Pedro Benítez (ALN).- En mayo de 1981, el premio Nobel de Economía Friedrich von Hayek visitó Caracas. En esa ocasión, el periodista venezolano Carlos Rangel le realizó una entrevista que fue publicada en junio de ese mismo año en el diario El Universal y posteriormente en su libro El Tercermundismo, de 1982.
En ella, Rangel, haciendo de abogado del diablo, le recordaba a Hayek que en 1959 había afirmado de manera tajante (en La Constitución de la Libertad) que “en Occidente, el socialismo ha muerto” y sin embargo, en ese 1981, Francia acababa de elegir presidente a Francois Miterrand con un clásico programa socialista. No solo eso, sino que, además, argumentaba el venezolano, la mayoría de la población de los países capitalistas no parecía darse cuenta que la prosperidad y bienestar que disfrutaban se debía, precisamente, a ese sistema.
¿No había incurrido el célebre economista austríaco (desde su punto de vista) en un exceso de optimismo? Le interrogaba Rangel.
Diez años después de aquella conversación, efectuada en Caracas y, contra todo pronóstico, el campo socialista europeo se derrumbó. Para entonces, China, India, Vietnam y los países africanos habían desertado de aquel proyecto económico y social que por algún momento pareció el futuro de la humanidad. Solo le sobrevivirían, como parques temáticos del horror, Cuba y Corea del Norte. Todo indicaba que Hayek había tenido razón al expedir por adelantado su acta de defunción.
Venezuela, otro intento socialista
Sin embargo, por esos extraños meandros que tiene la historia, quiso el destino que fuera precisamente en Venezuela donde un líder populista, respaldado por una descomunal renta petrolera, se propusiera llevar al país al socialismo. O, al menos, volverlo a intentar.
En 2006, luego de su abultada reelección el presidente Hugo Chávez les propuso claramente a los venezolanos llevarlos al socialismo. La tierra de Simón Bolívar parecía señalada para salvar a la humanidad de los horrores del capitalismo que amenazaba con destruirla en nombre de la codicia. En 2005, había hecho suya la expresión Socialismo del siglo XXI, con la que bautizó a su proyecto político. Para entonces, tenía varios años fustigando al neoliberalismo y haciendo paternales reflexiones públicas sobre la condición humana, destacando aquella según la cual “ser rico es malo”.
El ex comandante/presidente tenía un modelo a seguir: la Cuba castrista. Ese era su mar de la felicidad. Pero a diferencia de la empobrecida isla, su país disponía de inagotables reservas de oro negro en su subsuelo para financiar tan ambicioso proyecto. Desde Europa, Estados Unidos y el resto de América Latina, todos aquellos intelectuales y políticos que se sentían huérfanos desde el colapso del denominado socialismo real miraron hacia Venezuela con entusiasmo y hasta delirio. El sueño de edificar una sociedad socialista que reemplazará al capitalismo seguía siendo posible. Además, había bastantes petrodólares para financiarlo. No sobra decir que este último detalle fue un incentivo material adicional del que varios sacaron su tajada.
¿Cuál socialismo?
¿Pero de qué socialismo se estaba hablando? De inmediato comenzó el debate, haciendo correr ríos de tinta y caracteres. Al respecto, emergieron dos definiciones de socialismo, que si bien no son únicas, sí han sido las tradicionalmente aceptadas:
1) Los medios de producción en manos de los productores. Esta es la clásica definición sustentada en la creencia acuñada por Karl Marx, según la cual los verdaderos productores son los trabajadores. Los burgueses (léase empresarios) se apropian, o parasitan, de la plusvalía de su esfuerzo. Esta vendría siendo, siempre según Marx, la esencia de la explotación o acumulación capitalista.
2) Los medios de producción en manos del Estado (en nombre de la clase trabajadora) y la planificación central de la economía en reemplazo del mercado asignando los recursos. Esta era la definición al que se acogía Hayek y que, a fin de cuentas, fue la única práctica concreta que se realizó en los llamados países socialistas.
El expresidente Chávez, según confesó en varias ocasiones, se entusiasmó con la primera definición. No obstante, es probable que nunca comprendiera de qué se trataba, pues no hay registro de que se detuviera a considerar, por ejemplo, cómo aquella concepción de las relaciones económicas podrían explicar el funcionamiento de la industria petrolera, de la cual el Estado venezolano era el propietario y cuyos “excedentes” no provenían de alguna supuesta explotación de sus trabajadores, sino de la dinámica del mercado mundial de hidrocarburos.
Contradicción y ausencia de fundamento
Sin embargo, con esa prominente contradicción, y ausencia de fundamento, arrancó el Socialismo del siglo XXI. Aquel cóctel de gasto público desorbitado, expropiaciones de empresas privadas, subsidios masivos, controles de precios y de cambio, fomento de consejos comunales, comunas autogestionarias, fundos zamoranos y hasta ensayos de trueques para el intercambio de mercancías, le hubiera parecido a Friedrich Hayek un curioso, disparatado y alarmante experimento.
Superando los peores pronósticos de los más escépticos, ese monumento a la estupidez humana que fue el Socialismo del siglo XXI pavimentó el camino del que fuera el mayor exportador de petróleo del continente americano a la ruina.
Luego de haber hecho de Venezuela el único exportador importante del oro negro en caer en hiperinflación, el madurismo/chavista viene de regreso, dándole la razón a la profética afirmación del citado nobel de economía austriaco. El socialismo ha muerto. Eso sí, en este caso, a su manera.
Parafraseando al ex ministro argentino Domingo Cavallo, en Venezuela se pasó de un socialismo sin planificación a un capitalismo sin mercado.
El socialismo del siglo XXI, sepultado
Al cierre de este 2021, en Venezuela en la propaganda oficial ya no se habla del Socialismo del siglo XXI. Ni está ni se le espera. Del fundador e instaurador del régimen cada vez menos. Todos sus experimentos y promesas han sido sepultados con su memoria.
En medio de la miseria generalizada comienzan a florecer espacios de consumo gracias a la dolarización, la eliminación de facto de los controles de precios y el fin de la guerra al sector privado. Por cierto, los autos de alta gama que circulan por ciertas calles de Caracas y los bodegones bien abastecidos son una demostración palmaria de que el supuesto bloqueo no va tumbar a Nicolás Maduro ni es la excusa de sus fracasos.
La ortodoxa (y necia) izquierda chavista pasó años asegurando, contra toda evidencia (padecida por los venezolanos en sus carnes) que imprimir dinero no provocaba inflación. Fueron necesarios casi cuatro de hiperinflación para que Nicolás Maduro y su grupo descubrieran que es todo lo contrario. Según el Banco Central de Venezuela (BCV), y alguna fuente no oficial, el pasado noviembre la inflación venezolana fue de solo 8% mensual. Una cifra que anualizada provocaría una crisis en cualquier otro país, pero que para los venezolanos es un modesto alivio; logro conseguido por la drástica contención de la liquidez monetaria y facilitada por el colapso del gasto público en términos reales.
Venezuela no se arregló
Que esa estrategia, así como el suministro de dólares al mercado cambiario, sea sostenible es otro tema. Por los momentos, las detestadas teorías monetarias de Milton Friedman le van ganando a la izquierda chavista, tal como lo recordaba por estos días el profesor Humberto García Larralde (Del socialismo de reparto al ajuste neoliberal; El Nacional).
Por supuesto, nada de lo anterior quiere decir que “Venezuela se arregló”, como cierta conseja quiere instalar. El país tiene serios problemas institucionales y de infraestructura que son necesarios afrontar para recuperarlo de su postración.
Pero lo que sí quiere decir es que bajo la conducción de Maduro el chavismo ha ido enterrando todo el proyecto socialista de su predecesor.
Sepultado, junto con sus promesas. ¿Quién puede decir hoy en que Venezuela ser rico es malo cuando los nuevos ricos han triunfado?