Pedro Benítez (ALN).- Desde el 5 de julio de 1811 a esta parte, Venezuela ha tenido una historia nacional atormentada. En una lucha consigo misma, el precio de ser opositor al grupo de poder en turno se ha pagado con la cárcel, la persecución y los exilios. Y perder el poder ha implicado, por lo general, perder también el patrimonio y vivir en el ostracismo. Casi que, por una fatalidad del destino, la felicidad de unos venezolanos ha representado la desgracia de otros. La gesta de la Independencia, así como las guerras civiles del siglo XIX, consistieron básicamente en eso.
Notable excepción a esa triste tradición fueron los mejores años del régimen de la democracia representativa (1959-1999), donde gobernantes de distintos signos se alternaron pacíficamente en el ejercicio del poder público, con elecciones democráticas de por medio. Por primera vez en el devenir nacional, perder el gobierno no implicó tragedias personales.
Sin embargo, habría que hacer matizaciones en esta descripción, puesto que la primera de esas cuatro décadas estuvo marcada por la violencia política protagonizada por los grupos reaccionarios desafectos de ese imperfecto sistema; unos porque aspiraban al retorno del “gendarme necesario” (Gómez o Pérez Jiménez), otros porque anhelaban algo similar en nombre de la utopía revolucionaria (Fidel Castro). A partir del 4 de febrero de 1992, esas dos tendencias volvieron a coincidir y establecer lazos de colaboración.
Fue en el contexto de esa accidentada historia cuando se fraguaron los partidos políticos modernos que instauraron la democracia venezolana. Concretamente, en la etapa 1928-1958, donde se constituyeron como grupos de pensamiento y acción, sobrellevando cárceles, exilios, persecuciones y todo tipo de sacrificios personales. Visto en perspectiva, aquellos fueron años necesarios para los deslindes ideológicos y la maduración política.
De todos esos grupos destaca el que fue legalizado en 1941 bajo el nombre de Acción Democrática (AD), muy alejado, por cierto, en actitudes y aptitudes, de quienes hoy exhiben sus símbolos. Anteriormente autodenominado PDN, se organizó en la clandestinidad y tuvo un proceso de gestación tan lleno de incidencias como su posterior desarrollo. Fue un partido clandestino, luego legal, y posteriormente ejerció el gobierno de facto surgido del golpe de Estado del 18 de octubre de 1945; participó por medio de parapetos legales o con su nombre en las elecciones restringidas del periodo 1936-1944 y ganó de manera abrumadora las primeras libres y universales del país, en los años 1946 y 1947. Luego sería derrocado y objeto principal de la persecución bajo el régimen militar. Regresaría de las catacumbas con el aura del martirio de sus dirigentes para ganar las elecciones democráticas de 1958 y, durante los siguientes treinta años, sería el partido mayoritario. El clientelismo, las disputas internas, las crisis económicas y, en definitiva, el ejercicio mismo del poder, hicieron que su conexión con el pueblo que había representado se marchitara.
No obstante, que esto último no nos haga olvidar que en su etapa formativa fue un grupo político que le pasó de todo: fue oposición clandestina y legal; conspiró y ganó elecciones; fue gobierno de facto y elegido legítimamente; perdió el poder por un golpe de Estado y también por elección; y también lo recuperó. En el camino dejó regada la sangre de muchos de sus dirigentes presos, torturados y asesinados, así como la de muchos otros que fallecieron en el exilio sin volver a ver la tierra prometida de la libertad. Pero es así como se forjan los grupos humanos (políticos y religiosos) que han permanecido en el tiempo: construyendo una identidad acompañada de mitos. Es una constante.
Por supuesto, el citado es el caso más notable, pero no el único. Los demás grandes partidos venezolanos pasaron por circunstancias similares e igualmente dramáticas: Unión Republicana Democrática (URD) y Copei, así como el Partido Comunista (PCV) y sus derivados. Todos fueron partícipes del mismo proceso de formación de la democracia en el país, cada quien con mayor o menor éxito; todos sus dirigentes incurrieron (como AD) en errores; todos tuvieron sus presos, exiliados y torturados; y a todos les tocaron sus momentos de gloria y protagonismo.
A URD, en 1952 y 1963; a Copei, en la coalición de Puntofijo (1959-1963) y en 1968, en esa ocasión cuando fue el primer grupo opositor venezolano en llegar al comando del gobierno sin disparar un tiro; y al PCV, que también aportó su cuota de sangre sacrificada durante las dictaduras.
En cambio, y esto puede que sea de interés para el amable lector, los partidos organizados desde el Estado, aquellos que para su fundación y organización tuvieron a su disposición todos los recursos y ventajas posibles aportados por los recursos públicos, no sobrevivieron a la pérdida del mismo. Fue el caso del Partido Democrático Venezolano (PDV), fundado en 1943 y sucesor del característicamente denominado Partidarios de la Política del Gobierno. Brazo electoral de la administración del presidente Isaías Medina Angarita, reclutó a mucha de la gente más destacada que tenía el país por esos días, siendo, de lejos, el partido mayoritario en las elecciones municipales de 1944. Pero una vez desalojado del poder por el cuartelazo de 1945, no se volvió a reconstituir jamás, a diferencia de AD. Sus dirigentes se incorporaron a URD y Copei, apoyaron el régimen surgido del golpe del 24 de noviembre de 1948 o, ya en democracia, hicieron nuevas incursiones políticas. Otros volvieron a sus actividades privadas.
Otro ejemplo ilustrativo fue el Frente Electoral Independiente (FEI), constituido el 20 de junio de 1951 por los partidarios de la Junta de Gobierno que formalmente presidía Germán Suárez Flamerich. La finalidad manifiesta de esa agrupación era respaldar la posible candidatura presidencial del coronel Marcos Pérez Jiménez para las elecciones de 1952, y hasta recogieron firmas para tal fin. Sin embargo, esa elección presidencial no se efectuó; el gobierno de facto convocó comicios para elegir un Congreso Constituyente que normalizara la vida institucional del país. A tal efecto, se realizaron las elecciones del 30 de noviembre de 1952, con AD y el PCV proscritos y perseguidos. Incumpliendo la promesa de efectuar un proceso electoral justo, el FEI presentó candidaturas oficiales que contaron con todas las ventajas que el presupuesto nacional puede otorgar a un partido. Con el criticado estilo de los detestados partidos políticos, hizo campaña repartiendo cargos públicos, dinero, láminas de zinc y cobijas.
La Junta de Gobierno solo permitió que se presentaran URD y Copei. Desde la oposición clandestina (es decir, AD) se criticó a sus líderes, Jóvito Villalba y Rafael Caldera, por cohonestar (normalizar, se diría hoy) a la dictadura. Pero lo cierto del caso es que a ellos se les hostigó de todas las formas posibles y la cobertura de prensa de sus actividades fue estrictamente censurada. Ya sabemos: a ese tipo de gobiernos les gusta competir siempre cuando al adversario se le amarren los brazos y se le quiebre una pierna.
El desenlace de esa historia es suficientemente conocido: todas las evidencias indican que URD ganó ampliamente esa elección. Ante la derrota inesperada, la Junta bloqueó la publicación de los resultados finales y proclamó a Pérez Jiménez como presidente provisional del país. El espurio Congreso Constituyente se instaló sin URD y Copei, que lo boicotearon. El FEI fue el partido oficial hasta el 23 de enero de 1958.
Todo este recuento nos permite destacar un hecho que puede ser contraintuitivo: los partidos políticos no viven del clientelismo; en realidad, el clientelismo suele ser su peor enemigo y, en ocasiones, la verdadera causa de sus muertes.
A donde quiera que se vea, la Falange bajo la dictadura franquista, el partido de los militares en Brasil, etc., todos aquellos grupos políticos surgidos al amparo del poder se esfumaron con este. Por el contrario, los partidos políticos de verdad, los que pasaron por la prueba del tiempo, lo hicieron con sangre, sudor y lágrimas.