Juan Carlos Zapata (ALN).- Conmueve, abruma, sobrecoge lo que dice el filósofo Emilio Lledó. Este maestro de la palabra tiene las frases precisas para aproximar una explicación del ambiente que se ha formado con la llegada del coronavirus. ¿Qué es esto? ¿Qué es esta amenaza? Porque no es una guerra como lo han querido hacer ver otros. Es algo peor.
El papá de José Luis Rodríguez Zapatero tiene 93 años y dice que no recuerda nada perecido a lo que se está viviendo con el coronavirus. Lo mismo le ocurre al filósofo Emilio Lledó que anda en los 92 años. Zapatero contó hace poco en Radio Nacional lo que habló con su papá y Emilio Lledó fue entrevistado este domingo en El País de Madrid. El filósofo pisa otro terreno, como era de esperarse, ante el comentario del periodista, Pablo del Llano, de esta experiencia con el coronavirus; algo así como un “vacío de sentido”, como si “estuviéramos inmersos en una situación de irrealidad”.
No es para menos. El coronavirus se extendió por el mundo. No hay país donde refugiarse. La enfermedad y la muerte acechan en la esquina. Medio planeta está confinado. Unos líderes afirmaban -y hay quienes lo siguen diciendo- que el virus no constituía un riesgo, que era una gripe más, mientras los muertos caían como moscas. Los sistemas de salud de España e Italia están en riesgo de colapso. El Ejército ha salido a la calle. Europa es el epicentro de una pandemia que comenzó en China. La economía global se ha paralizado. Los organismos multilaterales ya avisan de una crisis sin precedentes. Las diferencias afloran entre los mandatarios de cómo enfrentar la emergencia. La gente sigue en las casas. Las calles están vacías. El mundo en vilo. Y se habla de que esto es una especie de guerra.
FMI: La recesión de 2020 será peor que la crisis financiera mundial de 2008
Pero una guerra, recuerda Emilio Lledó, es real. La Guerra Civil española, que la vivió, era real. Por las bombas que explotan y se oyen. Porque “he visto caer un piloto del paracaídas, he visto el fuego de un combate aéreo y también he percibido el olor de la muerte”. Dice que eso lo vivió, que eso lo oyó, que eso vio. Y eso era real, y eso era la guerra. Y sabiendo lo que es la guerra, “sabíamos lo que había que hacer”.
Pero entonces aparece esta “sensación de irrealidad”. O mucho peor. “¿Qué es esto, dónde está la violencia?”, se pregunta el filósofo. No hay estruendos. Sólo ese silencio y ese vacío que llena al mundo. Una paranoia por sacudirnos la ropa como si viniéramos de una tierra maldita, y alejarnos del otro ya que puede estar contagiado y transmitirnos la peste. Una paranoia por desinfectarnos las manos, no tocarnos los ojos ni la boca, la nariz ni nada pues el bicho silencioso puede andar por ahí. Hay un miedo que a su vez se traduce en una espera infinita.
Dice el maestro: “¿Qué es esta tranquilidad silenciosa que nos amenaza?”. No la vemos, no la escuchamos, pero sabemos que está cerca. Frente a nosotros. En un diálogo. En un estornudo. En un apretón de manos. En un beso, que ahora no se da. Y el maestro prosigue: ¿Qué es ese “peligro que no se oye”?, y expresa, casi como un clamor, un ruego: “¿Dónde está ese virus inodoro, incoloro e insípido?”.