Pedro Benítez (ALN).- Con los salarios escandalosamente más bajos del hemisferio occidental, el otrora vigoroso movimiento sindical venezolano brilla por su extrema debilidad. No por su ausencia, porque, pese a todo, persisten los grupos y dirigentes que en condiciones muy adversas se resisten a entregar su causa.
Sin embargo, empujada a la economía informal (“emprendimientos” para resolverse) o la emigración masiva, la clase trabajadora venezolana se encuentra, desde todo punto de vista, desamparada. De aquel sindicalismo que se abrió paso desde los campos petroleros y pequeñas fábricas en los años veinte y treinta de siglo pasado; que dio su aporte al complicado alumbramiento de una sociedad más plural a partir de 1936; que heroicamente enfrentó la dictadura militar de los cincuenta; que en la siguiente década, en medio de la lucha armada, logró sobreponerse al duro enfrentamiento interno entre adecos y comunistas apelando a la solidaridad de clase, como la bautizaron sus protagonistas; que se medía de tú a tú con Fedecámaras; frente al cual todo los presidentes y jefes políticos preferían negociar; cuya principal central, la Confederación de Trabajadores de Venezuela (CTV) le hizo dos paros generales al mismo Gobierno del cual la mayoría de sus dirigente compartía filiación partidista; y que fue la única fuerza de calle y alcance nacional que se enfrentó a Hugo Chávez durante sus primeros años de poder; de todo aquello, sólo quedan los restos de un naufragio. Para intentar ser justos, el movimiento sindical ha tenido el mismo destino de la sociedad venezolana que durante estos años de la autodenominada “revolución bolivariana” ha sido social, económica, política y hasta emocionalmente fracturada.
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El sindicalismo venezolano ha sido víctima de tres enemigos que en los últimos tres lustros le han atacado simultáneamente: la cooptación por parte del Gobierno; la persecución política, judicial y policial de los que no se han sometido; y, en paralelo, de la sistemática destrucción del aparato productivo del país.
Esto último es clave para comprender lo que ha ocurrido con ese sector. Para los sindicatos las empresas son como el agua a los peces, sin ellas no existen. Eso explica que los que todavía perviven autónomamente en las pocas empresas privadas “grandes” (insistamos en las comillas) que ha sobrevivido en Venezuela, sean los más interesados en que las mismas sigan siendo viables, en manos de sus dueños y que no caigan en manos del Estado chavista. Esos trabajadores se miran todos los días en el espejo de sus compañeros de otras empresas que en años pasados fueron expropiadas u ocupadas por el huracán revolucionario con la promesa del control obrero; esa gran estafa que, a los gritos asamblearios de “así es como se gobierna”, terminó siendo el control (más bien, el sometimiento) sobre los obreros y sus sindicatos por parte de la burocracia del Partido/Estado.
Intimidación
Muchos de los trabajadores que proferían esa consigna, en los actos de expropiación de las diversas plantas e instalaciones que se transmitían gloriosamente por medio de las cadenas de radio y televisión nacional, hoy se encuentran a “disposición administrativa” en la calle, cobrando la mitad sus salarios, a modo de un miserable subsidio al desempleo. Otros, sencillamente, se han trasladado a vender sus fuerza de trabajo a Colombia, Chile o Perú.
No es que el pequeño núcleo de trabajadores formales que laboran en las escasas empresas privadas venezolanas se encuentren en una situación idílica. Para nada. Sus salarios en dólares siguen estando entre los más bajos de esta parte del mundo (aunque han mejorado a lo largo de los últimos meses); pero al menos, tiene un patrón al que pueden presionar con cierta efectividad.
Ese no es el caso de los que laboran en las empresas del Estado bolivariano. En algunas ocasiones se les tolera algún alboroto de calle, pero la única respuesta efectiva que reciben sus dirigentes es la represión o la intimidación por parte del aparato de represión.
Una paradoja constatada a lo largo del siglo XX es que en los países del llamado “socialismo real” a los obreros no se les permitía hacer huelga o reclamar, pues todas las empresas estaban controladas por regímenes políticos que decían gobernar en nombre de esos mismos obreros. Hacerlo implicaba una traición. Pues bien, el chavismo trasladó esa lógica a las condiciones venezolanas que han consistido, en la práctica, en la destrucción de los centros de trabajo (esto sí que ha sido una novedad histórica).
“Presidente, usted es nuestro caporal, mande”
Luego de quebrarle el espinazo a la CTV, que salió mal parada del paro de diciembre/enero de 2002/2003, y del exilio de Carlos Ortega, Chávez retomó su proyecto de crearse una estructura sindical bajo su égida. No una poderosa central obrera que, como aliada, fuera una correa de transmisión entre los trabajadores y el Gobierno con la que tuviera que negociar. Algo así como la relación que en otra época existió entre los sindicatos y los partidos socialistas de Europa Occidental; o entre el peronismo y la CGT en Argentina; o, para no irnos más lejos, la cohabitación entre el todo poderoso buró sindical de Acción Democrática que controlaba la CTV, y que sin su apoyo nadie podía ser candidato presidencial de ese partido. Tampoco el ex comandante/presidente tenía en la cabeza una relación corporativa tipo el PRI mexicano de sus años de partido único en ese país.
Su punto de vista estaba totalmente reñido con el principio de la autonomía sindical. Una concepción que se puede resumir en la frase que alumbró el nacimiento la Central Bolivariana de Trabajadores (CBT) en 2011: “Presidente, usted es nuestro caporal, mande”.
No es que el sindicalismo previo de la CTV fuera un dechado de virtudes. Pero ocurrió como con tantas otras cosas en Venezuela, se aprovechó de la crítica legítima y de la necesidad de depurar instituciones para impulsar un proyecto de control total de la sociedad.
«Lo que diga Nicolás»
De ahí hemos pasado a “Lo que diga Nicolás”, otra consigna bastante vergonzosa, pero que caracteriza a un grupo de funcionarios oficialistas a sueldo del Estado que a estas alturas deberían denominarse como Central Oficial de Esquiroles.
Porque, paralelamente a eso no han faltado los esfuerzos por crear un sindicalismo autónomo, tanto de la agenda política opositora, como independiente del oficialismo, como el Movimiento de Solidaridad Laboral, el Frente Autónomo en Defensa del Empleo, el Salario y el Sindicato, y la Unidad de Acción Sindical y Gremial. No obstante, todos se han estrellado ante la realidad socioeconómica nacional, ante la estrategia del “control obrero” que con la promesa de poner a los trabajadores a dirigir las fábricas terminó por purgar y someter a los obreros con la complicidad de los dirigentes de la citada Central oficialista. Esto siempre acompañado de la eficaz represión de la policía política.
Pocas veces el sindicalismo venezolano ha sido tan perseguido y tan hostigado.
La intromisión del Estado en el movimiento sindical venezolano
Por un lado se ha creado toda una legislación que permite la intromisión del Estado en las elecciones de los sindicatos; justifica la paralización de las negociaciones colectivas al limitar el derecho a huelga aplicando la Ley Orgánica de Seguridad de la Nación, o para proteger el sector agroindustrial; y equipara el agavillamiento con el derecho a la organización de una protesta.
Así tenemos que, según un reporte de Efecto Cocuyo, hay al menos 50 sindicalistas detenidos en los calabozos del Dirección General de Contra Inteligencia Militar (Dgcim), de la Policía Nacional Bolivariana (PNB), y del Sebin, o con órdenes de casa por cárcel, o sometidos a diversos procesos judiciales, por hacer lo hace cualquier sindicalista en un país libre: participar y organizar protestas por mejores salarios.
Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo el sindicalismo venezolano debería, luego todo lo ocurrido, hacerse una profunda reflexión de cómo se llegó a una situación en la cual es víctima del gobierno de un “presidente obrero”.