Rafael del Naranco (ALN).- De la obra de Gabriel García Márquez, uno, sentimentalmente, se aprieta con El amor en los tiempos del cólera, un viaje iniciático por el río Magdalena que le recordaría sus primeros pasos en los diarios de Bucaramanga con sus croniquillas de andar y ver.
Hace seis años -17 de abril 2014- fallecía en Ciudad de México Gabriel García Márquez, figura literaria y personal, engrandecida al candil de la luz tornasolada del Caribe y un bamboleo de afectos en la primera senda de la literatura latinoamericana: Pablo Neruda, Carlos Fuentes, Juan Carlos Onetti, Nicanor Parra, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Guillermo Cabrera Infante, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Eduardo Galeano, Jorge Edwards, Ernesto Sábato… y pare usted de contar, maestro, pero con la obligación necesaria de añadir a Fidel Castro, ese dialogante de noches y días interminables con plenilunio y sonidos de las cigarras habaneras.
La amistad con el antiguo dictador escapa de toda lógica y nada tiene que ver con la literatura en sí. El adalid cubano, carismático y mesiánico, exigió amistad absoluta, igualmente la ofrecía, y en esa simbiosis puede estar ese apego con el autor de El otoño del patriarca y El General en su laberinto.
Y en Gabo, debido a lo que transmitía Fidel Castro, la voluntad de discernir estuvo trocada, siendo quizás la causa de verse ceñido a las chácharas del dictador.
Lo cierto es que esa unión es un capítulo en el recuerdo literario de otro entrañable cómplice de García Márquez, Plinio Apuleyo Mendoza, el cual narró parte de esa amistad en su libro Gabo, cartas y recuerdos.
A quién no se le parte el corazón con esto que le pasó a GABO a los 20 años
García Márquez ensambló un vínculo con escritores de su generación donde las vivencias humanas se esparcían por encima del hipogeo en que reposa la persistente Parca. Su literatura era intensamente humana. Y lo hizo con la fuerza postrada en sus primeras crónicas: “Aunque se sufra como un perro no hay mejor oficio que el periodismo”.
Para entenderlo habría que repasar sus artículos recogidos en el libro Cuando era feliz e indocumentado. Algunos de esos trabajos se publicaron en la revista venezolana Elite, de la que años después yo sería director.
Recordando ahora al Premio Nobel, se alza el coronavirus, perversamente brutal, cuyo azote de soledad y muerte cubre el planeta.
García Márquez tuvo querencia por el río Magdalena desde su juventud, y solía contar que los viajes de su época juvenil eran sorprendentes, afirmando que los capitanes de esos buques fluviales “eran autócratas, aunque de buen trato”.
Por esas aguas, Gabo subió y bajó infinidad de veces. El primer recorrido lo hizo en 1943, y en su biografía, Vivir para contarlo, revive esos desplazamientos tras haber recalado su literatura en el amarradero de la nostalgia.
En esas páginas de pasiones y cólera, el protagonista, Florentino, esperó 50 años para recuperar a la mujer que amaba, y una vez conseguida, acepta sin temor la infección intestinal que le causó el agua del Magdalena, mientras asume con fogosidad el deseo pasional tanto tiempo esperado.
García Márquez tuvo querencia por el río Magdalena desde su juventud, y solía contar que los viajes de su época juvenil eran sorprendentes, afirmando que los capitanes de esos buques fluviales “eran autócratas, aunque de buen trato”.
En los folios de García Márquez, la figura de Úrsula Iguarán en Cien años de soledad, es arrebato, ya que con una sola mirada se posesiona de semblantes, almas y piedras. Mientras Fermina Daza, aun por encima del cólera, se humaniza de forma portentosa; tanto, que uno siente los suspiros enfermizos de ese romance construido de permanentes rechazos, separaciones y reencuentros durante días y años por encima de todas las dificultades.
García Márquez tuvo querencia por el río Magdalena desde su juventud, y solía contar que los viajes de su época juvenil eran sorprendentes, afirmando que los capitanes de esos buques fluviales “eran autócratas, aunque de buen trato”.
“Los tripulantes -refiere- se llamaban marineros por extensión, como si fueran del mar. Pero en las cantinas y burdeles de Barranquilla, a donde llegaban revueltos los lobos del mar, los distinguieron con un alias inconfundible: ‘vaporinos’”.
Hoy el Magdalena es un hilillo en muchas partes de su recorrido. Los ribereños ya no beben su agua ni comen su pescado. “Sólo reciben -como dicen las señoras- caca pura”.
Hace años que el autor de estas cuartillas no ha vuelto al norte de Colombia. Solíamos navegar por el Magdalena desde el Puerto Salgar en Caldas, hacia Barrancabermeja en Antioquia. Sucedió en la época en que Venezuela y Colombia se unían en sólidos lazos de querencia. Un día llegó la peste a Caracas ceñida a la revolución chavista y aquellas amistades se convirtieron en angustia desgarrada.