Pedro Benítez (ALN).- Para ser una dictadura de partido único, en la cual dos hermanos han compartido el poder total por seis décadas, resulta paradójico que en la nomenklatura gobernante cubana haya interés en el tan denostado (por ellos) proceso democrático de Estados Unidos. Conscientes de que en buena medida su destino se juega en las elecciones presidenciales estadounidenses, la élite gobernante de Cuba tiene sus preferencias divididas entre el presidente republicano Donald Trump, candidato a la reelección, y su retador demócrata, el exvicepresidente Joe Biden.
Ni en las más férreas dictaduras hay nunca unanimidad. Así, por ejemplo, bajo el implacable totalitarismo de Iósif Stalin en la Unión Soviética se agazapaban varios potenciales reformistas como Nikita Jrushchov, su estrecho colaborador en el partido, y Laurenti Beria, nada más y nada menos que el jefe de su siniestra policía secreta. Tampoco faltaron aquellos que en vida de Stalin y luego de su fallecimiento sostuvieron una invariable oposición a cualquier cambio.
En todo grupo de poder siempre hay, en todo momento y lugar, moderados y radicales, inmovilistas y reformistas. Gente que quiere que nada cambie porque no le conviene o porque teme al cambio. Y otros que quieren cambios por convencimiento o por conveniencia. Los autoritarismos de todo color no escapan a esa tendencia humana.
En dictaduras no hay debates. Nadie discute. Pocos se arriesgan a dar a conocer sus opiniones y críticas. Por miedo y cálculo la mayoría calla, espera y disimula. Otros conspiran. Pero la procesión va por dentro.
Podemos dar por seguro que dentro del régimen cubano esas divisiones de opiniones existen y han existido. Salen a la luz cuando alguien deserta o cuando acontecen sucesos como el frustrado deshielo en las relaciones cubano-estadounidenses que protagonizaron los expresidentes Barack Obama y Raúl Castro en marzo de 2016.
Bastaba con sintonizar la emisión especial que por esos días difundía la cadena TeleSur para apreciar la disconformidad de muchos de los “analistas” cubanos, en su mayoría miembros del Partido Comunista de la isla, con las previsibles consecuencias de la visita del mandatario norteamericano. Esa actitud hacía contraste con el vivo entusiasmo que manifestó en todo momento Raúl Castro. Entusiasmo que curiosamente compartían los cubanos de a pie, según los testimonios que la prensa internacional recogía en las calles de La Habana.
La posibilidad de una apertura (del tipo que fuera) era resistida dentro del gobierno y del partido desde hacía años. El jefe de los inmovilistas había sido el mismísimo Fidel Castro desde la época en que el líder soviético Mijaíl Gorbachov promovía su Perestroika (reestructuración) del rígido sistema comunista.
El enfrentamiento entre los dos dirigentes fue público y llegó a su punto máximo con la visita del ruso a La Habana en abril de 1989. En esa ocasión Fidel Castro manifestó su oposición a introducir alguna forma de reforma parecida en Cuba, tal como le sugería Gorbachov. Los fusilamientos del general Arnaldo Ochoa y del coronel Antonio de la Guardia (la Causa Número 1) sirvieron de escarmiento a cualquier disidencia interna.
Dos décadas después Fidel Castro cumplió el mismo papel cuando su hermano Raúl, entusiasta de las reformas económicas chinas, lo remplazó como presidente del Consejo de Estado y de Ministros en 2008, y luego como primer secretario del Partido Comunista en 2011. Todas las promesas de Raúl Castro se fueron quedando en el papel y en el aire.
El inevitable deterioro físico de Fidel Castro y el deshielo con Estados Unidos en 2016 parecían ser otra oportunidad de cambio que la inesperada elección de Donald Trump frustró. Los inmovilistas perdieron a su líder, pero no la razón de ser.
Extrañas paradojas
Pero he aquí que cuatro años después la dirigencia cubana tiene toda su atención (y esperanza) en el proceso democrático del odiado imperio. Es obvio que la mayoría de los miembros de la plana mayor, empezando por Raúl (todavía primer secretario del partido y auténtico poder) apuestan a la elección del exvicepresidente de Obama, Joe Biden.
El candidato demócrata ha prometido retomar la política de acercamiento abandonada por Trump. Sin lugar a dudas esto es música para los oídos de buena parte de la dirigencia comunista cubana. En particular de Raúl Castro, que ha seguido los pasos de su hermano mayor para asegurarse un retiro personal cómodo y sin sobresaltos.
Con Biden los partidarios de algún tipo de reforma o cambio (el que sea) dentro del régimen tomarán fuerza. Son todos aquellos a los que les preocupa la falta de divisas y de gasolina, el regreso de las largas colas frente a las tiendas de alimentos y el recrudecimiento de los cortes eléctricos. Los que son conscientes de que ya no contarán nunca más con el subsidio petrolero venezolano.
Y por esas mismas razones el candidato secreto de los inmovilistas es Donald Trump. El republicano es la garantía de que nada cambiará en los próximos cuatro años. El cerco cohesiona, es la lección que aprendieron de Fidel Castro.
Esta es una de las extrañas paradojas de la política.