Pedro Benítez (ALN).- Cuando las barbas de tu vecino veas pelar pon las tuyas a remojar, reza un antiguo dicho castellano. La inédita crisis por la que atraviesa la democracia moderna más importante del mundo es un llamado de atención al resto de las sociedades que comparten el mismo sistema de valores políticos y sociales. Una advertencia de que la libertad y la prosperidad no están aseguradas en ninguna parte del mundo. Ni siquiera en la democracia que ha servido de modelo para otros países durante más de 200 años.
Si en Estados Unidos nunca se hubieran modificado las reglas mediante las cuales demócratas y republicanos seleccionaron a todos sus candidatos presidenciales hasta 1968, Donald Trump nunca hubiera sido elegido presidente. Hasta ese año la mayoría de los delegados de las convenciones partidistas eran escogidos, y controlados, por los jefes de las maquinarias políticas de los dos grandes partidos. Este es un detalle importante de recordar pues todos los que están medianamente informados de la realidad política estadounidense saben que la élite política republicana siempre estuvo en contra de Donald Trump en las primarias de 2016. Él ganó dentro de ese partido porque el voto conservador tradicional se dividió entre varios candidatos durante ese proceso.
Pero en Estados Unidos las reglas son las reglas y los jefes republicanos aceptaron el resultado provocado por una ampliación en el poder de decisión de los electores. Un aspecto por el que los Padres Fundadores de ese país, los redactores de la Constitución, por cierto, siempre tuvieron temor: el poder de la mayoría. O del populacho, como la llamó algún autor.
De modo que aunque no ganó el voto popular la elección presidencial de Trump en 2016 fue producto de un claro proceso democrático.
Pero, como ya se sabe, la democracia es imperfecta. En la recta final de sus cuatro años de presidencia casi todos los temores que había despertado el magnate inmobiliario, y showman de la televisión americana, sobre el perjuicio que su estilo personal podía causarle a la institucionalidad estadounidense desde el despacho de la Casa Blanca se han hecho realidad.
El asalto por parte de una turba al Capitolio en Washington este miércoles 6 de enero es la consecuencia del fallo de una imperfecta democracia. Un fallo del cual no está exenta ninguna otra sociedad donde el gobierno se ejerce con el consentimiento de sus gobernados.
Por lo tanto, la crisis política en la cual está sumergido Estados Unidos es una advertencia al resto de las democracias del mundo.
Democracias que hoy se encuentran ante un doble acoso. Por un lado son una minoría. La mayoría de los gobiernos del planeta no son democráticos y sus sociedades por lo general nunca han conocido este tipo de regímenes políticos.
De los 193 países presentes en Organización de las Naciones Unidas (ONU) sólo 75 se consideran como democracias (entre plenas e imperfectas) según el índice de democracia de The Economist. Esta cuenta es lo que hace de esa organización la democracia de las dictaduras, y lo que explica que los representantes de Arabia Saudita, Cuba, China, Vietnam o Rusia estén en su Consejo de Derechos Humanos.
O que el régimen de Nicolás Maduro, manchado por todo tipo de abusos y tropelías, haya conseguido 105 votos en 2018 para ingresar a esa instancia, mientras esa ejemplar democracia que es Costa Rica no alcanzó en esa misma elección los 97 votos requeridos.
Pero no sólo eso. Desde los centros de poder de China y Rusia, dos grandes potencias que no son democracias, se conspira contra las sociedades libres cuya mera existencia ya es una amenaza para esas tiranías domésticas.
Por otra parte, las democracias liberales no sólo son minoría sino que además son una excepción histórica, pues los despotismos han sido la forma usual con la que los seres humanos han resuelto el problema de gobernarse desde que aparecieron las primeras civilizaciones hace 5.000 años. En contraste, las democracias modernas no tienen más de dos siglos de existencia.
El otro acoso es de carácter interno. Sobre este tópico han corrido, y correrán, ríos de tinta. Lo fundamental es que, contrario a lo que suele pensarse, los dictadores (o los aspirantes a serlo) son por regla general populares. Sí, en demasiadas ocasiones las mayorías populares se enamoran perdidamente de líderes iluminados. Aun cuando las lleven directamente a un abismo, cometan arbitrariedades, persigan a sus oponentes y destruyan libertades básicas como el derecho a pensar y opinar libremente.
Toda dictadura requiere de una base social. Los dictadores y autócratas no se sostienen solos. Los que les apoyan lo hacen a conciencia. Esto lo advierte Hannah Arendt en su clásico texto Los Orígenes del Totalitarismo cuando afirma: “Resulta, sin duda, muy inquietante el hecho de que el gobierno totalitario, no obstante su manifiesta criminalidad, se base en el apoyo de las masas”.
Democracias bajo amenaza
De modo que una democracia puede ser destruida por medio de un proceso democrático, tal como ocurrió en el mil veces citado caso de Adolf Hitler en la Alemania de 1933, que precisamente inspiró a Arendt a escribir su libro.
Esta es la principal amenaza a las democracias. Ser destruidas desde adentro por líderes políticos inescrupulosos, ignorantes y muy ambiciosos que ofrecen soluciones mágicas a problemas complejos. Quitarle a los ricos para darle a los pobres. Cerrar las fronteras y expulsar a los inmigrantes. O culpar a las élites y a los medios de comunicación.
Sea desde la izquierda o desde la derecha el destino de esos liderazgos que ahora se denominan populistas es una y otra vez el mismo: doblegar a las instituciones y las leyes para ponerlas a su servicio personal.
En América Latina hay abundantes experiencias al respecto, varias de las cuales están en pleno desarrollo. Desde México donde el popular Andrés Manuel López Obrador sigue socavando la autoridad del Instituto Nacional Electoral (INE), a Cristina Kirchner en su guerra abierta con la Corte Suprema de Argentina. O en Brasil, donde un políticamente más vulnerable Jair Bolsonaro, que ha sido contenido por el Congreso y el Tribunal Supremo, debería escarmentar con el desenlace que rodea la presidencia de su amigo Trump.
Pero al otro lado del Atlántico, en la civilizada Europa, también hay señales de que la creciente polarización política entre los extremos de la izquierda y la derecha no sólo gana votos en países como Polonia o Hungría, con democracias que no tienen más de 30 años de vida, sino en Francia, Alemania y España, e incluso invade los cuerpos de seguridad.
El año pasado en tres estados alemanes varias decenas de policías fueron suspendidos por compartir propaganda neonazi en sus teléfonos. Y en España acaba de ocurrir un escándalo al darse a conocer el contenido de un chat de WhatsApp de militares retirados con frases amenazadoras y nostalgias franquistas. Esto por no mencionar la persistente campaña por minar el régimen democrático nacido en 1978 por parte de Podemos y ciertos nacionalismos.
No obstante, nada de esto debe sorprender. Las democracias siempre estarán bajo amenaza.
Esta no es la primera crisis institucional que atraviesa Estados Unidos, ni será la última. En su pasado reciente pudo sobreponerse a una sucesión de convulsiones nacionales como el asesinato del presidente John F. Kennedy, la Guerra de Vietnam, la accidentada elección de 1968 y la renuncia de Richard Nixon en 1974, para terminar ganando la Guerra Fría.
Y aunque puede que esta también la supere, es un claro recordatorio de que no hay democracia, por próspera y poderosa que sea, cuyo destino esté garantizado.