Nelson Rivera (ALN).- Un estudio dirigido por Michael Slepian, profesor de la Universidad de Columbia, y titulado ‘The Experience of Secrecy’, llegó a esta conclusión: portamos un promedio de 13 secretos, propios o de otros. De ellos, cinco están envueltos en total hermetismo: jamás los hemos compartido y es probable que nunca lo hagamos.
Todos llevamos secretos. Un estudio dirigido por Michael Slepian, profesor de la Universidad de Columbia, y titulado The Experience of Secrecy, alcanzó esta conclusión: portamos un promedio de 13 secretos, propios o de otros. De ellos, cinco están envueltos en total hermetismo: jamás los hemos compartido y es probable que nunca lo hagamos. Slepian y su equipo clasificaron 13.000 confidencias en 38 categorías.
Una de las conclusiones del estudio señala: guardar secretos provoca estrés emocional, ansiedad, depresión, soledad y debilita la autoestima. Mantener bajo llave la identidad sexual o la participación en un delito, horada, escuece. Ciertos secretos alteran nuestro vínculo con cuanto nos rodea. El temor a ser descubierto o decir una frase que resulte reveladora, obstaculiza la relación con los demás.
En otro ensayo, Slepian sugiere que el secreto es inherente a lo humano. Es un estado del ser. No guardamos secretos, sino que los tenemos. El secreto formaría parte de lo intransferible que es la soledad humana.
Economía de la confidencia
Un posible punto de partida puede ser este: el secreto no existe antes de ser confesado. En el paso del secreto puro al secreto compartido algo se devalúa. Una economía se pone en funcionamiento.
Quien comparte una confidencia, no sólo devalúa la información que permanecía oculta: se devalúa a sí mismo al vulnerar algo que permanecía en el fuero de lo privado. Entra en juego la complicidad entre emisor y receptor. Friedrich Nietzsche escribió que confesar la propia falta a otro, nos ayuda a olvidarla, pero a este costo: que el otro no la olvida.
Confidencia y curiosidad
La confidencia se corresponde con la ansiedad de saber. Hay un hambre de confidencia extendida en el mundo. El deseo del que cuenta y el apetito del que escucha pueden llegar a ser inseparables. Riesgosa alianza: el emisor se pone en manos del receptor. El receptor puede actuar contra el emisor repitiendo lo que ha escuchado. Ambos ingresan en territorio complejo. El receptor adquiere un compromiso: mantener el estatuto de confidencia.
Ciertos secretos alteran nuestro vínculo con cuanto nos rodea. El temor a ser descubierto o decir una frase que resulte reveladora, obstaculiza la relación con los demás
Pero las garantías de que la confidencia no continuará circulando ya no son las mismas. El secreto pugna por saltarse los límites. La confidencia contiene una lógica interna: alcanzar a un próximo oyente. Quien da el paso siguiente, compartir con un tercero lo que ya no es un secreto, no hace más que repetir lo hecho por el primer emisor. El que repite una confidencia puede justificarse: lo digo para que se sepa que el primero no cumplió con el deber del silencio.
Hay un goce de la confidencia. Una erótica. Por ejemplo, la de administrar el secreto en cuotas. También una teatralidad: el confidente justifica su acción por razones morales. En ese caso, el receptor debe mostrarse escandalizado. Hay una gestualidad, un cambio en el tono de la voz. Puede ocurrir que la atmósfera de la confidencia sea más significativa que el contenido. Ese eros explica por qué retener una confidencia es un desafío al carácter.
El oyente: un elegido
El receptor ha sido elegido. Hay confidencias que sólo pueden compartirse con determinados destinatarios. Cuando el confidente se dispone a realizar su tarea, reconoce en el otro una cualidad: tiene lo necesario para escuchar lo que viene. El peor de los farsantes es aquel que crea esta atmósfera para inventar una falsa confidencia, una acusación, una historia que burla la realidad y la relación entre confidente y receptor. El solitario es, a la vez, contrafigura del confidente y del receptor. Se le presupone portador de secretos que no compartirá nunca. Por lo tanto, tampoco parece alguien dispuesto a escuchar secretos de otros.
El más notable de los elegidos es aquel al que se llama para escuchar una confidencia liberadora. La escena clásica es esta: en su lecho de muerte, el viejo patriarca llama al mayor de sus hijos y le cuenta la verdad. Aquí tiene lugar otra operación: el secreto resulta un símbolo capaz de ungir, de rodear de un aura de confiabilidad al elegido.
El confidente y el indiscreto
El indiscreto es un simulador. Incapaz de contenerse, disemina los secretos como si fueran no más que gestos torpes, producto de su carácter espontáneo. Al contrario del confidente, no crea una atmósfera, sino que irrumpe en ella. La perturba. El indiscreto tiene esta desagradable capacidad: ruboriza a quien no quiere escuchar confidencias. O, como ocurre en el teatro: cuenta algo que otro de los presentes guarda celosamente. El oponente del indiscreto es el pudoroso.
En una narración de Arthur Schnitzler, hallamos esta escena: Valerie, una mujer joven, padece en silencio un amor no correspondido. Nada dice. Tiempo después, enferma y, envuelta por la fiebre, confiesa el origen de la tristeza a su hermana.
La tarde en que se levanta de la cama, sale del cuarto. Al aproximarse a la sala, escucha cómo su hermana le cuenta al caballero en cuestión, con frases rimbombantes y gestos ampulosos, el amor que ella siente por él. Entonces Valerie lo entiende: su sentimiento no es transferible. La hermana lo ha ensuciado de palabras y gesticulaciones que pervierten los sentimientos. El secreto ha sido deformado por una narratividad que no es la suya.
El tiempo del secreto
No es necesario explicarlo: la tradición cristiana establece un vínculo indeleble entre arrepentimiento y confesión. La idea se dirige al núcleo que subyace en todo secreto: si debe permanecer como tal o debe ser liberado. La confesión resulta así un dispositivo de ingenio: promete que, al liberar el secreto de su silencio, el espíritu obtendrá una ventaja: el rostro levantado, la mirada franca.
Los secretos tienen un tiempo: el tiempo que dura la vida de su portador. Después de la muerte, el secreto deja de serlo y se convierte en una verdad que había permanecido oculta. Pierde la magia que tiene el secreto revelado por la voluntad de su portador.
Una idea perturbadora es la de los secretos que nuestros mayores se llevaron a la tumba. Esto parece un tópico, pero no lo es. Una pregunta agobia al duelo: si el silencio de los secretos pesaba en el ánimo del fallecido. Nos preguntamos si hicimos las preguntas pertinentes, en aquellos momentos en que hubiese sido posible obtener una respuesta. Esos secretos perdidos, perdidos para siempre, no cesan nunca de interrogarnos.