Pedro Benítez (ALN).- No importa quién gane las elecciones en Estados Unidos, eso no cambiará dramáticamente la política de ese país hacia Venezuela, para bien o para mal. Continuará la misma estrategia de presión en busca de una negociación. El futuro de Venezuela no sólo no depende de las elecciones presidenciales en Estados Unidos; es que, además, no debería depender.
A juzgar por los espacios de las redes sociales donde interactúan venezolanos pareciera que el futuro de Venezuela se jugara en la elección presidencial de Estados Unidos de este martes 3 de noviembre.
Un sector amplio pero con toda seguridad minoritario de la población que reside en el país, o que es parte de la diáspora, se ha hecho parte de la inédita polarización política que tiene dividida a la gran potencia del norte. Muchos creen apasionadamente que el presidente Donald Trump es la última, y única, esperanza que queda para liberar al país de la tiranía madurista. Y no son pocos de esos mismos los que creen apasionadamente que si su contrario Joe Biden gana, en Estados Unidos se impondría un régimen castro-chavista.
Que algún venezolano vea en Trump características personales que le recuerden a las del expresidente Hugo Chávez, y por eso se incline públicamente por su rival, es digno de ofensa para otros. Después de todo, es muy común leer o escuchar que: “Ningún presidente de Estados Unidos ha hecho más contra Nicolás Maduro que Trump”.
Parece que ni siquiera los que no simpatizan con el actual gobernante norteamericano se preguntaran si la “estrategia” de Trump en estos casi cuatro años ha servido para sacar a Maduro del poder, o si por el contrario ha sido totalmente contraproducente. El ambiente de polarización de la política venezolana, ya no entre chavismo y oposición, sino entre la propia oposición (al que se le suma la polarización estadounidense) no permite, por lo visto, hacer una pregunta tan elemental.
¿Las sucesivas medidas de presión por parte de la Casa Blanca (que en realidad comenzaron en 2015) están contribuyendo al cambio político en Venezuela? ¿Debilitan al régimen o a la sociedad civil que se le opone? En medio de la diatriba formular esta cuestión es dudar. Dudar es traicionar. Alguna mala intención esconde.
Sin embargo, que muchos venezolanos hayan puesto su esperanza en Donald Trump tiene todo el sentido del mundo. Una población desesperada se aferra a lo que puede.
Durante años desde el sector más radical de la oposición se ha bombardeado a los venezolanos con el mensaje según el cual la dictadura que domina a Venezuela es distinta a cualquier otra que haya conocido la humanidad. No es un gobierno autoritario, ni otro régimen despótico, sino un “conglomerado criminal” apuntalado por una alianza internacional, que de paso ha comprado o cooptado vía corrupción a una parte, si no a toda la oposición mayoritaria, que después de todo en su fuero interno también es “socialista”.
Por lo tanto, ha venido a concluir este mensaje en que “solos no podemos”. Se necesita una alianza internacional liberadora. La victoria de Donald Trump vino a cerrar el círculo de ese razonamiento, sin que estuviese muy claro por qué.
La crueldad impasible con la que Maduro ha atropellado a los venezolanos mientras dejaba que el país se derrumbara vino a reforzar esa idea. La oposición no puede o no quiere sacarlo del poder.
A continuación el propio Trump comenzó a alimentar las expectativas con aquello de que “todas las opciones están sobre la mesa”. Y que no descartaba la militar.
Pero todo no fue más que un bluf. Trump nunca pensó seriamente en esa posibilidad, por la misma razón que ha buscado evitarse conflictos militares en el resto del mundo. En el fondo, y con su particular estilo, él es la continuación de la misma ola antibelicista que contribuyó a llevar a su antecesor, Barack Obama, a la presidencia en 2008, luego de la costosísima intervención militar angloamericana en Irak por parte del presidente George W. Bush.
Si algo ha dejado claro Trump es que no quiere involucrar a su país en impredecibles conflictos por el mundo. Lo suyo son fanfarronadas, amenazas y negociación. Si en algún lugar eso ha quedado más que claro en estos cuatro años ha sido en Venezuela.
La lección de Cuba
Por otra parte, no es cierto, como sostiene otra de las fantasías más repetidas, que para Estados Unidos es vital controlar los recursos petroleros del subsuelo venezolano. Curiosamente esto es parte central del relato chavista que atribuye todo cuanto va mal en Venezuela a la malvada ambición del “imperio” por las riquezas venezolanas. Otro ejemplo de cómo los extremos se unen. Otro cuento sin fundamento.
Antes de la crisis provocada por la pandemia Estados Unidos estaba a punto de hacerse autosuficiente en energía. Pero además, el curso tecnológico de la economía mundial se dirige a un cambio de tales dimensiones que hará que la mayor parte del petróleo del planeta se quede en el subsuelo. Incluyendo el venezolano.
No vale una aventura militar por eso. Tampoco, desde el punto de vista de Washington, la alianza del régimen de Maduro con Rusia o Irán pareciera ser una amenaza mortal para Estados Unidos.
Esos son los hechos tras el paso de dos administraciones demócratas y dos republicanas por la Casa Blanca en los últimos 20 años. Una de las cuales (Bush hijo) bastante inclinación demostró por acciones militares.
No obstante, ya sabemos la dificultad de la mente humana para rendirse ante las evidencias.
No importa quién gane las elecciones de Estados Unidos, eso no cambiará dramáticamente la política de ese país hacia Venezuela, para bien o para mal. Continuará la misma estrategia de presión en busca de una negociación. En algún momento, sea Trump o sea Biden, es probable que se sienten a revisarla, en el mejor de los casos. En el peor, que el actual cuadro siga tal como va durante cuatro años más. Hasta la espera de otro nuevo presidente.
La cruda verdad es que el futuro de Venezuela no sólo no depende de las elecciones presidenciales en Estados Unidos; es que, además, no debería depender. La experiencia cubana a lo largo de seis décadas (se dice rápido) es suficientemente aleccionadora.
Fidel Castro instauró un Estado comunista literalmente enfrente de los Estados Unidos. Hizo de la isla una base para subvertir el orden en toda Latinoamérica. Dio acogida, formación, entrenamiento, financiamiento y equipos desde las guerrillas venezolanas y colombianas de los años 60, hasta los montoneros argentinos y los sectores más radicales de la Unidad Popular chilena de la siguiente década. En ese empeño estuvo cerca de un éxito más sangriento en la cruel guerra civil que asoló a Centroamérica en los 80.
No conforme con eso, Castro envió tropas cubanas (hasta 50.000 hombres) a pelear en la guerra africanas de Angola y Etiopía.
Durante todos esos años los sucesivos presidentes estadounidenses no hicieron nada contra el régimen cubano más allá del embargo comercial impuesto por Dwight Eisenhower en 1960. Embargo que en la práctica poco afectó a la economía cubana (pese a que su propaganda oficial insista en decir lo contrario). El resto de los países tuvieron durante todo este tiempo relaciones comerciales normales con un Estado socialista enclavado en el mar Caribe, incluyendo aliados europeos de los norteamericanos como la España del dictador Francisco Franco.
No es que los inquilinos de la Casa Blanca (demócratas y republicanos) no hubieran deseado ver caer a Castro, es que estuvieron ocupados en cosas más importantes para ellos.
Cuando el campo socialista se desplomó entre 1989 y 1991, en Washington calcularon que sólo era cuestión de tiempo ver el derrumbe de la dictadura cubana por su propio peso. El Congreso de Estados Unidos apretó el embargo con la Ley Helms-Burton con la creencia de que eso aceleraría el colapso. Un pronóstico fallido.
Con la llegada de Chávez al poder en Venezuela, La Habana pasó a funcionar como un consultor estratégico de diversos gobiernos de la región, cobrando muy caros sus servicios. Otra vez en las narices de Estados Unidos. En evadir sanciones y manipular a la opinión pública mundial el régimen cubano es experto.
A Trump le persuadieron de que la caída de Maduro era inminente y que era una victoria internacional fácil de cobrar. Esa fue la premisa bajo la cual se impusieron sanciones a lo que quedaba de la industria petrolera venezolana a partir de marzo de 2019. Allí no había estrategia. Esta es otra partida que los cubanos van ganando. Una más.
Mientras tanto los aliados de Maduro en el mundo están divididos. Vladimir Putin le apuesta a Trump, y Raúl Castro a Biden. Venezuela en el medio.
Quedar atrapada en ese juego es seguir el destino de Cuba, que tiene décadas congelada en la Guerra Fría.