existen. Pero es eso, una posibilidad. Con 946.445 kilómetros cuadrados Venezuela no es Panamá ni Granada. Eso en Bogotá y Washington lo saben.
Mientras tanto, las fuerzas democráticas dentro y fuera de Venezuela no pueden esperar que el cambio político del país venga del exterior. La destitución de John Bolton lo demuestra.