Pedro Benítez (ALN).- Una crisis humanitaria en pleno desarrollo en la frontera entre Estados Unidos y México amenaza con salirse de control en los próximos días para la administración de Joe Biden. El desplome económico al sur de la frontera de EEUU, provocado por la pandemia, los desastres naturales, la violencia del narcotráfico y la secular pobreza centroamericana, sumados a la promesa del nuevo presidente estadounidense de hacer todo lo contrario en materia migratoria que su predecesor en el cargo, han provocado una estampida de inmigrantes ilegales en los pasos hacia Texas.
No basta con proclamar nobles motivos para aplicar una política si las consecuencias son desastrosas. La promesa del presidente estadounidense Joe Biden de suprimir los aspectos más cuestionados de la política migratoria de Donald Trump ha contribuido a provocar unos resultados totalmente distintos a los deseados.
Organizaciones no gubernamentales calculan hasta en 180.000 el número de personas procedentes de Honduras, Guatemala y El Salvador que en las últimas semanas se han agolpado a lo largo del Río Grande en la frontera del estado de Texas con México esperando el momento para cruzar legal o ilegalmente hacia el norte. Por su parte, la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos asegura haber aprehendido a más de 100.000 indocumentados sólo en el mes de febrero. En enero la cifra fue de 78.000.
Varios miles son menores de edad no acompañados que una vez del lado estadounidense no pueden ser deportados por disposiciones legales que Biden acaba de flexibilizar.
Estas modificaciones de los aspectos más restrictivos de la política migratoria de Trump, junto con su promesa de volver a hacer de Estados Unidos un país de asilo, convencieron a miles de migrantes centroamericanos de que el nuevo gobierno en Washington se disponía a abrir la frontera y recibirlos. A eso hay que sumar los efectos devastadores de dos huracanes que dejaron a miles de familias en Honduras sin hogar y sin trabajo en noviembre pasado, más el desplome económico provocado por la pandemia. Todos estos factores se han combinado en una tormenta perfecta que amenaza con ponerle fin a la luna de miel de las primeras semanas de la administración Biden.
Es lo que hace unos años se llamó en Europa el efecto llamada. Desestimado por algunos es, no obstante, una realidad que pone en riesgo la vida precisamente de los inmigrantes ilegales.
A lo largo de la campaña presidencial de 2020 los demócratas atacaron constantemente a Donald Trump por su política migratoria de tintes racistas. Pero ahora en la Casa Blanca el tema se le ha devuelto a Biden como un búmeran. Exactamente lo mismo que le ocurrió a la canciller alemana Angela Merkel durante la crisis migratoria de 2015 en Europa, y por razones similares.
Aunque el presidente se niega a admitir que tiene una crisis en pleno desarrollo, tanto él como su coordinadora de asuntos para la frontera sur, Roberta Jacobson, se han dirigido a los migrantes implorándoles que no se traten de cruzar la frontera, mientras ordenaban habilitar un centro de convenciones en Dallas para albergar a más de 2.000 migrantes menores de edad. Y el secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, recurría a la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) para sacar a los niños de la custodia de la Patrulla Fronteriza hacia refugios más adecuados.
Pero por más razonables y humanitarias que sean, estas y otras medidas que Biden y su equipo preparan no atacan el problema de fondo, que no se resuelve ni con el muro de Trump ni con los buenos deseos. Los problemas complejos no admiten soluciones sencillas ni inmediatas.
La causa profunda de esta ola migratoria es el gigantesco desnivel de ingresos que hay entre Estados Unidos y los países centroamericanos. La economía estadounidense sigue siendo hoy lo que ha sido a través de los últimos 150 años, el principal imán de inmigrantes de todo el mundo. Los datos de su propio servicio de migración indican que la mayoría de los inmigrantes ilegales que entran a ese país no lo hacen por México, sino por sus distintos aeropuertos. Ingresan con pasaportes y visas, y luego se quedan.
En ese sentido la inmigración que viene desde El Salvador, Honduras y Guatemala no es la más importante en cuanto a número, pero sí la más dramática. Construir un muro como proponía el expresidente Donald Trump era un absurdo ante semejante problema, porque no hay forma de parar ese desplazamiento humano. Los inmigrantes siempre buscarán la manera de entrar a Estados Unidos.
Soluciones
La única solución práctica que el gobierno de Biden tiene a la mano es establecer una política de trabajadores temporales similar a la que se firmó con México durante la Segunda Guerra Mundial y duró dos décadas. Los inmigrantes centroamericanos van en busca de los salarios por hora de la industria, la agricultura y los servicios de Estados Unidos. No es gente que huye de una guerra o una dictadura como en los años 80 del siglo pasado. Es una migración económica. Lo que la abrumadora mayoría hace es trabajar para enviar remesas a sus familias. Un buen número, tal vez la mayoría, de esos salvadoreños, hondureños y guatemaltecos regresarían a sus hogares a pasar la Navidad o en alguna temporada si tuvieran la seguridad de poder ingresar nuevamente a Estados Unidos a seguir trabajando. De hecho, muchos retornan de manera definitiva con ahorros para iniciar algún negocio o para mejorar sus viviendas. Pero lo paradójico es que por la política migratoria estadounidense quedan atrapados.
Un ejemplo de cómo las trabas burocráticas o las legislaciones inadecuadas crean más problemas que soluciones al entorpecer una tendencia natural de los trabajadores a buscar mejores salarios.
El otro aporte práctico que desde el gobierno y el Congreso en Washington se puede hacer por esos países es revisar la política de guerra contra las drogas emprendida hace cuatro décadas. Los gigantescos presupuestos de las distintas agencias federales estadounidenses no han podido evitar que los narcóticos sigan ingresando a territorio de Estados Unidos. Por el contrario, esa estrategia ha potenciado el multimillonario e ilegal negocio del narco que con sus millones sigue alimentando la corrupción de las débiles instituciones del triángulo centroamericano y llevando la violencia a sus calles.
La otra solución no está en manos de Estados Unidos sino de esos propios países. Sólo ellos mismos pueden crear las condiciones necesarias para mejorar el nivel de vida de sus ciudadanos y las oportunidades económicas que hagan innecesaria la emigración masiva. Un ejemplo claro de esto último es México, donde el flujo migratorio hacia Estados Unidos se está intensificando en estos momentos luego de una década en la cual el movimiento de población se había invertido a su favor. Pero desde que llegó a la presidencia en diciembre de 2018, todas las decisiones de Andrés Manuel López Obrador han desalentado la inversión privada, trayendo como consecuencia un nulo crecimiento económico ante el impacto provocado por la pandemia, que en 2020 hundió la economía mexicana con su secuela de desempleados que ahora dirigen su mirada hacia el norte.
Porque cuando los gobiernos no resuelven los problemas lo hace la gente, en ocasiones con sus pies.