Pedro Benítez (ALN).- En alguna ocasión el historiador, periodista y ex presidente venezolano Ramón José Velásquez comentó la verdadera razón que le expuso Rómulo Betancourt cuando lo designó como su Secretario de la Presidencia en febrero de 1958: “no quiero me redactes los discursos, porque con mi ¨estilito¨ no me ha ido mal; quiero que seas el puente de este gobierno con esa Venezuela que no me quiere”.
Se refería a la Venezuela andina, católica y conservadora que había dominado el país durante 45 años (octubre 1899-octubre 1945) y que él, aliado con la juventud militar, había desalojado del poder político por medio de un audaz golpe de mano, cuando por primera vez llegó al comando del Gobierno metiéndose por la ventana.
Esa Venezuela que había visto con horror la instauración del voto universal, el crecimiento de los sindicatos, del Estado docente; pero que también había asustado con la nueva hegemonía que Acción Democrática había impuesto y por la retaliación política llevada a cabo en nombre del combate al peculado. Fue la que el 24 de noviembre de 1948 respiró con alivio el derrocamiento de Rómulo Gallegos y que apoyó los diez años del régimen militar.
Cuando en 1958, ante un nuevo giro de la historia, a Betancourt se le abrió la posibilidad de regresar al poder, esta vez por lo votos y no por las balas, llegó a una conclusión básica: la única manera de asegurar que su gobierno no fuera otro breve paréntesis en la accidentada vida venezolana, era llegando a un acuerdo de convivencia con los viejos adversarios que una década antes le habían combatido de manera implacable. Un pacto en el cual la competencia política fuera posible sin necesidad de practicar el canibalismo político.
Sabía que medio país lo apoyaba como su líder, mientras que la otra mitad le temía. Bastaba con contemplar un mapa de los resultados electorales de diciembre de 1958 para apreciar que esa Venezuela se había expresado electoralmente en la URD de Jóvito Villalba y el Copei de Rafael Caldera. Y los tres personajes se percataron que a todos les convenía un acuerdo que evitara una nueva parada militar. Esa fue la razón de fondo del Pacto de Puntofijo.
En la Constitución de 1961, como gesto de reconciliación nacional, se dispuso que los primeros senadores vitalicios serían los ex presidentes Eleazar López Contreras y Rómulo Gallegos; el primero de los cuales era símbolo viviente de aquella Venezuela andina. Elegido para esa curul por los mismos hombres que casi 30 años antes lo habían combatido y que él había perseguido.
Ese fue un ejercicio de pragmatismo y sentido de la realidad que le dio a toda Venezuela sus cuatro décadas de imperfecta democracia. Un periodo lleno de vicisitudes donde los venezolanos sabían que un mal gobierno terminaba en cinco años y que salir del Palacio de Miraflores, para ser oposición en la calle, no implicaba una tragedia para nadie. La herida que abrió la lucha armada protagonizada en los años sesenta por el MIR y el PCV fue cerrada (o se suponía que sería así) a su vez con la política de la Pacificación.
Pero como la memoria colectiva es débil, y tal como luego ha ocurrido (y está ocurriendo) en varias partes del mundo, la descomposición del régimen de la democracia representativa le abrió paso el discurso según el cual el origen todo cuanto iba mal en el país se debía aquel “nefasto” pacto de élites. Sobre ese convencimiento se montó Hugo Chávez, quien persuadió a la mayoría de los electores de que él sería el ángel vengador que barrería con la corrompida élite puntofijista, “las cúpulas podridas”; y, por consiguiente, nunca pactaría con la oligarquía que había traicionado a Simón Bolívar y destruido a la patria durante dos siglos, representada, por supuesto, por sus adversarios políticos.
Toda un masajeo de la historia patria cuyo fin no era sino el justificar sus aspiraciones personales de poder absoluto y perpetuo.
En definitiva, el chavismo ha sido un proyecto político, que ha hecho todo lo posible a fin de evitar la alternabilidad en el ejercicio del poder público. Por eso, se han regodeado cada vez que ha vaciado de contenido el espacio que algún opositor ha conquistado por medio de los sufragios; gobernaciones, alcaldías y la Asamblea 2015.
No es aventurado especular que, si, por el contrario, todos los mecanismos de pesos y contrapesos de la denostada democracia no hubieran sido desmantelados, junto con la posibilidad de alternancia civilizada, Venezuela no se hubiese sumergido en el actual pozo de destrucción económica y social.
El carácter autoritario del chavismo es el elefante que se empeña en permanecer en la habitación. Hay análisis que luego de un cuarto de siglo insisten en ignorar lo evidente y poner la carreta delante de los bueyes.
En medio de innumerables obstáculos el campo democrático venezolano está dando hoy una lucha pacífica para reconquistar por medio del voto la alternabilidad en el gobierno. De eso se trata.
Podemos hacer (y es muy bueno que se recuerde) la lista de errores que siempre se le reprochan al liderazgo opositor, pero no nos engañemos; no se pueden equiparar responsabilidades “de lado y lado”, como cierta conseja acomodaticia insiste en repetir. Se trata de ser prácticos.
Si en los próximos días o semanas el TSJ decidiera anular la tarjeta de la MUD, o el CNE optara por suspender (o posponer) el proceso electoral, no se deberá a que desde la candidatura opositora no se le haya efectuado una oferta lo suficientemente atractiva que le dé garantías de salida al grupo en el poder. Por el contrario, la cuestión es que el chavismo es (y ha sido) un proyecto de poder absoluto, profundamente sectario, que siempre ha manifestado un desprecio por cualquier tipo de acuerdo con los venezolanos que le adversan. De hecho, si en algo la narrativa del ex comandante/presidente y sus herederos ha sido coherente, es en su condena al Pacto de Puntofijo; precisamente por eso.
Si llegan a un acuerdo de ese tipo, es porque no les queda más remedio. De modo que la dificultad no se reduce a la buena disposición del actual liderazgo opositor. Voluntarismo es pretender lo contrario. Veamos la destemplada respuesta del primer vicepresidente del oficialista PSUV le ha dado tanto al presidente Gustavo Petro, como a su canciller Luis Gilberto Murillo. A Lula Da Silva no lo cuestiona en esos términos porque este es un peso pesado.
Sin embargo, una cosa es querer y otra muy distinta, poder. Puede que Nicolas Maduro, Jorge Rodríguez y Diosdado Cabello estén persuadidos que todavía le es posible revertir la actual tendencia que favorece a Edmundo González Urrutia; de que se trata de un candidato “débil” y por consiguiente “derrotable”. Nadie es infalible, dieron por liquidada a una oposición que hace un año por estos días estaba en el suelo y no vieron venir el vertiginoso ascenso popular de María Corina Machado, razón por la cual subestimaron la primaria del 22 de octubre. Se equivocaron y no descartemos que se estén equivocando nuevamente. Si es así, lo que se viene no es auspicioso para el país. Pero tampoco descartemos que sencillamente no puedan materialmente evitar la derrota, tal como no pudieron el 6 de diciembre de 2015.
En ese sentido, para ellos admitir en este momento que están abiertos a una oferta de ese tipo, equivaldría a reconocer que tienen las elecciones perdidas y ahí sí que el piso se les puede mover y el techo caer encima.
En resumidas cuentas, aunque no quieran, los dirigentes del chavismo necesitan un pacto (serio) con el sector que hoy tiene la mayoría del favor electoral, porque las demás alternativas no lucen mejores para ellos. Y la oposición, que encabeza EGU/MCM/PU, tendrá que llegar a ese pacto, aunque en este momento no tenga nada que ofrecer.