Daniel Gómez (ALN).- En una emergencia sanitaria es legítimo que los gobiernos limiten algunas libertades. Lo que no es legítimo es confinar a una persona como si fuera un preso, aislarla prácticamente del mundo exterior, discriminarla e incluso castigarla. Esto, como denuncia Amnistía Internacional, ha ocurrido en Venezuela, El Salvador y Paraguay. De hecho, en estos países las fuerzas de seguridad han tenido más protagonismo que los sanitarios a la hora de enfrentar la pandemia.
Se dice que 90.000 venezolanos retornaron a su país a causa de la pandemia. Muchos se arriesgaron a pasar por los peligrosos caminos de la frontera para escapar de los controles del gobierno. Pero la mayoría lo hicieron de forma legal, entrando al país por los puestos de control y poniéndose a disposición de los funcionarios de Nicolás Maduro. Esto terminó siendo problemático. No sólo por el estigma -Maduro calificó a los retornados como “armas biológicas”-, sino por la mala experiencia que tuvieron en los centros de control.
Corina, de 20 años, abandonó Colombia para regresar a su Venezuela natal por las vías legales acompañada de su esposo, de 21, de su tía, de 29, y del hijo de la tía que apenas tenía seis años.
La vuelta a casa la hicieron por las vías legales. Una vez cruzaron el puente Simón Bolívar, tuvieron que hacer una larga cola para acreditarse ante los funcionarios. Se les hizo de noche, por lo que tuvieron que dormir en el suelo. Al día siguiente, como su tía estaba en los últimos momentos del embarazo, a ella y al hijo los ubicaron en el grupo de personas vulnerables, separándolos de Corina y su esposo.
Todos tenían como destino final el estado Anzoátegui, al norte de Venezuela. Tardaron 22 días, en los que deambularon por campamentos donde no se cumplían las distancias de seguridad ni de higiene, a veces no les dejaban bañarse ni cambiarse de ropa, la comida era escasa y el agua también. Pero lo peor fue cuando la tía de Corina se puso de parto. A ella se la llevaron a un hospital para que diera a luz, mientras que a su hijo de seis años lo dejaron solo, relató Corina al portal Deutsche Welle. Por suerte, y pese a las penurias, todos están a salvo. Los hijos de su tía también.
Los centros de aislamiento de El Salvador
Historias como la de Corina hay miles. Y no sólo en Venezuela. Ana Cristina, de 48 años, trabaja como defensora de los derechos humanos y coordinadora general de la Organización de Trabajadoras del Sexo en El Salvador.
En abril, cuando el país ya estaba en cuarentena, Ana Cristina salió de casa para hacer una de las pocas cosas que estaban permitidas: la compra. Pero justo al salir del mercado fue detenida por la policía. Esta la llevó a una comisaría, y de ahí, a un centro de confinamiento nacional. Le dijeron que sería liberada una vez superara un test del coronavirus. Un test que no llegó sino pasadas tres semanas en las que estuvo encerrada “como cualquier delincuente común”, relató Ana Cristina a la ONG Amnistía Internacional, que acaba de publicar un informe sobre Latinoamérica y los confinamientos: Cuando la protección se vuelve represión.
Ana Cristina dio negativo en el primer test, pero no la dejaron salir y tuvo que superar dos pruebas más. Un mes estuvo encerrada en un centro de confinamiento donde tampoco había mascarillas ni garantías higiénicas, y las normas las dictaban los cuerpos de seguridad y no los médicos. Como Ana Cristina, otras 16.000 personas pasaron por los centros de confinamientos siguiendo las órdenes del presidente, Nayib Bukele.
Aislados en Paraguay
Para Amnistía Internacional, esta historia ilustra los abusos que están cometiendo algunos países de América Latina a la hora de aislar a su población. Aunque aseguran que en Venezuela y El Salvador los gobiernos han aplicado “una respuesta punitiva que ha afectado desproporcionadamente a las comunidades de ingresos bajos y a las personas refugiadas y migrantes que retornaban a su país de origen”, el caso de Paraguay también preocupa.
Preocupa porque Daniel, de 21 años, quien retornaba de Brasil, estuvo detenido más de un mes en un centro de confinamiento.
Al principio las condiciones eran buenas, pero con el tiempo se fueron deteriorando, hasta el punto de no tener con qué abrigarse, y verse obligado a consumir alimentos “incomibles”. Pero su principal problema es que estaba totalmente aislado. No le dejaban acceder a la información del exterior. Y mucho menos salir. Aunque en todos los tests de coronavirus que le hacían daba negativo, salió del centro luego de 48 días, comentó a Amnistía Internacional.
En Paraguay, aunque los militares por lo general iban desarmados y vestían de paisanos, múltiples fuentes dijeron que quienes estaban “a cargo de los centros de cuarentena no se comunicaban de forma adecuada y que podrían haber usado fuerza innecesaria en algunos casos”.
Tácticas represivas y punitivas
Por cosas como las que ocurren en Venezuela, El Salvador y Paraguay, Erika Guevara Rosas, directora de Amnistía Internacional para las Américas, dijo este lunes que “cuando los Estados confinan a decenas de miles de personas sin garantizar en cada caso la necesidad y proporcionalidad de la medida, las recluyen en condiciones terribles bajo supervisión militar o policial y las discriminan o usan la cuarentena como castigo, están convirtiendo una intervención de salud pública en una táctica represiva y punitiva”.
Guevara agregó que: “Sabemos por otras pandemias que los enfoques punitivos no protegen a las comunidades y que asociar un virus a comunidades concretas sólo conduce al estigma y la discriminación. En cambio, los enfoques basados en los derechos humanos, que empoderan a la gente con los conocimientos que necesitan para proteger su salud y la dotan de los recursos y el apoyo que necesitan para cumplir medidas voluntarias, históricamente han demostrado ser más efectivos”.