Sergio Dahbar (ALN).- Eric Vogel fue uno de los testigos que vieron cómo los alemanes disfrazaron el campo de concentración Theresienstadt para mostrar una cara amable de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando Eric Vogel saltó en 1945 del tren que lo conducía hacia la muerte en las cámaras de gas de Dachau, pensó que -si sobrevivía- nadie podría creerle la vida que había vivido durante la guerra. Había nacido en el Imperio austrohúngaro hacia 1896. Fue un estudiante de música. Un crítico con un instinto nato. Un improvisador con más talento que genio.
En 1961, 16 años después de salvarse, relató su escape para Downbeat, mítica revista de jazz estadounidense: “Esta es una historia de horror, terror y muerte, pero también de alegría y placer, la historia de una banda de jazz que estaba condenada a morir”. Toda una frase para atrapar al lector. La revista publicó su historia en tres partes, con el título: “Jazz en un campo de concentración nazi”.
En enero de 1943, Vogel solicitó permiso al departamento de actividades recreativas de Theresienstadt para crear una orquesta de jazz: lo autorizaron de inmediato. Sabían que era impropio participar en la farsa que habían montado los nazis para distraer a la comunidad internacional. Pero no tenían escapatoria.
La paradoja es como un espejo que deforma: los nazis pensaban que el jazz era “música de la jungla”. La identificaban con negros y judíos. “Decadente” la llamaban. Hubo excepciones (bien resguardadas para no llamar la atención), como el oficial de la Luftwaffe, Dietrich Schulz-Köhn, que publicó un boletín secreto sobre el jazz en la Europa ocupada, con el seudónimo Doctor Jazz. Suicida o no, este personaje resultó tan fascinante que Stanley Kubrick pensó en llevar al cine la peripecia del nazi que amaba el jazz más que su vida.
El 15 de marzo de 1939 el presidente checo, Emil Hácha, firmó la aceptación para que soldados alemanes invadieran Bohemia Moravia, después de que Adolf Hitler amenazara con bombardear Praga. La convirtieron en un protectorado nazi. Esa tarde la Gestapo se presentó en el apartamento de Vogel: un músico que había conocido días atrás en una sesión de jazz improvisado golpeó la puerta y pidió sus papeles.
El oficial al reconocerlo le guiñó un ojo y le susurró que no le pasaría nada. “Esa fue la primera vez que el jazz me salvó la vida. No fue la única”. Una sucesión de eventos desafortunados agitó su vida: perdió el trabajo, le confiscaron una radio de onda corta, tuvo que usar la estrella amarilla en el brazo, debieron compartir apartamento con otras dos familias, y no podía estar en la calle después de las 8 pm.
El 25 de marzo de 1942 Vogel recibió la notificación de que debía trasladarse a Theresienstadt, estación de clasificación en Terezín, ciudad fortaleza en el Protectorado de Bohemia. La buena noticia era que ese campo había sido elegido “para recibir la visita de una comisión de la Cruz Roja Internacional, que comprobaría si todo lo que se escribió en la prensa enemiga sobre el horror en los campos de concentración, con cámaras de gas, trabajo forzado y asesinatos, era verdad o mentira”.
Vogel nunca asimiló bien que la música que amaba hubiera servido para un fin tan detestable como lo que se perseguía en Theresienstadt. Siempre recordaba que obligaron a los prisioneros a fingir una vida tranquila. Cuando se les interrogaba, contestaban con frases de elogio a sus carceleros.
En enero de 1943, Vogel solicitó permiso al departamento de actividades recreativas de Theresienstadt para crear una orquesta de jazz: lo autorizaron de inmediato. Sabían que era impropio participar en la farsa que habían montado los nazis para distraer a la comunidad internacional. Pero no tenían escapatoria. Y debieron ingeniárselas. Europa había quedado aislada a partir de 1939. La música se congeló ese año y todo lo que podían tocar se basaba en el recuerdo de canciones que habían oído antes en la radio o en algunos discos.
A Theresienstadt fueron enviados muchos artistas. Vogel reclutó a músicos como el clarinetista Fritz Weiss. “La banda creció con tres trompetas y un trombón”, recordó Vogel. El pianista germano-judío Martin Roman era otro cuarto bate: había tocado en Holanda con Coleman Hawkins.
Vogel nunca asimiló bien que la música que amaba hubiera servido para un fin tan detestable como lo que se perseguía en Theresienstadt. Siempre recordaba que obligaron a los prisioneros a fingir una vida tranquila. Mostraban viandas de una panadería. Los prisioneros simulaban pasear por las calles como si fuesen libres, en compañía de niños y de supuestas esposas. Cuando se les interrogaba, contestaban con frases de elogio a sus carceleros.
Se representó la ópera infantil Brundibár, del compositor checo Hans Krása. La banda Ghetto Swingers fue reclutada para actuar en la película El Führer da a los judíos una ciudad. “No nos gustaba tocar jazz en esas condiciones, pero queríamos salvarnos”. Kurt Gerron fue obligado por la Gestapo a dirigir esa película. Querian mostrar lo bien que les iba a los judíos en el Tercer Reich.
El 23 de junio de 1944 miembros de la Cruz Roja internacional inspeccionaron Theresienstadt. Vogel recuerda que el comandante del campo entregó sándwiches de sardina a niños hambrientos y les ordenó que exclamaran: “¡Mis sardinas otra vez!”. La Cruz Roja aprobó las condiciones del campo. Tres meses después, el 28 de septiembre, los nazis comenzaron a enviar a los presos a las cámaras de gas. Vogel escribió entonces: “El humo que sale de la chimenea son mis amigos”.
El horror no ha pasado
Los americanos que encontraron a Vogel en 1945 consideraron que habían hallado un tesoro raro. Su pasión por el jazz los impresionó. Le vendaban los ojos y lo ponían a oír música, para que identificara los intérpretes. “A pesar de que me separaron del jazz estadounidense por más de cuatro años, reconocí la mayoría de las grabaciones”. Al morir, en 1980, su certificado de defunción dejó constancia de insuficiencia cardíaca, cáncer de colon y Parkinson. Tenía 86 años.
Siempre sintió que había atravesado una línea imposible en ese campo. El destino además le jugó una mala pasada: se salvó mientras muchos de sus amigos músicos murieron en los hornos. La recuperación de Eric Vogel como figura insólita de la Segunda Guerra Mundial sobresale en un momento en que autoritarismos de nuevo cuño han impuesto prácticas similares a las de Theresienstadt.
La Rusia de Vladimir Putin, la Corea de Kim Jong-un, la Venezuela de Nicolás Maduro, han disfrazado ciudades y cárceles para mostrar una cara amable de horrorosas dictaduras. Recientemente, una comisión enviada por Michelle Bachelet, alta comisionada de los Derechos Humanos para la Organización de Naciones Unidas, visitó Caracas y el interior del país para advertir la situación de la seguridad, la salud, la alimentación y las violaciones a los derechos humanos. Hoy como ayer, la figura de Eric Vogel señala que el horror no ha pasado.