Pedro Benítez (ALN).- A lo largo del año en curso, Venezuela recordará tres acontecimientos que contribuyeron decisivamente a moldear su presente: 30 años de los dos intentos de golpe de Estado militar contra el expresidente Carlos Andrés Pérez, y 20 de los sucesos de abril de 2002 (golpe de Estado incluido), que sacaron por 48 horas del poder al también ex presidente Hugo Chávez.
Con la comodidad que da el tiempo, se puede afirmar, sin riesgo de estar demasiado alejado de la verdad, que en aquellos hechos quedó retratado el profundo desprecio que por la democracia y las formas republicanas de gobierno han tenido buena parte de las élites políticas, económicas e intelectuales de este país. En esos sucesos se puso de manifiesto su característica principal: la irresponsabilidad.
Para enero de 1992, Venezuela se venía recuperando (rápidamente) del duro ajuste económico de 1989 y de la profunda crisis social en la que había caído el país ese año. Según los datos del Banco Central de Venezuela (BCV) y el Instituto Nacional de Estadística (INE), la inflación, el desempleo y la pobreza tenían 24 meses seguidos en franca disminución. Con una variación positiva de su PIB de 9,7%, Venezuela fue el país que más creció en el mundo entero, solo por detrás de China.
Como se sabe, Carlos Andrés Pérez se embarcó en un audaz y controversial plan de reformas económicas, que tenía el ambicioso propósito de cambiar radicalmente el modelo de desarrollo que había tenido el país casi desde el inicio de su etapa petrolera. Esas reformas pretendieron corregir, incluso, muchas de las políticas que el propio Pérez había hecho en su primera administración (1974-1979).
Desmontar todo el mastodóntico Estado venezolano, típico de la política de sustitución de importaciones latinoamericana, con su maraña de regulaciones, controles, subsidios, aranceles y licencias de importación, a la sombra de los cuales crecieron enormes grupos de intereses, generó una lógica resistencia por parte de los afectados que, haciendo uso de su acceso algunos medios de comunicación a su servicio, disfrazaron la defensa de sus privilegios particulares como resistencia popular.
Sin embargo, contrario al relato que entonces se impuso, y que desde 1999 se hizo oficial, Pérez no era un mandatario particularmente impopular. Según un estudio de opinión de la agencia Datanálisis, su aceptación en diciembre de 1991 era del 47%. Una cifra que la mayoría de los presidentes latinoamericanos de hoy en día envidiaría.
No obstante, su programa de reformas encontró muchos obstáculos en el Congreso, incluso de su propio partido, Acción Democrática. Pero nada distinto a lo que es propio de una democracia. Lo impropio fue lo que ocurrió el 4 de febrero de 1992 y la orgía de autodestrucción institucional en la que Venezuela fue sumergida desde ese día.
Un presidente democráticamente elegido, que siempre procedió apegado a la Constitución vigente, que además se caracterizaba por su amplitud personal y su tolerancia a la crítica, fue intentado derribar del poder por medio de un acto de violencia. Ese día todos los demonios de la historia venezolana reaparecieron y nos acompañan hasta hoy.
«Militares felones»
Curiosamente, eso se vio más claro fuera de Venezuela que dentro del propio país donde, con contadas excepciones, la asonada fue indirecta o directamente justificada. Lo que el historiador Manuel Caballero describió como “El alzamiento de los militares felones” se presentó como una gesta patriótica en una campaña de opinión pública que elevó a sus protagonistas a la categoría de héroes de la nacionalidad. Así nació el mito del chavismo. La elección presidencial de 1998 lo que hizo fue legitimarlo democráticamente.
En una inversión insólita de valores, el presidente víctima del golpismo fue presentado como el victimario y, como tal, sería condenado y destituido, luego de haber sobrevivido a una segunda asonada. La mayoría de los dirigentes de los grandes partidos de la época, unos actuando por ambición y otros por cobardía (como suele ocurrir en ese tipo de situaciones) concluyeron que había que lanzar a Pérez a los leones para salvarse ellos, con lo cual liquidaron el régimen político nacido en 1958.
La crónica de una élite que se suicidó. No vieron, o no quisieron ver, que no se buscaba destruir a Pérez; se buscaba destruir la democracia. El expresidente Hugo Chávez fue sencillamente el sepulturero de un régimen que ya había muerto.
Pero la historia no paró allí, porque básicamente los mismos personajes y los mismos factores de poder que conspiraron para derribar a Pérez en 1992, apoyaron la candidatura de Chávez en 1998. Y en 2002 se coligaron nuevamente para intentar repetir con este último lo que habían hecho diez años antes.
El «Carmonazo»
Con el «Carmonazo» del 12 de abril de 2002 se tiró por la borda todo un legítimo movimiento de protesta ciudadana contra un gobernante cada vez más arbitrario y abusivo, que ya dejaba ver (aunque su intento golpista del 92 era suficiente presagio) su vocación autoritaria. El golpe de Estado de Pedro Carmona Estanga no fue contra Chávez, que a fin de cuentas ya estaba caído; fue contra las formas de la democracia y, por lo tanto, contra la democracia misma.
Un insólito espectáculo de auto juramentación y disolución de todos los poderes públicos, carente de todo sentido común, que sirvió de pretexto para la reacción de un sector militar que devolvió a Chávez al poder y lo convirtió de un autócrata en formación en una víctima de grupos reaccionarios, intolerantes y golpistas. Nuevamente la inversión de los roles. La oposición venezolana pasó más de una década para poder lavarse del desprestigio internacional en el cual cayó.
Fue la suma de todos los errores.
Entre los sucesos de 1992 y la abstención por parte de la oposición en las elecciones parlamentarias de 2005 se puede establecer un hilo conductor donde prevaleció la improvisación, la irresponsabilidad y la falta de sentido de nación en la sucesión de erráticas decisiones que le facilitaron a Chávez consolidarse en el poder.
Por su parte, en la polarizada Venezuela sometida a la hegemonía chavista, el relato oficial se permite celebrar, sin pudor alguno, las dos intentonas golpistas de 1992 contra un gobierno legítimamente democrático usando el eufemístico lenguaje leninista de “rebelión militar”, mientras que un mismo tiempo condena el golpe del 12 de abril de 2002.
El olvido opositor
Por su parte, desde el otro lado de la talanquera política se recuerda el origen golpista del chavista, pero se quiere borrar de la memoria el espectáculo del denominado “Carmonazo”, cuando no responsabilizar en exclusividad al hoy fallecido general Raúl Isaías Baduel de su fracaso.
Sin embargo, la inquietante verdad es que, con una década de por medio, tanto 1992 como 2002 fueron señales muy potentes de que algo demasiado mal ocurría con la clase dirigente venezolana. Chávez y su principal asesor, Fidel Castro, supieron sacarle partido con creces.
La consecuencia más trágica de esta etapa de la vida nacional venezolana fue la determinación por parte de Nicolás Maduro como presidente de no aplicar en 2013 o en 2014, el ajuste que necesitaba la economía a fin de corregir los gravísimos desequilibrios que le dejó su antecesor. Atrapado por el relato oficial que condenaba el “ajuste neoliberal” de 1989, contra el que supuestamente se había hecho el “alzamiento militar” del 92, y comprometido con defender el legado, dejó que Venezuela se convirtiera en el primer exportador importante de petróleo en caer en hiperinflación, sumiendo a millones de venezolanos en la miseria y a otros millones forzándolos a abandonar la tierra donde nacieron.
Sin que se puedan equiparar responsabilidades, puesto que la principal es de quienes han tenido durante dos décadas todo el poder y recursos de sobra para tomar todas las decisiones, es inevitable pensar que muchas de las conductas erráticas de la oposición democrática venezolana tienen raíces profundas que hay que identificar y combatir.
Tres décadas contra el sentido común
No es que sirva de consuelo, pero el venezolano no es un caso exclusivo de insensatez colectiva reiterada. Así, por ejemplo, las élites y los pueblos de la civilizada Europa de 1914 marcharon el verano de ese año con alegría y entusiasmo a esa gigantesca catástrofe que fue la Primera Guerra Mundial.
Venezuela tiene tres décadas peleando contra el sentido común. Evadiendo hacer y actuar tal como indican las evidencias y la razón. No hay atajos para salir de su actual situación política (Maduro vete ya) ni para recuperar milagrosamente su economía (dolarizar).
Sin embargo, pareciera que al final del túnel hay una tenue luz de esperanza con la aparición de sectores políticos y empresariales que, luego de la devastación en los años recientes, dan señales de estar dispuestos a aprender las lecciones de estas tres décadas perdidas y actuar en consecuencia.