Nelson Rivera (ALN).- La revolución digital no ha silenciado el ruido de los motores: ha sumado su manto sonoro al ruido del mundo. Hay una sonoridad tecnológica: las cortinas musicales de las computadoras, los tonos de las llamadas, los timbres de los dispositivos, el tecno tam-tam ineludible en cafés, restaurantes, tiendas y centros comerciales. En nuestro siglo XXI todo suena y nos rodea de ruido. Se olvida algo muy importante: el valor del silencio.
La revolución industrial cambió la sonoridad del mundo. Aquella atmósfera de voces humanas y animales, de sonidos artesanales -el martillazo sobre los materiales, la polea que chirriaba al levantar el agua del pozo, el serrucho que rugía cuando se abría paso en el cuerpo del árbol- y de campanazos que viajaban largas distancias, fue desplazado por el ronquido grueso y sostenido de la máquina de vapor. Modernizar ha consistido en poblar el espacio de la vibración perenne de los motores.
La revolución digital no ha silenciado el ruido de los motores: ha sumado su manto sonoro al ruido del mundo. Hay una sonoridad tecnológica: las cortinas musicales de las computadoras, los tonos de las llamadas, los timbres de los dispositivos, el tecno tam-tam ineludible en cafés, restaurantes, tiendas y centros comerciales. En nuestro siglo XXI todo suena y nos rodea de ruido. La ventriloquia ya no es atributo exclusivo de ciertas personas. Se ha transferido a los objetos. La robotización está en camino de acabar con la mudez de los objetos: ya no se limitan a acompañarnos y servirnos. Ahora pitan, saludan o advierten.
El ruido no es sólo un fenómeno acústico: adquiere proporciones visuales y mentales. La saturación urbana tiene una condición estridente
El ruido no es sólo un fenómeno acústico: adquiere proporciones visuales y mentales. La saturación urbana tiene una condición estridente. La interacción con las tecnologías, especialmente con el móvil, se instala como un procedimiento mental, como una función cerebral, como una vigilia: se vive en la ansiedad de la próxima llamada. Al padecimiento del tinnitus se añade ahora el de la nanofobia: que pase el tiempo y el móvil permanezca mudo.
Huimos del silencio. Blas Pascal lo advertía: nuestro temor al silencio era la principal fuente de nuestros errores. Lo evitamos para alejar el pensamiento de la finitud. Para escapar de la soledad. Para no caer en la tentación de recordarnos que, en definitiva, hay algo en cada uno de nosotros que es intransferible. Lo incomunicable y nuestros más hondos secretos tienen una condición común: están envueltos en silencio. El ruido tapa, oculta, desvía nuestra atención. Que las ambulancias sean precedidas de la sirena que aúlla con desespero es una prueba palpable del poder del sonido para imponerse a nuestra psique.
Producimos ruido de forma constante. Nos repetimos. Intercambiamos lo sabido. Hablamos por hablar. No callamos hasta haber agotado nuestras palabras. Llegamos a nuestros hogares y encendemos el televisor o la radio para activar una presencia. Todo charlatán tiene un público esperándole. No hay tregua con quienes padecen de misofonía, que es la irritabilidad que causan los ruidos repetitivos de la cotidianidad.
Entenderse con otro sin pronunciar una palabra
El violonchelista Mario Brunello nos recuerda que el silencio no nos pertenece. Está en la naturaleza, en la música, en las cosas. El silencio es materia prima de la música. Hay que añadir: está en la lengua. El genio de la lengua escrita tiene uno de sus secretos en los silencios. Palabra y silencio son interdependientes. A las pausas que son inherentes a las lenguas -a los signos de puntuación- debemos no sólo el don de comunicarnos sino de comprender el mundo. Peter Szendy ha indagado en un libro excepcional, A fuerza de puntos, en el modo en que la puntuación configura nuestra experiencia.
Al silencio lo rodea una paradoja: es menester escucharlo. Como saben los estudiosos de los fenómenos auditivos, no hay silencios absolutos. Así, el silencio es, sobre todo, invitación a escuchar y a escucharnos. Cultivar el silencio limpia nuestras capacidades para la escucha. Aprendemos a respetar el silencio de los demás y a valorar nuestros propios silencios.
El silencio es requisito de la mesura, del pensamiento, del intercambio. Es también un modo de guardar nuestras energías
Sumidos en el silencio, los sentidos se repotencian. Hay experimentos que lo comprueban. En silencio el olfato deja la comodidad de lo uniforme y logra distinguir. En silencio, el paladar recompensa. El tacto adquiere nuevas dimensiones. En uno de sus poemas, Edmond Jabés habla del aura de silencio que está en el ruego de la primera luz del día.
Hay un vínculo irrenunciable entre silencio y convivencia. La logorrea es insostenible en el tiempo. Si la existencia tiene un imprescindible, ese es el del silencio. Hacer silencio y escuchar: he allí un ars vivendi. El silencio es requisito de la mesura, del pensamiento, del intercambio. Es también un modo de guardar nuestras energías. De sacar al yo de su ovillo, como dice Peter Handke. El más refinado gesto de lo irónico. Método para aproximarnos a la sustancia de las cosas. Pero, sobre todo, condición sine qua non para la más alta posibilidad que le ha sido concedida al ser humano: entenderse con otro sin pronunciar una palabra.