Rogelio Núñez (ALN).- Andrés Manuel López Obrador es un dirigente con múltiples caras: en estos 10 meses de gobierno se ha mostrado, a la vez, pragmático e inflexible; revolucionario y ortodoxo; adanista y continuista. Desea dar la vuelta a México como un calcetín, pero, a la vez, se esfuerza en mantener los equilibrios. Si bien es verdad que la gestión del Ejecutivo mexicano va a estar marcada por la ortodoxia, también lo va a estar por el voluntarismo y la ausencia de reformas estructurales.
Andrés Manuel López Obrador es un dirigente con múltiples caras: en estos 10 meses de gobierno se ha mostrado, a la vez, pragmático e inflexible; revolucionario y ortodoxo; adanista y continuista. Desea dar la vuelta a México como un calcetín pero, a la vez, se esfuerza en mantener los equilibrios. Como bien señala Leo Zuckermann en el diario Excelsior, “en México, en estas épocas de la Cuarta Transformación, domina un solo comunicador en el mensaje gubernamental: el presidente López Obrador. Es el que indudablemente lleva la batuta comunicativa. Y, como sabemos, cada día dice muchísimas cosas y, desde luego, a menudo se contradice. No importa porque cada audiencia está escuchando lo que quiere escuchar y actuando en consecuencia”.
Con motivo de la reciente presentación por parte de la Secretaría de Hacienda mexicana de la propuesta del Paquete Económico 2020 todas estas contradicciones han vuelto a salir a la superficie: en este proyecto se deja traslucir que el gobierno de López Obrador seguirá por el camino de la disciplina fiscal y la ortodoxia. Y que no se deja seducir por la tentación populista.
Pero a la vez exhibe una contracara: si bien es verdad que la gestión del Ejecutivo mexicano va a estar marcada por la ortodoxia, también lo va a estar por el voluntarismo y la ausencia de reformas estructurales.
López Obrador, un sorprendente ortodoxo
En su arranque de gestión, López Obrador no ha sido, en el terreno económico, el populista derrochador que se temía antes de que ganara las elecciones de 2018. Como gran admirador de su antecesor Benito Juárez (1857-1873) y abanderado de la lucha contra la corrupción, el presidente mexicano ha apostado, por el contrario, por la “austeridad republicana” y por mantener los equilibrios macroeconómicos. Ya en su primer año estuvo acompañado por un secretario de Hacienda apegado a la ortodoxia, como Carlos Urzúa, y luego de la dimisión de este, el sustituto, Arturo Herrera, quien ha seguido por la misma línea.
De hecho, su gobierno ha protagonizado la mayor caída del gasto público desde la “crisis del Tequila” de 1994-95.
El primer año de gobierno, y también va a ser así el segundo, se ha caracterizado por los recortes y el redireccionamiento de las inversiones. Para 2019 el gasto se va a concentrar en “seguridad, en bienestar social y dentro del sector energético, en infraestructura de Pemex para lograr su reactivación”. López Obrador ha señalado que “el Presupuesto de Egresos 2020 se construyó bajo los principios de austeridad, eficiencia fiscal y tributaria. Vamos a refrendar el compromiso de no incrementar impuestos”.
Es cierto que López Obrador ha dejado cierto margen para la demagogia y el populismo en el inicio de su gestión: lo ha concentrado en sus “mañaneras” (sus diarias ruedas de prensa a primera hora del día) y en decisiones como la de la suspensión del aeropuerto de Texcoco.
Pero en general, ha tendido puentes con sus tradicionales enemigos y, en especial, con el sector empresarial. Carlos Slim, el dueño del Grupo Carso, fue clave para que se alcanzase un acuerdo entre el gobierno y las empresas privadas para renegociar la construcción de una red de gasoductos, proyecto que se encontraba paralizado. Slim fue el primero en llegar al acuerdo con la Comisión Federal de Electricidad (CFE), lo cual marcó la pauta para lograr los acuerdos posteriores con otros grandes empresarios.
En el mensaje presidencial del 1º de septiembre el presidente no dudó en reconocer la labor de Slim, así como la de Carlos Salazar, presidente del Consejo Coordinador Empresarial, y Antonio del Valle, presidente del Consejo Mexicano de Negocios. “Quiero hacer un reconocimiento al Grupo Carso y a Carlos Slim ya que fue el primero en llegar al acuerdo, esto marcó la pauta para lograr los acuerdos posteriores. Se logró por fin un acuerdo. Quiero señalar o subrayar que esto fue posible por la voluntad, disposición al diálogo de los empresarios”, declaró el mandatario mexicano.
La influencia de Herrera y del jefe de la Oficina de Presidencia, Alfonso Romo, están llevando a la administración de López Obrador por ese camino e incluso Herrera acaba de anunciar que la compañía estatal Petróleos Mexicanos (Pemex) otorgará 15 licitaciones a empresas entre noviembre de 2019 y junio de 2020 para exploración y extracción. Busca así que la inversión pública, de unos 4.400 millones de dólares en 2020, se iguale con la privada.
El voluntarismo
La ortodoxia económica y la reconciliación con el empresariado son dos de los grandes puntos a favor de López Obrador. Sin embargo, otros dos temas lastran su gestión: el excesivo voluntarismo del que hace gala el gobierno, y en especial el presidente, y la ausencia de reformas estructurales.
Hacienda ha reconocido la desaceleración de la actividad económica que padece el país, la cual achaca a la situación externa y “factores relacionados al ciclo económico”. Sin embargo, el gobierno minimiza no sólo sus erróneas decisiones sino, sobre todo, la ausencia de reformas.
El voluntarismo y las excesivas expectativas provienen de que el gobierno está pronosticando un crecimiento del PIB en 2020 de entre el 1,5 y el 2,5%. Coincidente con el Banco de México, pero por encima de lo que opinan los especialistas encuestados por el banco central que sitúan el crecimiento del año que viene en el 1,4%. Además, el Ejecutivo prevé que el precio del barril de petróleo suba de 55 dólares en 2019 a 58 dólares al cierre del 2020 sin prever que se puedan dar otros escenarios en los que el precio podría caer. Marcelo Delajara, especialista en crecimiento económico y mercado laboral del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), cree que “los comportamientos de esas dos variables están subestimados en el Plan de Negocios de Pemex, y si eso se traslada al Paquete Económico sin un análisis más profundo de escenarios y de probabilidades de ocurrencia, los planes que se hagan estarían muy sujetos a revisión muy pronto”.
Asimismo, la promesa de superávit primario es del 0,7% del PIB para 2020, lo cual, de cumplirse, hará realidad la promesa de AMLO de no incrementar el endeudamiento del país. Pero para conseguirlo debe existir un crecimiento del 2% anual. Si, como parece previsible, la economía no crece a ese ritmo, habrá recortes del gasto público para cumplir con el superávit fiscal. De hecho, el bajo crecimiento de la actividad económica podría llevar a México a una situación compleja en los próximos dos años. La agencia calificadora Moody’s señala que “si las cosas continúan como van hasta ahora, 2021 puede ser un año más difícil, más crítico, por la acumulación de bajo crecimiento y de recortes a un presupuesto ya de entrada relativamente austero porque en México el tamaño del gobierno es pequeño”.
El voluntarismo no sólo se refiere a las previsiones sino también al mensaje que lanza el Ejecutivo y su máximo representante. “Vamos muy bien en lo económico”, es el constante discurso de López Obrador y que contrasta con la terca realidad que trasmite su propio banco central. Banxico recortó este mes de septiembre sus expectativas de crecimiento para este año: el Producto Interno Bruto se expandirá entre el 0,2 y el 0,7%, lo que supone su cuarto recorte trimestral consecutivo. En abril, Banxico situaba el incremento del PIB entre 0,8 y 1,8%; en noviembre colocaba la expansión entre el 1,1 y el 2,1%. Para 2020 ha habido un recorte: del 1,5% al 2,5% por debajo del pronóstico anterior que estaba entre el 1,7% y el 2,7%.
Atado al futuro de Pemex por ausencia de reformas estructurales
Para que México reanude la senda del crecimiento necesita no sólo que se calmen las turbulentas aguas internacionales (la guerra comercial entre China y EEUU, las incertidumbres sobre el Brexit, etc.) sino que además se lleven a cabo reformas estructurales. El gobierno de López Obrador ha dedicado su primer año a acumular y resguardar su capital político y a “ordenar la casa” pero ha dejado pasar un tiempo precioso (cuando mayor legitimidad acumula) para poner en marcha las reformas más necesarias que son, a veces, las menos populares.
El académico Luis Rubio señala, en América Economía, que “la estrategia presidencial ha sido muy clara: concentrar y consolidar su poder. Su expectativa es que, al recrear el esquema de la presidencia fuerte de hace medio siglo, la economía automáticamente responderá. La realidad ha probado ser muy distinta: la inversión privada se ha contraído y la economía se ha desacelerado, con alta probabilidad de entrar en recesión. Para contrarrestar esta tendencia, el gobierno ha promovido mensajes por parte de empresarios cercanos, incitando la reactivación de la inversión. El objetivo es loable, pero inconsistente con el entorno en que ocurre. El ingrediente nodal para lograr el crecimiento de la economía es la inversión privada. Así lo entiende el gobierno y por eso su activismo promocional; lo que estas iniciativas no reconocen, es que no hay inversión porque, al atemorizar al inversionista, impiden que ésta se materialice. El problema no radica en la lógica del empresario -obvia y absolutamente predecible- sino en el ímpetu gubernamental por hacerla imposible al aterrorizar a los potenciales inversionistas”.
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Por el momento, desde la Administración las únicas medidas, positivas y necesarias pero insuficientes para reactivar el crecimiento, han sido el recorte de tipos y el rescate a Pemex. En agosto Banxico decidió bajar la tasa de referencia ante la posibilidad de una recesión global y para reactivar la economía: se redujo la tasa de interés interbancaria a un día en 0,25 puntos porcentuales hasta el 8%, respondiendo a la disminución de tasas de la Reserva Federal de Estados Unidos a un rango entre el 2% y el 2,25%.
Mucho más trascedente y con características estructurales ha sido el plan de salvataje para Pemex. Una medida necesaria para recuperar la credibilidad externa del país y clave para un gobierno que mira a los ingresos de la petrolera como su tabla de salvación para obtener recursos financieros. En realidad, sin Pemex no hay un futuro para México y mucho menos para el actual gobierno.
La firma energética, la más endeudada a escala mundial, está lastrada por una deuda superior a los 100.000 millones de dólares. El gobierno no ha dejado de lanzar medidas para contribuir a su salvación: ha inyectado 5.000 millones de dólares para hacer frente al calendario de pagos a corto y medio plazo y ha promovido una rebaja de la carga fiscal que recae sobre la petrolera y nuevas aportaciones de capital para cubrir los vencimientos de deuda en 2020. La última muestra de respaldo ha sido el propio Presupuesto para 2020, en el que el Gobierno mexicano amplió en un 8,8% los recursos anuales destinados a la empresa.
El porvenir del gobierno de López Obrador aparece atado al futuro de Pemex por dos razones. En primer lugar, porque en el Paquete Económico de 2020, el Ejecutivo cifra en la recuperación de Pemex la sostenibilidad de su proyecto: espera que la producción de crudo aumente en un 17% y eso incremente los ingresos en las arcas públicas. Pero tal aumento de la producción no se ha producido desde los años 90 –y en especial en la última década-, por lo que la sombra de un exceso de voluntarismo pende sobre este proyecto.
En segundo lugar, Pemex se encuentra en el foco de las agencias de calificación (Fitch ya han degradado su calidad crediticia a bono basura y Moody’s ha alertado sobre su “preocupación” por la situación financiera de la petrolera), lo cual provoca que la sombra de una rebaja adicional golpee no sólo sobre Pemex sino sobre el propio bono soberano mexicano. Como bien sintetiza en el diario El País José Luis de la Cruz, director del Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico, “si Pemex pierde la calificación, detrás va el Estado”.
Si en 2020, el gobierno no consigue que la economía mexicana crezca en un promedio de 2% como proyecta en el Paquete Económico, las finanzas públicas quedarían muy expuestas y con un alto grado de vulnerabilidad: los ingresos serían menores y los ahorros insuficientes para cubrir las necesidades de gasto. En especial, si como todo indica la producción de Pemex está sobredimensionada y las inversiones privadas no acaban de arrancar. La Secretaría de Hacienda y Crédito Público contempla una producción de 1,95 millones de barriles diarios, un incremento de 13% respecto a lo esperado para el cierre de 2019. Pero si la producción no crece tanto como se espera, las metas de exportación y refinación parecen incompatibles.
María Antonia Casar explica que “lo que más preocupa es el subejercicio del primer semestre de 2019 por 197 mil millones y la disminución en el gasto de inversión estimado en el Presupuesto de Egresos de 2020. El capítulo 6000 (Obra Pública) decrece en términos reales 17 mil 800 millones de pesos o 4,7 por ciento. Si se piensa crecer al 2% como dicen las previsiones de Hacienda para 2020, la apuesta de crecer al 2% recaerá en los empresarios, quienes han prometido invertir 32 mil millones de dólares. La apuesta es arriesgada. La inversión privada en México disminuyó 7.4% en el primer semestre y hasta el momento no se ven condiciones para el optimismo”.
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Así pues, la buena voluntad y la ortodoxia no valen de nada si el gobierno de México no sigue una senda de cambios, transformaciones y reformas estructurales. Unas reformas estructurales que para ser efectivas deberían tener cierto grado de continuidad con respecto a la gestión de Enrique Peña Nieto, sobre todo en sus dos primeros años (2012-14) y eludir los típicos vaivenes y bandazos. Y esto se perfila complejo dado que López Obrador ha llegado enarbolando un mensaje contrario al de su predecesor y con ambiciones refundacionales.
“Lo impactante de México es que el país progrese a pesar de la propensión gubernamental a reinventar la rueda cada seis años. Lo que no es tan impactante o difícil de dilucidar es la razón por la cual problemas ancestrales como la pobreza y el rezago cada vez mayor que experimenta el sur del país persisten. El país avanza a pesar del gobierno y, al mismo tiempo, el gobierno hace muy difícil que el conjunto del país salga de los círculos viciosos que resultan de la falta de continuidad de los programas y políticas públicas”, concluye Luis Rubio.