Pedro Benítez (ALN).- A un año de la llegada de Gustavo Petro a la Presidencia de Colombia su ex ministro de Educación (y ex candidato presidencial independiente), Alejandro Gaviria, acaba de publicar un libro, mezcla de ensayo y crónica, sobre su experiencia de siete meses en ese gobierno (7 de agosto de 2022-27 de febrero de 2023).
Con el título: “La explosión controlada: La encrucijada del líder que prometió el cambio”, recapitula sobre las circunstancias que permitieron la elección de Petro en mayo del año pasado, así como el desencuentro ocurrido entre los dos a propósito de la propuesta de reforma presidencial sobre el sistema de salud colombiano donde, a juicio de Gaviria, se puso de manifiesto la contradicción esencial en la que el mandatario parece atrapado y que podría explicar lo que ha hecho, lo que ha dejado de hacer y, más importante aún, para dónde va.
El autor describe la tensión entre el Petro negociador y el agitador. Entre el pragmático y el dogmático. Un día es lo primero y al siguiente lo segundo. Literalmente. Por ejemplo, el pasado 20 de julio propuso en el Congreso un acuerdo nacional y 24 horas después afirmó que no negociaría el programa de gobierno con que fue elegido.
En febrero planteó la posibilidad de convocar una “constituyente territorializada y pluralista que haga las reformas que no hizo la Constitución del 91”, pero dos meses después aseguró que no la impulsaría, y aunque no vería problema si el Congreso llegara a aprobarla tampoco la promovería a fin de acelerar su agenda legislativa.
Más allá de las más íntimas intenciones de Gaviria, el texto resulta fascinante al poner sobre la mesa los dilemas concretos en el ejercicio del poder político, así como las limitaciones e intenciones de quién lo ejercer. El autor no pretende excusarse ni justificar su paso por el gobierno Petro; por el contrario, afirma no arrepentirse y agrega, además, que el ascenso del líder de la izquierda colombiana a la Presidencia era necesario para ese país. De allí el título del libro, “explosión controlada”. Su tesis consiste en que la elección de Petro era preferible a una explosión social. Su llegada a la Casa Nariño, que muchos dentro y fuera de Colombia hace pocos años creían imposible, ha sido un desahogo social, una demostración de la legitimidad de su democracia y la oportunidad para que el agitador parlamentario haga realidad sus promesas.
En ese sentido, el ex ministro destaca lo que para muchos fuera de ese país ha resultado una agradable sorpresa: la solidez de las instituciones colombianas, puestas a prueba justamente en estos instantes.
Efectivamente, tal como ha pasado más al sur, en Chile, para la izquierda colombiana, latinoamericana, e incluso occidental, los doce meses de Gustavo Petro como presidente han constituido otro choque con la realidad. Colombia no es ese país feudal, atrasado, esencialmente violento y conservador, férreamente dominado por una oligarquía que monopoliza el poder, como ciertos medios europeos y norteamericanos han insistido en dibujar. Es una sociedad muy compleja, cada vez más urbana, con un pie en el siglo XXI y otro en el XX; deseosa de mejorar, de integrarse con ella misma, llena intereses enfrentados; que ha progresado mucho, pero desigualmente, en las últimas dos décadas, y empeñada en superar problemas crónicos como la violencia, el narco y la corrupción. Es el segundo país de habla hispana más poblado del mundo, el tercero de Sudamérica por PIB, pero todavía con una renta per cápita que es la cuarta parte de la de España.
Es claro que Petro quiere, como muchos otros gobernantes, dejar su huella en la historia. En su caso influye el incentivo particular de ser el “primer presidente de izquierda en Colombia”. Afirmación ésta que habría que matizar y tomar con pinzas, pero convengamos que es el primer mandatario colombiano que no proviene de los centenarios partidos liberal y conservador. Pasar de militar en el M19 y entrar al Palacio Presidencial no deja de tener su épica.
Es evidente que a Petro le gustaría ser uno de esos líderes populistas latinoamericanos que impulsaron reformas que quedaron grabadas para la posteridad. Pero por otro lado, es consciente de las limitaciones que le imponen las circunstancias. En la primera entrevista que concedió como presidente electo admitía que frente a él (la gente que votó por su adversario en la segunda vuelta) estaba el otro país, la Colombia andina, de clase media relativamente estable, distribuida en pequeños municipios. Una radiografía perfecta.
Coherente con ese diagnóstico, en las primeras de cambio el Petro pragmático y negociador montó una súper alianza a su favor en el Congreso; hizo las paces con su mayor contradictor, el ex presidente Álvaro Uribe, y se dispuso a hacer el gobierno del cambio. Pero no pasó mucho tiempo para que emergiera el dirigente dogmático. Se empeñó en sostener a una ministra de Minas y Energía que con un discurso ambientalista censuraba la inversiones en petróleo y carbón, dos exportaciones que aportan las divisas y los ingresos fiscales que precisamente requiere un gobierno que desea incrementar el gasto social y reformar el financiamiento de la salud pública. Una contradicción esencial.
De allá a esta parte la oposición colombiana no ha tenido que hacer mucho más que alguna protesta multitudinaria contra la reforma fiscal, que al final el Congreso aprobó. El gobierno de Petro ha entrado en un acelerado desgaste político con sus iniciativas estrellándose en las relaciones con Venezuela, el proceso de paz con el ELN (este es la única victoria probable que se puede llevar en su Presidencia) y la salida de Irene Vélez del cargo de ministra de Minas y Energía, mientras los escándalos de financiamiento ilícito de su campaña, auténtico talón de Aquiles de todos los políticos colombianos, lo acosan.
El libro de Alejandro Gaviria llega justo en un momento en el cual la presidencia de Petro se encuentra en medio de una tormenta y sufre una nueva derrota en el Congreso. Cada vez más a la defensiva, no tiene fuerza en la calle, ni un movimiento nacional que lo respalde, pues a lo largo de su carrera no consolidó un partido, y el apoyo en las bancas del parlamento se va diluyendo. Le queda, eso sí, la legitimidad a la que aferrarse.
Petro no ha resultado ser el Chávez colombiano que muchos de sus adversarios temían y otros tantos de sus partidarios deseaban. Es un presidente prisionero de sus contradicciones que no puede intentar hacer una revolución y se le hace cuesta arriba ser un reformador.