Pedro Benítez (ALN).- A pocos meses de cumplirse cincuenta años del golpe militar que derrocó al presidente socialista Salvador Allende, Chile está sumergido en una profunda crisis. La misma no es de carácter económico como en la Argentina (aunque los datos en este terreno no lucen halagadores para este 2023) ni de tipo político como en Perú, sino de otro signo: El auge del crimen y la violencia delincuencial en casi todo su territorio. Ese es, hoy, el tema que más preocupa a la población del país que, pese a todo, sigue siendo el más próspero de la región.
El año pasado Chile registró un promedio nacional de 3,6 homicidios por cada 100 mil habitantes, de los más bajos de Latinoamérica, pero totalmente inédito para una población acostumbrada desde siempre a la apacible condición de ser una de las sociedades más seguras del mundo.
Un aspecto inquietante de esa situación han sido los ataques casi diarios a los miembros del, hasta hace no mucho tiempo respetadísimo, cuerpo de Carabineros (policía nacional militarizada). Tres de ellos han sido asesinados en el transcurso de los últimos 30 días.
Como ha ocurrido en otros países, el deterioro de la seguridad ciudadana en Chile no se ha dado de la noche a la mañana, sino que ha sido un proceso paulatino. Aunque, viendo las cosas en perspectiva, sí hubo un claro punto de quiebre, con el denominado estallido social de 2019, que polarizó intensamente a ese país y vino acompañado por una ola de desórdenes, pillajes, y delincuencia común que desbordó totalmente al Gobierno de Sebastián Piñera.
Ese proceso ha coincidido, además, con otro cambio muy importante ocurrido en ese país en las últimas dos décadas, cuando volvió a ser, como ya lo había sido en fin del siglo XIX, un país atractivo para la inmigración, en este caso latinoamericana. Un hecho significativo para una sociedad relativamente aislada de sus vecinos, pero consecuencia de sus años de rápido crecimiento económico.
Y como suele ocurrir en este tipo de situaciones, juntos con la inmensa mayoría de honestas familias trabajadoras que emigran en busca de una mejor vida, se infiltran los pequeños grupos indeseables de toda calaña.
De toda esa inmigración extranjera la mayor en número y más reciente es la proveniente de Venezuela. Hace diez años el número de venezolanos apenas se acercaba a los 10 mil, pero de 2015 en adelante el flujo se ha transformado en avalancha. Se estima que con alrededor de 500 mil, Chile tiene la tercera comunidad de venezolanos más grande del mundo. Con ellos se ha repetido un patrón conocido; detrás de los trabajadores, de los emprendedores y de los profesionales altamente calificados, se han ido los delincuentes comunes siempre dispuestos a manchar el buen nombre de los honestos.
Cada semana que pasa no falta en las noticias el nombre de venezolanos involucrados en algún hecho delictivo en Chile. El más reciente, el homicidio del suboficial mayor de Carabineros Daniel Palma el jueves 6 de abril. Está semana las autoridades chilenas detuvieron a dos jóvenes venezolanos sospechosos de haber cometido el crimen.
Como no podía ser de otra manera, el suceso conmocionó a ese país, al extremo que el presidente Gabriel Boric se arrodilló ante la viuda de la víctima casi pidiendo perdón y dando pie a una ola de xenofobia contra los venezolanos, pero en este caso no proveniente de la derecha, sino desde la izquierda en las redes sociales y programas de opinión de la televisión chilena.
Para la oposición a Boric (es decir, desde la derecha) la causa de problema de inseguridad se ha originado, principalmente, en la persistente campaña por parte de la izquierda de ese país empeñada en deslegitimar la labor del cuerpos de Carabineros, a quien ese sector ha asociado con la dictadura militar (1973-1990), y más recientemente por su actuación reprimiendo la violencia desatada durante el estallido social de octubre de 2019.
En cambio, la izquierda hace responsable de la actual situación al ex presidente Piñera, porque en 2019 “abrió las puertas” a toda la migración venezolana (aunque eso, hay que decirlo todo, sea una verdad a medias). A lo anterior hay que agregar la mutua e inocultable antipatía que hay entre los partidos de la izquierda chilena más radical (hoy en el Gobierno) Frente Amplio y Partido Comunista, y la diáspora venezolana, sensiblemente anti todo lo que huela a chavismo. Todavía se recuerda la sonora protesta protagonizada por un grupo de venezolanos frente a la embajada cubana en Santiago en febrero de 2019.
Todo esto, que como hemos visto que ha pasado en otros países del continente, ha puesto a los migrantes venezolanos en el ojo del huracán político con acusaciones que van de lado y lado.
Ni Boric, ni sus ministros se han sumado a ese tipo de comentarios. Pero el joven mandatario paga el precio de su lógica inexperiencia como gobernante y el choque diario entre sus románticas ideas y la cruda realidad de enfrentar los problemas diarios de un país. Esta es una crisis que él heredó, que se empezó a gestar en los gobiernos anteriores, que se agudizó particularmente durante la administración de su antecesor Sebastián Piñera, pero que a lo largo de sus 11 meses de mandato presidencial no se ha hecho más que agravar en una imparable espiral.
De modo, que como ya ha venido haciendo en otros temas, en este ha dado un giro de 180 grados, prometiendo hacer todo contrario de lo que criticó cuando era un agitador estudiantil hace apenas unos años atrás. Luchando por salvar a su Gobierno del descalabro, en medio de traspiés casi diarios, Boric le acaba de declarar la guerra a los migrantes ilegales (una bandera de la derecha) e, incluso, ha ordenado cambiar las normas operativas de Carabineros, regresando al esquema que él y grupo criticaron antes.
Otro ejemplo de cómo las cosas se ven muy distintas cuando se es el responsable máximo de la seguridad y el orden público de todo un país.
@PedroBenitezf