Pedro Benítez (ALN).- El 25 de febrero de 1990 ocurrieron las primeras elecciones más o menos libres que ha habido en la historia de Nicaragua. Violeta Barrios de Chamorro, candidata de la Unión Nacional Opositora (UNO), una coalición de 14 partidos, derrotó contra todo pronóstico a Daniel Ortega, aspirante a la reelección presidencial y abanderado del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Luego de la revolución de 1979 que culminó con el derrocamiento de Anastasio Somoza, y después de haber sobrevivido a la guerra civil y al asedio de la administración Reagan durante los años ochenta, que había de hecho de ese país uno de los dos campos de batalla en la etapa final de la Guerra Fría, los sandinistas estaban convencidos de que ganarían esa elección. Las encuestas, así como el multitudinario cierre de campaña del Frente, que congregó alrededor de medio millón de personas, validaban aquel convencimiento. El Congreso de Estados Unidos había cerrado el financiamiento a la Contra en 1986, pero Nicaragua perdió el respaldo económico y militar que, por medio de Cuba, recibía de la Unión Soviético. Por eso, el gobierno sandinista permitió esa elección.
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Sin embargo, ocurrieron dos sorpresas. El FSLN perdió los comicios y Daniel Ortega reconoció públicamente la derrota. A partir de allí se inició un complicado proceso de negociación en el que el entonces presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez, cumplió un papel muy importante al persuadir a Violeta Chamorro de llegar a un arreglo con los sandinistas. Para asegurar el traspaso de gobierno se firmó el Protocolo de Transición que, entre otras cosas, contemplaba ratificar como comandante del Ejército a Humberto Ortega, hermano de Daniel.
Los planes de Daniel Ortega
En ese momento dentro del Frente Sandinista se pensó que lo lógica debía ser la democratización del movimiento. Era la tesis de Sergio Ramírez, entonces vicepresidente de Ortega (hoy en el exilio). Que girara hacia la socialdemocracia, siguiendo los ejemplos que por aquellos días daban los ex partidos comunistas de Europa oriental, y se transformara en una alternativa claramente democrática para Nicaragua. Pero Daniel Ortega tenía otros planes.
Con el respaldo financiero del líder libio Muamar Gadafi se las arregló para mantener el control absoluto sobre el aparato político del FSLN, a pesar de ser derrotado en tres elecciones presidenciales sucesivas (1990, 1996 y 2001). Con ese dinero construyó su propia clientela política y apartó a todos los rivales y críticos internos. Primero impuso su dictadura personal en el sandinismo que, pese a todo, seguía siendo una referencia histórica para los nicaragüenses y la primera organización política de ese país.
Eso le permitió ser un fuerte aspirante presidencial. Durante los 16 años que estuvo en la oposición, Ortega impidió cualquier tipo de renovación y purgó a todo el que no le fuera absolutamente leal. El Frente no se democratizó internamente ni se renovó ideológicamente. Todo contrario, involucionó hacia el cuestionado estilo de los caudillismos latinoamericanos; sus cambios fueron guiados por el más puro pragmatismo y con una fuerte carga populista.
Todo el objetivo del FSLN era una solo: que Daniel volviera a ser presidente. Una vez que eso se logró continuó el pragmatismo.
El pragmatismo de Ortega en Nicaragua
Desde que retornó al poder, en enero de 2007, no ha tocado los fundamentos económicos instaurados en Nicaragua desde 1990. Todo lo contrario, ha sido el gobernante que más se ha beneficiado de ello. Pese a haber sido un feroz crítico del tratado de libre comercio que el gobierno que le antecedió firmó en 2006 con Estados Unidos (el viejo enemigo), no ha hecho nada para revertirlo. Tampoco ha prohibido la libre circulación de dólares. Se cuidó de mantener muy buenas relaciones con el sector empresarial, que en la etapa previa a 1990 lo enfrentó. Si en su primera etapa de gobierno (1979-1990) el modelo económico fue la Cuba socialista, en esta segunda han sido Vietnam, China y Rusia.
Ese pragmatismo, combinado con el auge económico latinoamericano de la segunda década del siglo que corre, así como el subsidio petrolero venezolano le dieron una nueva popularidad.
Al apoyo financiero de Gadafi se sumó el del ex presidente venezolano Hugo Chávez a través de Petrocaribe, una vez que Ortega consiguió regresar al poder por la vía electoral.
El ensayista y exembajador de Nicaragua en España en el primer gobierno sandinista de los años ochenta, Edmundo Jarquín, señala en el libro El régimen de Ortega (octubre de 2016) cómo este y sus allegados inmediatos hicieron uso del petróleo venezolano para: “constituirse en un poderoso grupo empresarial, probablemente el que maneja mayor liquidez en Centroamérica (…) Una consecuencia inmediata ha sido (…) la compra de numerosos medios de comunicación al extremo que sobreviven muy escasos medios independientes”.
Poder económico discrecional
En otro capítulo de ese mismo texto, el economista y diputado opositor a la Asamblea Nacional nicaragüense, Enrique Sáenz explica que el primer acto de gobierno de Daniel Ortega fue incorporar a Nicaragua a la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA) y a Petrocaribe. En el marco de esos acuerdos PDVSA se comprometía a cubrir todas las necesidades de combustible del país a precios subsidiados. Para la aplicación del convenio se optó por una curiosa modalidad: la estatal venezolana mediante transacción privada entregaba el 50% de ese suministro petrolero a la Caja Rural Nacional (Caruna), una cooperativa controlada por el Frente Sandinista. Esto le otorgó a Ortega un poder económico discrecional inmenso para financiar sus políticas sociales y su maquinaria electoral. Los petrodólares venezolanos le permitieron crear una red de clientelismo político, mientras manejaba la economía con prudencia y en cooperación con los empresarios privados.
Observara el amable lector esta ironía del destino. Con dinero venezolano se contribuyó a la transición a la democracia de Nicaragua y con (mucho más) dinero venezolano se contribuyó a imponerle una dictadura.
Ex dirigentes históricos del sandinismo tienen años alertando sobre la deriva autoritaria de su antiguo compañero de causa. Ortega, secundado por su esposa Rosario Murillo, no ha impuesto un régimen revolucionario como en Cuba; se ha inspirado en el modelo político chavista.
Similitudes
De hecho, la respuesta que le dio a las protestas estudiantiles de 2018 fue una copia calcada del manejo que el gobierno de Nicolás Maduro les dio a las manifestaciones que en Venezuela se efectuaron en su contra en 2014 y 2017. Violencia policial, ataques de bandas paramilitares, caos y terror, con el relato oficial criminalizando la protesta cívica y la asistencia mediática de Telesur y el canal ruso RT. El resultado fueron 127 asesinatos por la represión en dos meses y seis días, en un país 6,8 millones de habitantes.
En Venezuela en 2017 ocurrieron 129 asesinatos en 4 meses, en un contexto de 30 millones de habitantes. Proporcionalmente la represión de Ortega fue mayor. El estado de terror que creó fue de tal magnitud que provocó una crisis migratoria hacia Costa Rica.
En los dos casos, los aparatos de comunicación oficiales describieron los sucesos como un conflicto entre dos facciones producto de la polarización política y no del terrorismo de Estado contra manifestantes desarmados. Incluso, repitiendo la coartada del supuesto “golpe suave”. Pero esa cruda y brutal represión contra una movilización ciudadana desarmada no lo sacó del poder. Luego de tres reelecciones presidenciales sucesivas por medio de cuestionables maniobras institucionales, Ortega consideró que ese era el momento crítico para consolidar su continuidad quebrando la voluntad de lucha de la población por medio del cansancio y la represión.
Las similitudes (que no son casuales) no se quedan allí. Previamente, mediante un pacto corrupto con el expresidente Arnoldo Alemán, Daniel Ortega reformó las normas electorales, le puso la mano al Tribunal Supremo y con ese control institucional impidió que el Partido Conservador y el Movimiento de Renovación Sandinista participaran en las elecciones de 2008 (los judicializó). Luego abolió el artículo 147 de la Constitución que prohibía la reelección presidencial e intervino al principal partido opositor, el Liberal Independiente (PLI), desplazando a su líder y, de paso, destituyendo del legislativo a sus 16 diputados.
Max Jerez: “En Nicaragua hay una dictadura»
El 21 de diciembre de 2020 hizo aprobar en la Asamblea Nacional la “Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz” que impedía a los acusados de promover protestas sociales, o de solicitar sanciones internacionales contra su gobierno, la participación en las elecciones generales de noviembre de 2021. Los nicaragüenses la llaman “Ley 1055” o, simplemente, “Ley Guillotina”. Todo opositor considerado “golpista” o “traidor a la patria” queda inhabilitado de optar a cualquier cargo de elección popular. ¿Quién determina eso? Por supuesto, Daniel Ortega.
En resumen, oponerse a su régimen es ilegal. Se considera como un acto de traición a la patria. Ese año también hizo aprobar la prisión perpetua por “crímenes de odio”, un ataque directo a la libertad de expresión.
No obstante, ese cuadro, la oposición se mostraba decidida a aceptar el reto de esas elecciones teniendo todas las instituciones en contra. En una entrevista a Alnavio el dirigente estudiantil Max Jerez lo dejaba claro: “En Nicaragua hay una dictadura, pero la única manera de que esto cambie es organizarnos y participar en el proceso electoral”. El 17 de febrero de 2021 los cuatro principales aspirantes opositores a la presidencia firmaron un acuerdo para someterse a un proceso de elección primaria, respetar los resultados y apoyar al ganador, con el objetivo de enfrentar unidos a Ortega.
Ortega cierra el camino electoral de los opositores
Pero Ortega no les dio chance efectuar esa consulta ciudadana; arrestó a siete precandidatos presidenciales e inhabilitó a otros once. La primera detenida fue la hija de la ex presidenta Violeta Barrios de Chamorro, favorita en las encuestas; la acusó de lavado de dinero. En el lote de presos políticos también cayeron algunos antiguos aliados: el presidente del Consejo Superior de la Empresa Privada, José Adán Aguerri, el presidente ejecutivo del grupo financiero centroamericano Banpro, Luis Rivas Anduray, uno de los empresarios más importantes de Centroamérica.
Dora María Téllez, la única mujer que participó del asalto al Palacio Nacional en Managua en 1978 en la época de la lucha armada contra Somoza, la recluyeron 605 días en el penal de El Chipote. En junio de 2021 aparecieron unas declaraciones suyas en el diario La Jornada de México; al día siguiente 60 policías entraron a su casa, le propinaron varios golpes y se la llevaron detenida. Hugo Torres, ex guerrillero sandinista, fue el primer preso político que falleció en manos de la Policía Nacional de su antiguo compañero de causa.
La represión no se detuvo luego del cuestionado proceso electoral. Siguió siendo implacable, afectando a todos los sectores. Empresarios, líderes campesinos, periodistas, ex candidatos presidenciales, activistas estudiantiles, religiosos e históricos militantes sandinistas. El obispo Rolando Álvarez fue detenido violentamente en la sede de la diócesis de Matagalpa en agosto de 2022; como se negó al ostracismo lo tuvieron un año en aislamiento en la cárcel La Modelo. En todos los casos se aplicó una nueva modalidad: juicios exprés por medio de videoconferencias en la que al acusado se le niega la posibilidad de tener abogado defensor.
No pasa una semana sin que los medios centroamericanos no informen acerca de alguna nueva detención arbitraria.
Represión que no se detiene en Nicaragua
El gobierno de Ortega ordenó el año pasado el cierre y confiscación de bienes de la Universidad Centroamericana (UCA) de Managua, acusándola de funcionar como “un centro de terrorismo”. Ella se suma al cierre de la Academia de Ciencias de Nicaragua y a la cancelación de la personería jurídica de 29 universidades privadas desde 2021. Las comunidades indígenas de la Costa Caribe nicaragüense han denunciado ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) el cierre de sus emisoras de radio por parte del Gobierno y de ataques de grupos armados. El partido indígena Yatama fue despojado de su personalidad jurídica y dos de sus diputados detenidos. Una vez puesta en marcha, la maquinaria represiva no se detiene.
El orteguismo ha intentado imponer un cerco que impida el ingreso de periodistas extranjeros que reporten la situación del país, aunque no siempre con éxito. Según un reportaje de la televisión australiana, en estos momentos prácticamente todos los periodistas nicaragüenses se encuentran en la cárcel o en el exilio.
Superándose a si mismo Ortega hizo algo de lo que no tenemos antecedentes, en febrero de 2023 sacó de sus cárceles a 222 de los 245 presos políticos, los reunió a todos en el aeropuerto de Managua y allí los embarcó en un avión Boeing rumbo a la ciudad de Washington. En el viaje despojó a todos de su nacionalidad.
Nicolás Maduro es Daniel Ortega
Luego de este recuento, es pertinente apuntar dos cuestiones; por un lado, Ortega ha contado a lo largo de todos estos años con una importante base de apoyo social, alrededor del 40% histórico del sandinismo que lo tiene como su caudillo indiscutible; por el otro, con el consentimiento de los empresarios privados que prefirieron ignorar su deriva autoritaria a cambio de la estabilidad económica. A la larga, todo el mundo, como se habrá podido apreciar, ha sido victima de la naturaleza del régimen. Justos y pecadores por igual.
Toda la estrategia de Daniel Ortega se resume en una frase que Tomás Borge, ex comandante del FSLN, le dijo a Telesur en julio de 2009, y que Jarquín recoge en el libro que hemos citado más arriba:
“Todo puede pasar aquí menos que el Frente Sandinista pierda el poder…Yo le decía a Daniel: hombre podemos pagar cualquier precio, digan lo que digan…hagamos lo que tengamos que hacer…el precio más elevado es perder el poder”.
Ese es el escenario Nicaragua. El ejercicio de una dictadura feroz, desaforadamente depredadora de todos los recursos nacionales, dedicada a una represión sistemática, donde no hay otra cosa que ofrecer que no sea el miedo. Eso sí, ni el PSUV es el Frente Sandinista, ni Nicolás Maduro es Daniel Ortega.