Rogelio Núñez (ALN).- En Perú la economía y la política marchan por senderos muy diferentes. Mientras que el país suele ocupar el liderazgo en cuanto a crecimiento regional, la política lleva años sumida en la inoperancia, la parálisis y, como consecuencia, vive en medio de la desafección ciudadana. Durante mucho tiempo se creía que la enfermedad que padecía el mundo político peruano no afectaba a la economía pues ambos mundos discurrían por carriles diferenciados.
Sin embargo, todo indica que la parálisis política que vive el país desde 2016 es una de las cusas –junto a la volatilidad internacional- que se encuentran detrás de la actual desaceleración económica que padece Perú. El perenne bloqueo político peruano ha impedido que se impulsen medidas de reforma estructural y la ausencia de estas obstaculiza que el país crezca a más velocidad.
Lo ocurrido en las últimas semanas no hace sino confirmar estas percepciones. El actual presidente, Martín Vizcarra, sorprendió a todos cuando en la conmemoración de las Fiestas Patrias (28 de julio) anunció que pediría al Congreso una reforma constitucional para proceder al adelanto de las elecciones presidenciales, fijadas para 2021, a fin de celebrarlas un año antes, en 2020. Era una decisión a la desesperada para romper el bloqueo y parálisis que vive el país bajo su mando y que se prolonga desde 2016.
Historia de un bloqueo político (2016-2019)
Ese año hubo comicios presidenciales en los que se impuso Pedro Pablo Kuczynski (centroderecha) sobre Keiko Fujimori, lideresa del fujimorismo (derecha). El mandato de PPK, quien triunfó en el balotaje gracias a que el voto de la izquierda se inclinó a su favor para evitar la victoria fujimorista, se vio lastrado desde el arranque por un marco institucional envenenado: el Congreso estaba en manos de la mayoría absoluta fujimorista que se dedicó a bloquear las iniciativas de Kuczynski. El fujimorismo parecía no perdonar que Kuczynki, segundo en primera vuelta, lograra revertir esa derrota e imponerse de forma muy ajustada a Keiko en la segunda vuelta.
Perú se asoma a un año (2019-2020) en el que la agenda va a estar dominada por la cita electoral –o su rechazo- lo que cierra el camino a la posibilidad de impulsar reformas. Vizcarra planea que los comicios presidenciales y parlamentarios que están programados para 2021, se realicen en abril de 2020. La propuesta del presidente es un proyecto de reforma constitucional que deberá ser discutida, votada y aprobada en la mayoría por el Congreso. Si el legislativo lo rechaza lo más probable es que el Presidente y la Vicepresidenta (Mercedes Aráoz) dimitan lo que desembocaría en nuevos comicios. En caso de que el Presidente y la Vicepresidenta dimitan, se convocaría a elecciones generales inmediatas. Durante este proceso es el presidente del Congreso, Pedro Olaechea, el que asume las funciones presidenciales, mientras la vicepresidenta del Parlamento, Karina Beteta dirigiría el Legislativo. En resumen, un largo proceso que va a mantener al país en vilo, que no va a permitir impulsar reformas –ahora tampoco salen adelante- y que no garantiza un futuro gobierno con apoyos suficientes ni mentalidad reformista. Todo ello pone en peligro la continuidad de los pilares del llamado “milagro peruano”.
Kuczynski, incapaz de formar un bloque sólido que respaldara sus iniciativas ni tender puentes con el fujimorismo, acabó viéndose arrastrado por un escándalo de corrupción que le obligó a dimitir en marzo de 2018. Entones asumió el mando el vicepresidente Martín Vizcarra que ha encontrado problemas muy similares a los de su antecesor: un fujimorismo debilitado pero aún con capacidad de veto desde el Congreso que ha obligado al mandatario a gobernar a través de la convocatoria de referéndums o amenazando con disolver el legislativo en caso de que sus iniciativas reformistas no prosperaran.
Pero tras 16 meses en el poder esa estrategia no ha dado para más: En menos de un año, el mandatario peruano presentó dos mociones de confianza para desbloquear un paquete de reformas políticas anticorrupción que estaba siendo obstaculizado por los legisladores opositores. Y Vizcarra, sin respaldo político suficiente y con escaso margen de acción, se ha visto obligado a buscar el adelantamiento de las elecciones.
Continúa así Perú sumido en la parálisis política: a un gobierno también débil e inoperante (el de Ollanta Humala entre 2011 y 2016) le ha sucedido un periodo de creciente inestabilidad que parece destinado a convertir el quinquenio 2016-2021 en un lustro perdido. El 2016 fue electoral y el bienio 2017-2018 de desgastante pugna entre el Congreso fujimorista y la presidencia de Kuczynski. En el periodo 2018-2019 el esfuerzo reformista no ha podido completarse y si finalmente hay elecciones en 2020 las grandes reformas estructurales quedarían aplazadas hasta 2021 (año emblemático para Perú que celebra el Bicentenario de la Independencia).
Toda esta situación se ha dado en medio de un deteriorado ambiente político: Perú ha visto como todos los expresidentes desde 2001 se encuentren “salpicados” por el escándalo Odebrecht: Alejandro Toledo (2001-2006) está detenido en Estados Unidos a la espera de la extradición; Alan García (2006-2011), líder de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (Apra) se suicidó en abril pasado después que la policía llegara a su casa con una orden de prisión preliminar; Ollanta Humala (2011-2016) puede ser condenado a 20 años de cárcel tras el pedido del equipo especial Lava Jato a la fiscalía; y Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018) permanece en prisión domiciliaria. Por su parte, la líder del Partido Fuerza Popular, Keiko Fujimori cumple arresto preventivo.
Perú se asoma a un año (2019-2020) en el que la agenda va a estar dominada por la cita electoral –o su rechazo- lo que cierra el camino a la posibilidad de impulsar reformas. Vizcarra planea que los comicios presidenciales y parlamentarios que están programados para 2021, se realicen en abril de 2020. La propuesta del presidente es un proyecto de reforma constitucional que deberá ser discutida, votada y aprobada en la mayoría por el Congreso. Si el legislativo lo rechaza lo más probable es que el Presidente y la Vicepresidenta (Mercedes Aráoz) dimitan lo que desembocaría en nuevos comicios. En caso de que el Presidente y la Vicepresidenta dimitan, se convocaría a elecciones generales inmediatas. Durante este proceso es el presidente del Congreso, Pedro Olaechea, el que asume las funciones presidenciales, mientras la vicepresidenta del Parlamento, Karina Beteta dirigiría el Legislativo.
En resumen, un largo proceso que va a mantener al país en vilo, que no va a permitir impulsar reformas –ahora tampoco salen adelante- y que no garantiza un futuro gobierno con apoyos suficientes ni mentalidad reformista. Todo ello pone en peligro la continuidad de los pilares del llamado “milagro peruano”.
Las consecuencias económicas de la parálisis política
Perú se ha convertido en un país referente y modelo a seguir para la naciones latinoamericanas por su alta y continuada expansión del PIB, por su diversificación y apertura comercial, capacidad para reducir la pobreza y consolidación de las clases medias.
Pero a la vez, el país andino es como los estudiantes brillantes que, en alguna ocasión, optan por vivir de las rentas. El círculo virtuoso que ha sostenido al Perú durante un cuarto de siglo empieza a dar señales de estarse agotando y las reformas estructurales necesarias para vincular al país a la IV Revolución Industrial, diseñar una nueva matriz económica y productiva más moderna y reducir los déficits sociales y materiales no acaban de ponerse en marcha.
Dos son los pilares que han sostenido el modelo peruano desde mediados de los años 90 y que explican el éxito de este tigre andino que es Perú:
1-. La continuidad de las políticas macroeconómicas
Una de las claves que explican el crecimiento ininterrumpido peruano reside en la continuidad: los diferentes gobiernos que se han sucedido desde 1990 (Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski-Martín Vizcarra) han mantenido las políticas macroeconómica pese a las diferencias políticas que separaban a cada uno de estos líderes.
Perú ha apostado por la ortodoxia desde hace más de cuatro lustros. Las reformas liberalizadoras de Alberto Fujimori de los años 90 no sólo fueron respetadas, sino también completadas y mejoradas por los gobiernos posteriores lo que propició un ambiente de seguridad jurídica que atrajo a las inversiones.
En los últimos 25 años, como país, desarrolló una política macroeconómica coherente y consistente que ha permitido, entre otras cosas: la reducción significativa del nivel de pobreza; haber alcanzado “grado de inversión”, garantía de acceder a créditos internacionales a menor costo; haber suscrito acuerdos de libre comercio con más de 20 de las economías más importantes del mundo; y contar con un Banco Central de Reserva reconocido internacionalmente por su solvencia técnica e independencia.
El resultado fue que, entre los años 2002 y 2013, la economía peruana registró una fase de rápida expansión. Durante ese periodo, la tasa promedio de crecimiento fue del 6,1% anual con picos del 8,5 en 2007 y 2010 y del 9,1% en 2008.
Ese círculo virtuoso tuvo efectos sociales: Dio como resultado que, en un período relativamente corto, la capacidad adquisitiva per cápita de los peruanos casi se duplicara y que la pobreza cayera aproximadamente en 30 puntos porcentuales.
En una década (2008-2018), Perú logró reducir en más del 50% el índice de pobreza, que pasó del 55% al 22% de la población.
También se expandió una nueva clase media (heterogénea y una parte considerable -40%- vulnerable) que explica el ‘boom’ inmobiliario, el incremento del consumo de bienes durables (autos), la demanda de servicios como educación y salud, y el desarrollo de un sector retail moderno.
2-. La apertura al exterior
Junto a la continuidad de las políticas macro, otro de los pilares que ha sostenido el modelo peruano es la liberalización del comercio exterior. Ha sido una de las apuestas del país, convertida en una política de Estado: comenzó en los años 90, continuó en el cambio de siglo tras el final del régimen fujimorista y mantiene su vigencia en la actualidad.
La apertura comercial se ha visto favorecida por los altos precios de las materias primas, la expansión de la agroindustria exportadora y por la reducción de los aranceles. Las exportaciones aumentaron de 3.000 millones en 1990 a 36.000 millones de dólares en 2010 y ahora se acercan a los 52.000 millones de dólares.
En ese tiempo, Perú ha reforzado sus vínculos con sus principales socios comerciales. El país andino es uno de las naciones que mejor ha entendido lo que es la globalización y en ese contexto hay que destacar iniciativas como la firma, entre 2008 y 2011, del TLC con Estados Unidos, con China y con la UE o la entrada en la Alianza del Pacífico.
Todo ello ha desembocado en que Perú se convierta en una nación que inspira mucha confianza: mientras entre 1980 y 1994 la IED sólo se duplicó, entre 1994 y el 2005 se cuadruplicó, y entre el 2005 y la actualidad casi se ha septuplicado.
Las asignaturas pendientes de Perú
Sin embargo, este círculo virtuoso peruano, sin haber tocado a su fin, está dando señales de agotamiento. Varios son los problemas y todos, de una forma u otra, están interconectados ya que debido a la parálisis reformista no se han podido acometer reformas estructurales en las dos últimas décadas:
1-. El primer problema es político.
Existe un problema eminentemente político en Perú: de polarización, fragmentación e incapacidad para pactar una agenda país entre las diferentes fuerzas del país.
Los sucesivos gobiernos desde la crisis mundial de 2009-2010 no han impulsado las reformas estructurales necesarias para acomodar al país al nuevo marco económico mundial, el de la IV Revolución Industrial. Es la gran asignatura pendiente, al menos, de la última década. Se trata de un problema estructural e integral pues alcanza a todos los ámbitos: político, social y económico y provoca que Perú se encuentre anclado en un periodo de transición: si bien perdura el viento a favor este no tiene la suficiente fuerza y calado para alcanzar nuevas metas.
La fragmentación y la polarización políticas se retroalimentan e impiden que exista una agenda compartida y consensuada de país. La fragmentación provoca que existan ejecutivos débiles que, debido a la polarización, encuentran dificultades para conformar y reunir en el Congreso una mayoría sólida que respalde sus políticas públicas y los planes de reforma.
El ejemplo más claro de cómo la fragmentación y la polarización impiden alcanzar la gobernabilidad y culminar las reformas se produjo durante la gestión de Pedro Pablo Kuczynski. Toda la voluntad reformista de este tecnócrata liberal convertido en presidente en 2016 se hundió porque no fue capaz de evitar un choque de trenes institucional con su principal rival político (el fujimorismo) que tenía mayoría absoluta en el Congreso.
Esa dificultad para alcanzar la gobernabilidad que trae consigo la fragmentación se incrementa debido a la fuerte polarización que atraviesa el país. La dicotomía fujimorismo-antifujimorismo se ha ido incrementando con el paso de los años y ha acabado paralizando a Perú.
Como apunta el analista del diario La República, Augusto Álvarez Rodrich “el país está en el callejón ¿sin salida? del pleito entre el gobierno y el congreso por una reforma política que solo es la punta del iceberg de la confrontación entre los que pretenden renovar las estructuras institucionales para combatir mejor la corrupción, y las fuerzas que se oponen al cambio. Cada momento, como el actual, tiene su particularidad, pero es el mismo callejón en el que está el país desde 2016, cuando el resultado electoral tuvo que ser reconocido por el fujimorismo, pero no lo pudo aceptar ni internalizar, lo que derivó en un comportamiento destructor del sistema… La pugna sin fin es entre el gobierno y el congreso, donde por momentos gana uno y en ratos el otro, pero dentro del mismo entrampamiento que paraliza todo lo relevante”.
Sobre la base de un sistema de partidos desestructurado con casi total ausencia de fuerzas de alcance nacional (salvo, en otros tiempos el APRA, y ahora apenas el fujimorismo), los escándalos de corrupción han profundizado la desafección ciudadana sobre los partidos y sitúan a Perú como el país con menor confianza hacia sus organizaciones políticas (solo un 7% los respalda, según la encuesta Lapop.
2-. La gran asignatura pendiente: las reformas estructurales
Esta parálisis política ha provocado, a su vez, una parálisis en cuanto a la puesta en marcha de reformas estructurales que propicien la modernización económica del país.
Perú padece esa “parálisis reformista” entendida como una etapa, superior a una sola administración ya que abarca dos o más periodos de gobierno, caracterizada por la falta de voluntad política, rechazo, incapacidad o imposibilidad para impulsar o poner en marcha reformas estructurales.
El país andino, como el resto de naciones de América latina, tras las reformas estructurales de los años 90 (que llevaron aparejado el control de la inflación, el equilibrio del gasto público, la liberalización y la apertura comercial) se acomodó a los tiempos de crecimiento y bonanza que en el caso peruano ha encadenado más de tres lustros de crecimiento ininterrumpido.
Pero la bonanza desincentivó las reformas: Esa coyuntura favorable unida la sucesión de gobiernos sin mayoría en el legislativo y escaso margen de acción (Ollanta Humala entre 2011 y 2015, Pedro Pablo Kuczynski de 2016 a 2017 y ahora Martín Vizcarra) ha conducido a que ningún ejecutivo haya impulsado, por falta de fortaleza política, las reformas estructurales que Perú necesita.
Unas reformas estructurales cuyo objetivo es convertir Perú en una economía más productiva y competitiva y con menor nivel de informalidad, más diversificada, vinculada a las cadenas internacionales de valor, con una decidida apuesta por introducir valor añadido e innovación a sus exportaciones y con un Estado más eficaz y eficiente cuyas políticas públicas estén centradas en apoyar la inversión en capital humano y físico y respaldar la innovación y a los emprendedores.
Sin embargo, sin ese tipo de reformas, Perú, en las últimas décadas, ha perdido terreno en productividad, competitividad y en inversión en capital físico y humano:
– En productividad
De acuerdo con el estudio del BID, la productividad total de factores del Perú en los 45 últimos años ha sufrido una variación negativa. Para el período 1970-2015, cayó un 0,3%.
Según Marta Ruiz-Arranz, asesora económica principal del Departamento de Países del Grupo Andino del BID, “en el largo plazo, el resultado neto muestra un estancamiento secular en la productividad en el Perú. Esto es la causa principal de la falta de convergencia de su ingreso per cápita con el de economías más avanzadas”.
De hecho, un trabajador estadounidense promedio es tan productivo como cinco trabajadores peruanos. Hace 70 años, tres peruanos sumaban la productividad de un estadounidense.
– En competitividad
el país acumuló en 2018 su cuarto año consecutivo entre los 10 peores países en temas de competitividad. Tanto la competitividad como la productividad se hayan lastrados por una elevada informalidad laboral que obstaculiza mejorar en ambos aspectos. A mediados de la década pasada esta informalidad laboral bordeaba el 80%. Si bien consiguió reducirse hasta el 70% en el 2012, en 2018, la informalidad creció un 5,1% y alcanzó al 73% de la fuerza laboral.
Y prueba de que se trata de un problema estructural y no coyuntural es que Perú retrocedió nuevamente en el Ránking de Competitividad Mundial de 2019. Esta vez, pasó del puesto 54 al 55, quinto año consecutivo entre los diez países menos competitivos del mundo, según un estudio elaborado por el Institute for Management Development (IMD) y Centrum PUCP que analiza 63 economías.
Como apunta la académica Fabiola Morales, “es evidente que la ineficiencia en el gasto público del gobierno central y de los gobiernos regionales y locales, así como el poco control en las ejecuciones de los presupuestos anuales, están pasando la factura a todos los sectores, pero principalmente a la infraestructura vial, de salud, educativa, tecnológica y un largo etcétera que la sufrimos todos los ciudadanos; pero principalmente las poblaciones más necesitadas de la ayuda del Estado. Hay dinero en las arcas del Gobierno, pero la inversión pública está trabada. Por tanto, una reforma del Estado debiera estar focalizada en la modernización de los distintos niveles de gobierno; es necesario apostar por la “carrera pública”: por la capacitación y actualización de los burócratas, la adquisición de nueva tecnología y por un sistema eficiente de fiscalización”.
– Déficit en inversión en capital físico y humano.
El déficit en infraestructuras elevado y escalará hasta prácticamente los 60.000 millones de euros de aquí a 2020. En inversión en capital humano pasa algo parecido: el país andino ha crecido en cantidad (ha desterrado prácticamente el analfabetismo) pero no en calidad de la educación.
Estos déficits acumulados de Perú explican las fallas del modelo. Por un lado que el país, aún creciendo a mayor velocidad que el resto de la región, esté experimentando una clara ralentización. Y en segundo lugar que se haya paralizado la reducción de las desigualdades sociales y regionales. Así pues, Perú sufre una doble ralentización:
a) Social
En una década, Perú logró reducir en más del 50% el índice de pobreza, que pasó de afectar del 55% al 22% de la población. Sin embargo, desde 2016 la reducción se ha ralentizado e incluso en algunos años (2017) se produjo un aumento.
De igual manera, la reducción de las desigualdades se ha estancado o su reducción es muy lenta desde 2013 motivado por ese menor crecimiento, producto de los cambios a escala mundial, y de una economía que no ha impulsado las reformas estructurales.
b) Económica
Perú crece y lo hace a mayor velocidad que el resto de la región. Pero comparado con la década dorada (2003-2013) los signos de ralentización son evidentes. Ha pasado de crecer al 6,4% en 2011 al 2,47% en 2017 y por debajo del 4% en la actualidad.
Para el 2020 el Perú continuaría liderando el crecimiento entre los países del bloque de la Alianza del Pacífico con una expansión de 3.9%, por encima de Colombia (3.7%), Chile (3.1%) y México (2.0%). Pero incluso el repunte de 2018 y 2019 sigue lejos de las cifras alcanzadas hasta 2013:
Una parte de la explicación de esta ralentización se encuentra en la reversión de las favorables condiciones externas (caída de los precios de las materias primas que Perú exporta, menores entradas de capitales y, en general, condiciones financieras más ajustadas). Pero lo más preocupante es que también existen factores estructurales internos detrás de esta tendencia: menor acumulación de capital físico, ausencia de reformas estructurales y una notable moderación de los incrementos de la productividad y la competitividad.
Y, por ahora, para afrontar todos estos retos estructurales, desde la política no solo no se está haciendo demasiado para solucionarlo, sino que se ha convertido, sobre todo desde 2016, en un obstáculo para avanzar, modernizarse y adaptarse a las corrientes internacionales.