Juan Carlos Zapata (ALN).- Esta es la crónica de los últimos días de Hugo Chávez. Corre 2012. El año que se gasta al extremo para reelegir a un moribundo a la Presidencia de la República de Venezuela. Pero en los cálculos del poder, era imprescindible reelegirlo para que el sistema político continuara. Y Chávez, consciente de ello, se presta para la puesta en escena. La manipulación extrema de la enfermedad es una gran estafa a la sociedad, sobre todo a sus partidarios.
2012. Año diez de la resurrección. Magna fecha en la simbología chavista. Vuelta a la vida. Vuelta al poder. Remite al 14 de abril de 2002. Derrotados la rebelión civil y el golpe de Estado que lo echó del mando por horas. Es la apoteosis. El delirio. El vicepresidente Ejecutivo de la República, Diosdado Cabello, entrega la banda presidencial a Hugo Chávez. Más tarde, habla Chávez. Un crucifijo en la imagen, en la televisión, en las primeras páginas de los periódicos que todavía eran periódicos. Un beso al crucifijo. Una promesa de cambio. Otra que nunca llegó. Un juramento de perdón. Falso. El proceso se acentuó. El rentismo. El clientelismo. El mesianismo. El controlismo. El intervencionismo. La verborrea. El ataque. El insulto. Chávez hasta en los sueños.
Del 2002 al 2012 transcurre una década de desmesura. «Ya no soy el mismo Chávez». «No soy el pendejo de antes». «Esta revolución está armada». Diez años de amenazas. De presión. De verbo incendiario. Hemos quemado las naves, dice. La Fuerza Armada es chavista, sentencia.
El enfermo se retrata en familia
De pronto –diez años son nada–, la imagen cambia y es una foto en familia. Chávez en medio de la madre, doña Helena –cambiada, maquillada, rejuvenecida– y el padre, Hugo de los Reyes –un hombre con la piel y los ojos de la edad. Atrás, los hermanos, Adelis, Nacho, Adán, el gobernador de Barinas, Aníbal, el alcalde de Sabaneta de Barinas, los primos, los sobrinos, los hijos. No se ve a Argenis, el díscolo Argenis, designado jefe de Corpoelec, responsable de resolver la crisis eléctrica del país, donde fracasará, pero como si el fracaso fuera un triunfo, será premiado con otro cargo: el que controla a los jueces de Venezuela.
Tal vez se pueda afirmar que casi todos los Chávez, la tribu, el clan, asisten el 5 de abril de 2012 a la misa que se celebra en Barinas, la mediana ciudad de donde surgieron. Es Semana Santa. Es una misa de oración por el mandatario.
En la próxima Semana Santa Chávez ya habrá muerto. Y entonces la maquinaria del mito entra en acción. Es un santo. Un Cristo. Un águila remontando los cielos. Es el comandante eterno. Mi gigante, dice y repite la hija, María Gabriela. Es un instrumento de Dios en América Latina, sentencia el sacerdote que oficia otra misa –ya muerto Chávez– en la iglesia de San Francisco, en el centro de Caracas.
–Jesús no puede compararse con un hombre –alertará el cardenal Jorge Urosa Savino desde la Catedral de Caracas.
Y entonces la maquinaria del mito entra en acción. Es un santo. Un Cristo. Un águila remontando los cielos. Es el comandante eterno
Y no está de más recordar que Chávez en los días del paro petrolero de diciembre de 2002 había invocado a Jesús en este sentido, inequívoco, para su causa, personal y política: «Mi comandante. Jesús, el jefe de este pueblo», para luego agregar: «Cada vez entiendo más la pasión de Jesús». Con lo cual, entre una y otra escena, con una década de distancia, no hacía más que ponerse él mismo, en el papel del mártir. De hecho, le atraía evocar la figura de Martin Luther King en estos términos: «Mártir de nosotros los negros».
En el oficio de Barinas, las manos de Chávez frotan las manos de la madre y el padre. El padre lo toca en el hombro. Antes ha habido un abrazo. Una lágrima. Adán observa de lado. Nacho fija la mirada en el cogote, gordo, grueso, hinchado, del presidente. Aníbal lo mira de reojo. Hace casi un año que se ha descubierto el cáncer y hay quienes aún parecen no admitirlo. El juego corporal de Aníbal es del incrédulo. Se rasca la cabeza. Se limpia una oreja. Se concentra en el perfil de Chávez. Parece Tomás ante Cristo resucitado. Si los apóstoles sucumbieron ante la duda, ¿qué puede esperarse de Nacho, Aníbal y de los sobrinos de Chávez? Una prueba para creer. Mete el dedo, Tomás. ¿Por qué no cree Aníbal? Porque el mismo Hugo Chávez se comporta, a veces, muchas veces, como si estuviera sano, más impaciente que paciente, glosará el periodista Nelson Bocaranda. Se obliga a ser el mismo. Se obliga a demostrarle a los seguidores que puede, aunque ahora se sabe, ya Fidel Castro le había dicho a Rafael Correa, entonces presidente de Ecuador, que lo de Chávez no tenía retorno.
Entonces Chávez baila, canta. Entonces hace amagos de que se recupera. Envía el mensaje de que el milagro es posible, que los regalos que le ha hecho a la Iglesia Católica –se recuperan templos, se aprueban recursos atrasados para los colegios católicos, halaga a la jerarquía de la Iglesia, sigue el rito, asiste a misa, paga promesas– comprarán la plegaria definitiva para que el cielo proceda en consecuencia. En la campaña electoral exclamará, jurará, asegurará: Estoy curado. Ni una célula maligna queda en mi cuerpo. Falso. Mentira. Otra vez la mentira. Desde que se supo del cáncer por boca de Fidel Castro, Chávez le había advertido al canciller Nicolás Maduro y al presidente de PDVSA, Rafael Ramírez, la dura prueba que se le encimaba, temiendo lo peor. De hecho, será dentro de dos años, en junio de 2014, que el ministro Jorge Giordani revelará en polémica carta pública, cuando Maduro ya presidente lo aparte de su cargo, que en las elecciones se gastó al extremo, se exprimió el gasto público para garantizar la reelección de Chávez. La reelección de un hombre enfermo. De un moribundo. De un hombre que ya estaba muerto. Y todo con el fin de darle continuidad al proyecto revolucionario.
Así que Chávez no es Cristo ni Aníbal tampoco es Tomás. Esto no se trata de creer o no creer. Sino de saber. De disponer de los datos y la información precisa. Con el tiempo se sabrá que ni la misma familia manejaba los detalles del mal que lo iba consumiendo, excepto tal vez las hijas y el yerno, Jorge Arreaza. Con el tiempo se conocerá que no estará curado, por lo cual, ha sido engañoso, fraudulento su mensaje. La manipulación extrema de la enfermedad es una gran estafa a la sociedad, sobre todo a sus partidarios, así diga luego Cabello que quienes votaron por Chávez sabían que estaba enfermo. Y todos, todos en el entorno, manipularán el cuadro, dirán que hablaba, que les apretaba la mano, circulará una foto con las hijas, Chávez sonriente, y una enfermera jurará que lo ha visto caminar. En los calabozos de la División de Inteligencia Militar, DIM, el jefe del organismo, el general Hugo Carvajal, en cambio sí sabía del cuadro clínico. ¿Cómo no saberlo? Por ello era el cerebro del espionaje, y en tales funciones lo había colocado Chávez. Carvajal, apodado el pollo, se ufanará ante algunos y muy escogidos presos que lo de Chávez no tenía retorno. Pero todo se decía en silencio. En secreto. En otros ámbitos, cundía la mentira.
En el escenario de las intrigas
En abril de 2002 también se monta una operación de la mentira. ¿Dónde queda la frontera de la verdad, lo ficticio, lo imaginario, el disimulo? Ciertamente, la enfermedad era de dominio exclusivo de los hermanos Castro, de los médicos, del enfermo, de los espías del imperio, del canciller y luego vicepresidente, Nicolás Maduro, del ministro Elías Jaua, del presidente de PDVSA, Rafael Ramírez, y del periodista Nelson Bocaranda que se datea e informa en su columna del diario El Universal. Y también lo sabía Diosdado Cabello, instalado en la presidencia de la Asamblea Nacional. Ni un pelo de tonto. Hay un testimonio, verosímil, de un familiar suyo del estado Monagas que lo fue a visitar al despacho en octubre de 2011 y al preguntarle sobre Chávez, la respuesta que dispara es esta frase: Chávez se jodió.
Chávez se jodió, apunta y hace un amago con la mano, despejando el aire. Palabra y gesto concluyentes. Por tanto, Cabello también maneja la información y se ubica en la línea constitucional de la sucesión. Se supone que ante la falta absoluta del presidente es el jefe del Parlamento quien debe asumir la Presidencia. Pero el grupo de Maduro se le ha adelantado. Ya intrigan. Alaban a Maduro. Es el hombre. Y en La Habana coinciden. Respaldan a Maduro. Y será el sucesor. Y se mantendrá en el poder. Purgará militares. Purgará civiles. Purgará a Rafael Ramírez. Reprimirá. Violará la Constitución. Una buena dosis de crueldad será el arma necesaria para alcanzar el objetivo de derrotar a la oposición. Y sobrevivir. Consolidarse en el poder.
En abril de 2012 es la fecha en que Chávez pide vida. Dame vida. Dolorosa, sangrante, sufriente, en una cruz, con espinas, pero vida. El Nazareno cargando la cruz está al fondo. Dame la vida, Cristo. Que hay cosas por hacer. Hay un gobierno que debe terminar y una campaña electoral que arranca, que está a punto, y en la cual está obligado a entregarse, dado que el candidato opositor –joven, flaco, sano, dinámico, Henrique Capriles Radonski– lo obliga, le exige, hasta el riesgo, hasta el cansancio, hasta el dolor.
Cuando en diciembre de 2012 se encuentre en la disyuntiva de partir –el último viaje a La Habana-, acopiará alma, cuerpo, recuerdos, sentimientos, y clamará ante el triunvirato del poder, Cabello, Maduro, Ramírez, y tal vez ante Jaua y Giordani, con esta frase dolorosa.
-¡No me dejen morir!
Algo ocurre en el Palacio de Miraflores
Es que el cuadro era de muerte. Y de dolor. Ya en octubre, la noche de la reelección, hay señales del drama. Los patios y alrededores del Palacio de Miraflores están repletos de gente de a pie, militares, ministros, funcionarios públicos y dirigentes del PSUV. En el llamado balcón del pueblo, un Chávez victorioso aparece nuevamente ante los suyos aunque solo los de abajo, la masa de seguidores, ignoran que sería el último discurso desde aquel pedestal. A esta altura de la historia, 7 de octubre de 2012, la dirigencia chavista maneja los elementos de la gravedad del cáncer. Haciéndole compañía, las hijas, el yerno Jorge Arreaza; un impertérrito José Vicente Rangel y un muy serio Elías Jaua, flanqueándolo a la derecha y a la izquierda. Al lado de Jaua, la embelesada Maripili Hernández, llamada a gobierno desde que el cáncer se le había hecho evidente al enfermo. La estatura de Rafael Ramírez sobresale aunque dispuesto detrás de Jaua. Cabello entraba y salía. Tarek El Aissami entre Jorge Rodríguez y Ramírez. Maduro se asoma un par de veces, tal vez los mensajes de felicitación de los mandatarios amigos ocupan su atención, puertas adentro. Ya ha llamado Cristina Kirchner. Ya se han comunicado Raúl y Fidel Castro. El ordenanza de verde oliva y boina roja va de un lado a otro del balcón. En esta oportunidad de la victoria ante Capriles Radonski, los balcones laterales también se han dispuesto para el entorno. Días antes, en el cierre de campaña, los dolores lo habían obligado a suspender la caravana a mitad de recorrido. Y esta vez, igual que en la misa de Semana Santa en Barinas seis meses atrás, Chávez vuelve a clamar a Dios por más vida. “Le pido a Dios que me dé más vida y salud para seguir gobernando al país”. Por el énfasis en las palabras, por la fuerza con que entona el himno nacional, por la energía con que levanta la espada de Simón Bolívar y, al final, ondea el pabellón patrio, se podía pensar en el milagro del Chávez si no curado al menos repuesto para un tiempo más. De hecho, atrás, con la excepción de Rangel y Jaua, los acompañantes hablan, sonríen, se saludan, se dicen cosas al oído, ofreciendo un escenario de normalidad. Entre tanto, Chávez agradece a Dios. Al Cristo de la montaña. Al Cristo del 4 de febrero. Al Cristo del 11 de abril. Al Cristo de siempre. Al Cristo de los pueblos. La invocación de Cristo se le había convertido en urgente nexo, lazo de vida. Imbatible en casi todos los episodios, inclusive en esta última campaña (victoria perfecta en toda la línea, afirma), no hay duda de que de algún hilo de esperanza se aferra, ungido como se cree él mismo, marcado por la buena estrella de los triunfos aunque, en realidad, lo que afirma tiene más que todo “una resonancia fúnebre”, para citar al Kafka de La Condena. Pese a ello, se compromete a ser mejor presidente de “lo que he sido en estos años”. Así, la masa, abajo, corea, uh ah Chávez no se va, lo que para él significa una transfusión inmediata de energía para seguir arengando, aunque este discurso no llegue a los 50 minutos. Un discurso corto para los tiempos prolongados de Chávez. Poco le queda por decir. Felicitaciones al pueblo. Felicitaciones a la oposición por el gesto de reconocimiento. Felicitaciones al doctor Jorge Rodríguez, jefe del Comando de Campaña Carabobo. Felicitaciones al poder electoral, el mejor del mundo. Felicitaciones a los soldados de la guardia presidencial que ondean dos banderas desde la terraza del Palacio Blanco en cuyos espacios, después que muera, montarán un extraño recinto de culto. Sigue, habla, señala que una de las mejores democracias del mundo es la venezolana, cuando de repente el ordenanza hace la observación. Rangel ve, con disimulo, hacia la espalda y hacia más debajo de Chávez. Jaua hace lo mismo y le cambia la cara. Atrás se mueven Cabello, Ramírez, El Aissami, Jorge Rodríguez y Maduro que vuelve a aparecer y mira que algo ocurre en la humanidad trasera del presidente. Rangel y Jaua se estrechan en sus posiciones para cubrirlo mientras el ordenanza ejecuta una operación que no se ve, pues la cámara de la televisión solo enfoca el frente del mandatario, aunque al conectar con el hecho posterior de la gravedad y muerte, es posible inferir que, en el balcón, durante el discurso, se ponía en evidencia alguna manifestación del mal. Una mancha. Un desarreglo. Quién sabe. Solo quienes estaban allí pueden confirmarlo. Es en ese momento que Chávez señala que no se va a extender, pero aún le quedan arrestos para 17 minutos más de discurso, y todavía al final, cuando ya se ha despedido, algo de aliento le sobra para levantar la bandera en tanto que el ordenanza le dice algo que, se aprecia en el rostro, deriva en un apuro, una prisa, una emergencia. Ahí termina la transmisión. Ahí se corta la imagen.
El gran manipulador
Es que ya era dolorosa, hasta las lágrimas, la vida de los últimos meses, y sin embargo, en la misa familiar pedirá más «vida dolorosa, no me importa». Ahí se quiebra. Se le va la voz. Suelta una lágrima. Hay quienes creen que es teatro. Puro teatro. Sin embargo, es dolor lo que siente. Dolor físico. Dolor amargo. Dolor ante la impotencia. Chávez lo reconocerá al término de la campaña. No resistía los dolores. Hay mucho que hacer, dice. Quedan tantas cosas pendientes. Hay una y otra operación. Y sesiones de quimioterapia, y radioterapia, y descanso, y cuidado, atenciones. Solo al final, en la víspera de volar a La Habana a la siguiente intervención –diciembre de 2012– reconoce que los dolores han sido insoportables. ¿Cuántas veces no tuvo que suspender un acto? ¿Cuántas veces tuvo que recortar un discurso presidencial?
Ese Chávez de la Semana Santa de 2012 que clama a Cristo es el mismo que se despide en diciembre y, sin embargo, no se conmueve de los presos políticos que sufren y están enfermos. Hay un indulto para unos pocos, aunque se nota que la medida es un juego concertado que favorece a amigos, operadores financieros y familiares de caídos en desgracia en las relaciones de poder.
Está consciente de que la permanencia del proyecto depende en buena medida del mito. Mientras más consolidado esté, más largo plazo habrá. Eso piensa. Eso calcula
Hasta el extremo, hasta el límite, Chávez, el enfermo, era protagonista de un proyecto de poder que manipulaba la imagen de Cristo; o blandía un crucifijo vacío de perdón, piedad, misericordia, por un lado. Por el otro, la maquinaria del gasto se había puesto en movimiento. Un gasto que evaporaría los recursos de la nación con el fin único de hacer a un enfermo de nuevo presidente y, más que eso, un mito.
Del enero de 2012 que Diosdado Cabello lo recibía en la Asamblea Nacional para que ofreciera el último discurso ante el Parlamento, al abril de esa Semana Santa y luego al diciembre –ya victorioso el 7 de octubre de 2012– hay un tiempo de expectativas, hay un tiempo de confusiones, hay un tiempo de dudas.
–¿Está enfermo? ¿No está enfermo? ¿Tiene razón el periodista Bocaranda?
Solo Chávez sabe cuán dolorosas han sido las horas, los días, las semanas: todo ese trayecto. «No me lleves todavía», clama Chávez, al tiempo que los asistentes aplauden, la madre se enjuga las lágrimas con un pañuelo blanco.
La puesta en escena contiene ese dejo del que es capaz de ir al extremo y manipular y sacarle provecho a la enfermedad. Solo le falta levitar. Flotar. Aunque la imagen del hombre conmovido lo eleva sobre la concurrencia. Mérito del líder carismático, de este líder, cuya debilidad la transforma en fortaleza y gana las elecciones y prepara la línea de continuidad del proyecto político, pues no hay duda de que está consciente de que la permanencia del proyecto depende en buena medida del mito. Mientras más consolidado esté, más largo plazo habrá. Eso piensa. Eso calcula.
El cierre de la última escena
En el cierre de campaña de octubre de 2012 superará el performance de la Semana Santa. Todo el gobierno se ha movilizado. Empleados públicos de todo el país plenan las vías principales del centro de Caracas. Miles de autobuses han transportado –¿cuántos?– a miles de funcionarios del gobierno y militantes de la causa chavista. ¿Sospechan que es el último mitin? Allí está el líder, de nuevo, como tantas veces antes en la avenida Bolívar. Los convoyes de autobuses colapsan la ciudad. Aquellos hombres y mujeres han dejado de serlo, transformándose en masa compacta, aunque ya no son los mismos «descamisados» de 1998 y 1999, 2000 y 2002. Ahora van bien vestidos. Portan teléfonos celulares. Ahora reciben un sueldo, una beca, un subsidio. Y algunos se ufanan del acceso exclusivo a las divisas. Hay quienes se han movilizado en flamantes camionetas. Y esperan el final del mitin en un restaurante, bebiendo el scotch de más años en la etiqueta. En la cartera, portan tarjetas de crédito y débito, bien de bancos estatales o bien de bancos privados, que para los efectos es lo mismo: pagar el consumo, que en ello consiste la economía chavista: una burbuja de consumo. Los más enchufados en el poder, tienen empresas de maletín, manejan grandes cantidades de recursos, contados en dólares, a través de empresas fantasmas. Y tienen testaferros. Y tienen aviones. Son potentados. Ese 2012 es el año de la sangría, del saqueo de 30.000 millones de dólares. Porque los clanes del chavismo calculan que sin Chávez el sistema no se sostendrá.
Ese 2012 es el año de la sangría, del saqueo de 30.000 millones de dólares. Porque los clanes del chavismo calculan que sin Chávez el sistema no se sostendrá
Ahora llueve y Chávez dice que la lluvia es de agua bendita. Todo se ha consumado. La actuación es perfecta en el mitin de cierre. Dolorosa pasión. La mirada hacia el cielo. Las manos extendidas. De donde saldrá la foto póstuma del Chávez en medio de una cortina de gruesos goterones con la leyenda de que de sus manos brota agua de vida.
No es fácil la competencia en ese terreno. No lo fue para el candidato de la oposición. Menos para los delfines, si es que se puede hablar de delfines. Tienen que llorar. Tienen que rezar. Tienen que clamar. Tienen que demostrar que cada uno es más leal que el otro. Tienen que decir que lo acompañarían, inclusive, hasta la tumba. Pero solo el que maneje la información está en capacidad de partir adelante en la carrera por el poder. Una carrera que parecía de fondo y que se precipita en diciembre de 2012. Maduro y su grupo ya han tomado la delantera.