Nelson Rivera (ALN).- En ‘Años de vértigo’, el historiador, novelista y traductor alemán Philipp Blom describe la irrupción de la velocidad en la vida moderna, y de la euforia, que es el ánimo indisociable de lo que destaca por su rapidez.
Vivimos con déficit de tiempo. Nunca o casi nunca disponemos del tiempo necesario para cumplir con las tareas que nos comprometen. Cumplimos con apuro. No alcanzamos a revisar si todo está en orden. Posponemos para algún día -que posiblemente no llegará nunca- nuestros proyectos más significativos. Ocupados y apurados, el tiempo se nos escapa. Nos falta para las cuestiones esenciales: la familia, los amigos.
La nuestra es una época dominada por la aceleración. En Años de vértigo, el historiador, novelista y traductor alemán Philipp Blom relata la irrupción de la velocidad -y de la euforia que es el ánimo indisociable de lo que destaca por su rapidez-, que se produjo entre 1900 y 1914. Hacia 1930, el historiador francés Marc Bloch -que fue fusilado por los nazis en junio de 1944- escribió que la velocidad se había instituido como el signo esencial de la civilización occidental. Los diversos estudios del teórico francés Paul Virilio añaden una nueva perspectiva: hemos ingresado en la era de la aceleración.
La falta crónica de tiempo se erige como fuente indetenible de temores. La gran paradoja es esta: que lo permanente no es la disponibilidad de tiempo sino su falta
Esa aceleración no nos libera de las ataduras del tiempo. Al contrario, la aceleración de los procesos nos obliga a incrementar nuestra velocidad. Ser parte de los procesos de nuestro tiempo exige acelerar nuestra adaptación, nuestros aprendizajes, nuestras respuestas. Quedar fuera, llegar tarde, perder la oportunidad, no terminar la prueba en el tiempo establecido, alcanzar muy pronto el límite de nuestro rendimiento: todos son temores asociados a la falta de tiempo. El principio de productividad consiste justo en eso: hacer cada vez más, pero en menor tiempo.
La falta crónica de tiempo se erige como fuente indetenible de temores. La gran paradoja es esta: que lo permanente no es la disponibilidad de tiempo sino su falta. Cada vez más personas viven a contrarreloj, bajo la sensación de no haber alcanzado las metas más anheladas.
Estas guerras perdidas contra el tiempo no se producen sin costosas consecuencias. Cinco de cada 10 trabajadores sufre de ansiedad laboral. 30% de los adultos del planeta padecen de estrés. Uno de cada 10 profesionales reconoce experimentar episodios o temporadas de depresión.
Se trata, ni más ni menos, que de una epidemia, de la que derivan otras: las enfermedades cardiovasculares -¿sabía el lector que los lunes, alrededor de las siete de la mañana, es cuando se produce la mayor incidencia de infartos?-, la adicción al alcohol, a las drogas y a los ansiolíticos. Entre las muchas protecciones que debemos a la salud, la de protegernos de las presiones del tiempo es medular. Y no debería esperar. También tiene un carácter urgente.