Antonio José Chinchetru (ALN).- ‘El proceso’ de Franz Kafka es un retrato del poder como una maquinaria capaz de destruir todo rastro de moral, ética, responsabilidad y voluntad en el ser humano. Lo muestra además como fuerza incomprensible y caprichosa capaz de doblegar a cualquiera que quiera hacer valer sus derechos.
Pocas veces una novela que ha sido considerada por su creador como inmadura, imperfecta e intrascendente ha llegado a convertirse en una de las obras cumbres de la literatura universal. Eso es, sin embargo, El proceso de Franz Kafka. Quiso la fortuna, o el buen tino del albacea del más famoso de los judíos checos, que el destino de las páginas protagonizadas por Josef K. no fuera las llamas a las que el escritor las había condenado en su testamento. Gracias a la desobediencia de Max Brod, millones de ávidos lectores en todo el orbe han podido disfrutar y sentir una profunda inquietud de la mano de su protagonista. Este es un hombre sometido al capricho de un poder irracional y aparentemente absurdo que borra todo rastro de personalidad y sentido de responsabilidad en aquellos que le sirven.
El poder es retratado como una fuerza corruptora de quienes se ponen a su servicio
La historia narrada en esta obra es inquietante. Josep K., el protagonista, se ve inmerso en un angustioso proceso penal del que poco o nada conoce. No se le explica en momento alguno de qué se le acusa, ni qué instancias judiciales se encargan de llevar el caso. En un principio se muestra tranquilo, seguro de que todo se arreglará y podrá seguir con su vida sin mayores contratiempos. Sin embargo, la realidad para él será muy diferente.
Soledad y opresión del ser humano
Ya la propia trama de la obra nos habla de la soledad del ciudadano ante un poder caprichoso que juega con él sin que tan siquiera tenga la posibilidad de que se le den explicaciones. El sistema judicial, uno de los pilares del Estado, es mostrado a través de todas las páginas como algo opresor, incluso en el terreno físico, caprichoso y en demasiadas ocasiones absurdo. En él, nadie parece asumir la responsabilidad de sus acciones. De hecho, es normal que quienes le sirven hayan abandonado todo rastro de moral y ética personal para convertirse en meros engranajes de una maquinaria demoledora.
A lo largo de la obra aparecen varios personajes, unos guardianes y otros funcionarios de la Justicia, que dejan clara esa postura. Ellos se limitan a cumplir órdenes, sin medir las consecuencias de estas, y a cobrar un salario. Son meros siervos, sicarios incluso, de un mecanismo arrollador, al tiempo que misterioso, que ni comprenden ni parecen querer entender.
El poder es retratado en El proceso como una fuerza corruptora de quienes se ponen a su servicio. Así, vemos cómo algunos de sus servidores abusan de su situación en el complejo engranaje del sistema judicial para conseguir todo tipo de beneficios ilícitos. Encontramos a jueces y ayudantes de estos que no dudan en servirse de los favores carnales de las esposas de otros hombres que están por debajo de ellos en el escalafón. Y vemos cómo estas mismas, así como otras mujeres que se mueven en ese entorno, terminan aceptando su papel de juguetes sexuales y se llegan a ofrecer sin pudor incluso a los acusados.
El poder como germen de la arrogancia
Pero no se limita a eso la corrupción moral que provoca el poder en todos aquellos a los que toca. En todo momento están presentes la arrogancia y la soberbia de muchos que le sirven o han aceptado formar parte de su juego. Esto se produce desde el abogado que insulta y humilla a sus clientes hasta las promesas de ese mismo togado de favorecer a su defendido mediante buenas relaciones en vez de recurriendo de forma profesional a las leyes. De hecho, el imperio de la ley es algo ausente en todo momento. Las normas legales comprensibles y garantistas son algo secundario frente a la adulación y el amiguismo.
El retrato que, en esta obra maestra, hace Kafka del poder no puede ser más pesimista
Ante este panorama corrupto, en el que el poder jamás se presenta de cara, el protagonista decide actuar como un hombre libre que quiere hacer valer sus derechos y comprender lo que ocurre. Y ese es su fatal error. Terminará rindiéndose ante un destino que no termina de comprender. No quedará en él rastro alguno de voluntad y aceptará sumiso lo que para él haya decidido alguien a quien jamás vio.
El retrato que, en esta obra maestra, hace Kafka del poder no puede ser más pesimista. Lo muestra como una fuerza agobiante, corruptora, inmoral y destructora de la voluntad humana.