Sergio Dahbar (ALN).- Un arqueólogo descubre en Francia una caja que dejó Julio Verne, fallecido en 1905. Es la punta de un iceberg conocido: cápsulas del tiempo que contienen noticias del pasado para la posteridad. Curiosamente, estas cápsulas han encontrado mayor eco en la ficción que en los documentos históricos.
A Julio Verne (1828-1905) le hubiera encantando conocer a Elouan Beauséjour. Si la historia que ha contado este escritor y arqueólogo francés es cierta, se trata del científico que descubrió en Francia el lugar donde el escritor de La vuelta al mundo en 80 días y Veinte mil leguas de viaje submarino enterró una cápsula del tiempo para la posteridad.
Diversos despachos de prensa en Europa, así como una sabrosa y de alguna manera inverosímil crónica de Manel Loureiro, publicada esta semana en el periódico El Mundo de España, dan cuenta de la aventura de Beauséjour. Descifró mensajes en sus libros y en su tumba en Amiens. Con ayuda de algoritmos de geolocalización, drones y un radar de penetración en tierra, encontró un gran secreto en el bosque de los pirineos franceses, muy cerca de la Occitania.
Pero hay demasiados cabos sueltos: el contenido de la cápsula sufrió el castigo del tiempo y la naturaleza, y no se sabe a ciencia cierta si sobrevivió para ser estudiado. En apariencia, Beauséjour es un académico adscrito a la Universidad Descartes de Francia, pero ningún documento lo certifica. Como tampoco que esta iniciativa contaba con el apoyo del Club de Exploradores de Nueva York, como lo han anunciado.
Mientras los enigmas acechan la caja herrumbrada, cerrada con un grueso candado, que habría enterrado Verne con secretos para la eternidad, la noticia revela un interés renovado por una vieja costumbre del ser humano: enterrar o lanzar al espacio cápsulas del tiempo con información sobre el pasado.
Las cápsulas del tiempo han encontrado mayor eco en la ficción que en los documentos históricos
En un excelente y muy completo informe de Homero Alsina Thevenet (publicado en la tercera edición corregida y aumentada de su Enciclopedia de los datos inútiles, Capibara, 2006), destaca que quedan cuatro descubrimientos que prometen darle conversación para rato a los arqueólogos.
En el año 2067 se abrirá en Montreal, Canadá, la cápsula del tiempo que se enterró en 1967, en los días de la Expo 67. En 6939, en Flushing Meadows, cerca de Nueva York, se descubrirán las dos cápsulas que se enterraron: una en la Feria Mundial de Nueva York 1939 y otra en la Muestra Universal en 1965.
En 6970 algo similar ocurrirá en Osaka, Japón, donde se enterró una cápsula en 1970. Y en 8113, en Atlanta, Georgia, se descubrirá una habitación subterránea que fue clausurada en 1940, después de dos años de investigaciones y preparativos.
Quienes consignan preguntas curiosas, relativas a la necesidad que tiene el ser humano en invertir recursos que no son infinitos en asuntos tan poco trascendentes como dejar huellas del pasado en cápsulas del tiempo bajo tierra, los arqueólogos han razonado que el futuro merece una explicación. Una suerte de memoria de lo que lograron los seres humanos en años de progreso consistente.
En la cápsula de 1939 hay “diez millones de palabras, un millar de fotos que describen la historia humana. Eso se complementa con reproducciones de Picasso, una biblia en 300 idiomas, un ejemplar de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell, un cepillo de dientes, algunos conceptuosos mensajes al futuro que fueron escritos por Thomas Mann y Albert Einstein”.
En la cápsula de 1965 se corrigieron lagunas de 1939. Un traje bikini, píldoras anticonceptivas, música de los Beatles y Artie Shaw, una obra de teatro de Eugene O’Neill, miniaturas de obras arquitectónicas, un Pato Donald, y una tostadora eléctrica.
Todo esto es lo que se encuentra debajo de la tierra, a la espera de ser descubierto por gente curiosa de las costumbres de sus antepasados. Pero hay algo más fuera del espacio. Nada menos que una sonda enviada a volar hacia Júpiter y Saturno: se llama Viajero (Voyayer) y fue lanzada al aire en 1977.
La NASA trabajó arduamente en el lanzamiento de estas sondas hacia planetas gigantes gaseosos para recolectar datos. Una vez realizada su misión, serían enviadas fuera del sistema solar como “embajadores interestelares”.
Para confeccionar información que dejarían extraviada en algún lugar del espacio, le pidieron al científico Carl Sagan que preparara un mensaje robusto para extraterrestres. Así se formó el equipo con los colaboradores Frank Drake, Ann Druyan, Timothy Ferris, Jon Lomberg y Linda Salzman Sagan.
En la cápsula de 1965 se corrigieron lagunas de 1939: un bikini, píldoras anticonceptivas…
Diseñaron un disco de 30 centímetros, de 16 2/3 de revoluciones por minuto, grabado en oro. Allí consignaron 118 fotografías (con plantas, animales, construcciones como el Taj Majal y los órganos sexuales humanos), 90 minutos de música, saludos en 55 idiomas, un lenguaje de ballenas, un ensayo -con soporte de audio- que contenía desde pozos de lodo burbujeantes hasta perros que ladran. Y ondas cerebrales de una mujer enamorada (de Ann Druyan, quien se enamoró de Carl Sagan en el proyecto).
Curiosamente, las cápsulas del tiempo han encontrado mayor eco en la ficción que en los documentos históricos. No hay registros sistemáticos sobre los procesos científicos que hicieron posible enterrar las cápsulas del tiempo. Pero hay novelas que intentan descifrar las posibilidades que abre una cápsula del tiempo para conectar el pasado con el futuro.
Si alguien se acerca a la Enciclopedia Británica, encontrará solamente el dato curioso de un artista plástico brasileño, Eduardo Kac (Río de Janeiro, 1962), quien en 1977 expuso una obra conceptual llamada “cápsula del tiempo” en Sao Paulo: se inyectó un microchip en la pierna, de los que se usan para rastrear perros.