Nelson Rivera (ALN).- El déficit democrático, el auge de los populismos o la banalización de cierto periodismo sirven de marco para comentar ‘Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política?’, de Mark Thompson, actual presidente de ‘The New York Times’. El autor se remonta hasta Aristóteles, quien habla de la tendencia a la exageración, propia del individuo enfrentado a su audiencia.
Algunas consideraciones: la política se ha vuelto una práctica donde incluso los mandatarios –Hugo Chávez y Donald Trump son los mayores modelos- practican la modalidad de exagerar para engañar, y así lograr el aplauso abundante del público; distintos estudios señalan que entre 10% y 20% de los usuarios de las redes sociales las utilizan para insultar; en varios países de Europa, los delitos de odio -racismo, xenofobia, homofobia, violencia de género- se muestran en auge, con toda su carga de virulencia verbal.
Hay más: el pensamiento y la crítica, producidos con rigor y sentido crítico, tienen cada día menos público; el desdén por emigrantes y refugiados genera réditos políticos; la memoria de las sociedades es remplazada por eslóganes; personas con acceso a medios de comunicación y grupos de presión están dedicadas a propagar un ambiente de negaciones e incertidumbres; ciertas prácticas del periodismo son cada día más agresivas y mendaces; se sustituye el debate por risotadas y abucheos.
Distintos estudios señalan que entre 10% y 20% de los usuarios de las redes sociales las utilizan para insultar
Este marco de cosas, no solo podría servir de antesala a un artículo sobre el déficit democrático, el auge de los populismos o la banalización de cierto periodismo: también es adecuado, diré que inevitable, para comentar Sin palabras. ¿Qué ha pasado con el lenguaje de la política? (Penguin Random House Grupo Editorial, España, 2017), de Mark Thompson, actual presidente de The New York Times, y quien, entre 2004 y 2012, fue director general de la BBC.
Viejo, nuevo problema
Thompson se remonta hasta Aristóteles, quien llamaba auxesis a la tendencia a la exageración, propia del individuo enfrentado a su audiencia. Desde entonces, los procedimientos para persuadir han sido, de forma recurrente, aproximadamente los mismos. Quienes han estudiado la historia de los usos de la retórica saben que, de la antigua Grecia a nuestro tiempo -y ello incluye los discursos eclesiásticos-, su estructura primaria se ha mantenido casi inalterada.
A diferencia de épocas precedentes, la nuestra está signada por la proliferación sin límites: “nunca antes se habían distribuido las palabras con tal alcance y con tanta inmediatez”. Y es en esta atmósfera de cantidades exorbitantes de discursos, donde tienen lugar casos extremos: donde las más evidentes falsedades, pasando por encima de la lógica y el sentido común, conforman la opinión, marcan el destino de los asuntos públicos, se imponen y resisten los esfuerzos por establecer la verdad.
Una de las riquezas del libro de Thompson, entre muchas otras, radica en los casos que expone: actuales, clarificadores, muchos de ellos, cuestiones que han ocupado la atención de los lectores: la campaña en contra del Obamacare, la cuestión de los discursos en tiempos de guerra -donde, por supuesto, volvemos a encontrarnos con Winston Churchill-, las interacciones entre marketing y política, sopesadas bajo las realidades tecnológicas de nuestro tiempo: “Internet y las plataformas como Twitter y Facebook han convertido a la humanidad conectada en un inmenso laboratorio de lenguaje político. Un comentarista o un agente político puede emitir docenas de frases o expresiones al día. La mayoría se evapora sin dejar rastro, pero de cuando en cuando aparece una tan llamativa, provocadora o divertida que en cuestión de minutos la están republicando y retuiteando un círculo cada vez mayor de personas”.
Rico almacén de recursos
El genio retórico tiene un carácter social e histórico: depende, en buena medida, de la situación, la audiencia y el momento. No hay fórmulas ni trucos garantizados: hace falta el tino del observador, el sentido de oportunidad para construir las fórmulas de aquello que la-gente-quiere-oír.
En varios países de Europa, los delitos de odio -racismo, xenofobia, homofobia, violencia de género- se muestran en auge
Frases capaces de comprimir en pocas palabras hechos o situaciones de mayor amplitud; enunciados de tal impacto que omiten los argumentos intermedios sin que la audiencia se percate de ello; martillazos verbales que destruyen la comprensión y proclaman una amenaza o una actitud -el maximalismo del que hablaba Aristóteles-; operaciones argumentales que reducen la complejidad a las dos partes de toda polaridad; el recurso de la culpa que evita las explicaciones difíciles; todas estas son fuerzas que, en el criterio de Thompson, confluyen en la precarización del lenguaje político.
La crisis es de tal calado, que no solo carcome las bases del ejercicio de la política y la gestión pública. Va más allá: deslegitima la democracia. Pone en riesgo las instituciones y los mecanismos de la confianza y la convivencia. Thompson habla de la abolición del lenguaje público. A lo largo de la historia se han producido declives a los que han seguido etapas de reverdecimiento. Hay fuerzas activas que continúan con su tarea demoledora. Pero también hay otras, como el sentido común, el profesionalismo y el propósito del bienestar público, que parecen dispuestas a resistir y a modificar la tendencia en curso.