Rafael del Naranco (ALN).- En estas largas jornadas encerrado en casa por el coronavirus, retorno una vez más a releer la obra de Albert Camus, el ateo creyente, que escribió: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de existir”. Es decir, a la vida inmensa, sublime, única e irrepetible en cada uno.
En estas largas jornadas encerrado en casa con mi esposa intentando escondernos del coronavirus, retorno una vez más a releer La Peste de Albert Camus, libro pródigamente citado en estos días.
Ese texto, en la opinión siempre valorada de Mario Vargas Llosa -hablando del regreso del Medioevo infeccioso- es el peor de los publicados por el argelino-francés. Aun así, el conjunto de su obra refleja la profunda calidad de este escritor.
Uno, al ser autor de un solo artículo en todos estos años de nuestra supervivencia, sabe que la erizada cuesta de la literatura es demasiado empinada para un hombre solo. Necesitamos refuerzos.
Günter Grass enunciaba: “Comulgo con el Sísifo de Camus: él sabe que cuando ha subido la piedra hasta la cima de la montaña, la piedra rodará ladera abajo, ¡pero no se siente infeliz por ello! Nuestra vida es hacer rodar esa piedra”.
Hay personas que sin apoyo de nadie han realizado labores portentosas. El resto, la mayoría, en esa lucha cotidiana de cada día, necesitamos, igual que el lisiado, apuntalarnos en algo tangible: casi siempre la experiencia y el dolor de los que nos han precedido en esta singladura en que Sísifo hace rodar la piedra una y otra vez.
Günter Grass enunciaba: “Comulgo con el Sísifo de Camus: él sabe que cuando ha subido la piedra hasta la cima de la montaña, la piedra rodará ladera abajo, ¡pero no se siente infeliz por ello! Nuestra vida es hacer rodar esa piedra”.
Intentamos asimilar esas palabras uniéndolas a una realidad: la esperanza, y en medio, el momento en que una mujer, y solamente ella con el alumbramiento de una criatura, se alza contra la sinrazón o el pedrusco de Sísifo, cuando llega el primer llanto del germen de sus entrañas que será siempre comparable al gesto salvador de un Cristo.
La muchacha cercana a nuestra morada en la Valencia mediterránea, que vive sola con su madre, y que llevó durante nueve meses esa tempestad de leche cuajada mientras un calor le hacía cosquilleos en los ojos, ha vuelto a quedar encinta, al haber ventarrones que permanentemente se introducen entre las rendijas de la carne y hacen allí su nido.
A principio de esta semana la observé entrando en el mercado del barrio protegida con una mascarilla, y al cruzar a nuestro lado, intentamos decirle que la vida es bella a causa de cosas tan maravillosas que suceden dentro de la piel de la mujer. Ella posiblemente no sepa que las ilusiones del cotidiano existir pueden crear una brizna de vida que solamente una mujer, cual un dios, puede realizar.
La maternidad es el único erario que la mujer hace suyo, y aunque alguna vez la carne azulada en el útero llegue de la mano de la efusión, no del amor compartido, las palabras se hacen un nudo en la garganta cuando uno se enfrenta a un recién nacido, esplendor de todo lo creado.
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Nos regresan lejanas las palabras de la madre a la hermana amada la primera vez que parió un hijo y que uno suele repetir en sucesos como el de ahora: “Hay cardos en flor hirientes y punzantes, otros casi angelicales y brumosos, pero un embarazo es la mayor sinfonía de la vida, el canto matutino de la esperanza, la verdadera razón de que Dios exista”.
Y retornamos a Albert Camus, el ateo creyente: “Jamás he podido renunciar a la luz, a la felicidad de existir”. Es decir, a la vida inmensa, sublime, única e irrepetible en cada uno.
Y eso expresaba el escritor sobre su madre en la ciudad de su infancia argelina, cuando le contaba ella lo que había sido su vida y su carne, esa existencia humilde, ignorante y obstinada para poder salir de las sombras, y donde el autor de El extranjero, Calígula y El primer hombre, había comenzando las singladuras de su propio sentido de las envolturas humanas.
La pandemia actual -y eso lo dice igualmente Vargas Llosa- pasará; lo que no lo hará es la muerte inexorable.