Sergio Dahbar (ALN).- ¿Robar una obra de arte que vale 100 millones de dólares para observarla sólo en la noche? ¿Revelar cómo fue el hurto en un cuento para desafiar a la policía, que nunca lo descubrió? Sí, y más…
Pocas aventuras resultan más fascinantes que el robo de una obra de arte. La planificación previa. La rutina de las instituciones que resguardan los tesoros más preciados. La paciencia para esperar el momento adecuado. Un hurto exitoso exige autocontrol, disciplina, inteligencia, nervios de acero… Y nunca se sabe si todo terminará bien.
Si el golpe tiene suerte, después comienzan los problemas reales. Qué hacer con esa pieza que vale millones de dólares y que todo el mundo busca desesperadamente. La policía local e internacional, las compañías de seguros, los cazadores de recompensas, los especialistas… Dónde esconder lo que no se puede ocultar porque nació para ser expuesto.
Cuanto más rocambolesco es un robo, más interesantes resultan todos los ingredientes que lo componen. Si a la desaparición de la pieza se le suman otros enigmas inexplicables, el círculo se cierra de manera perfecta.
En estos días una buena noticia acercó la felicidad a una institución que por más de 30 años conoció una rara melancolía: la de extrañar una de las piezas más célebres de su colección
O bien porque los ladrones son irreductibles, o bien porque el azar echa los dados para que nadie entienda la verdad. Una pluma sin peso puede cambiar el destino de un crimen impecable. Así de caprichoso es el destino.
Mi robo preferido ocurrió en la madrugada del 18 de marzo de 1990, en el museo Isabella Stewart Garden de Boston. Dos hombres entraron y redujeron a los guardias de seguridad. En 81 minutos cargaron 13 cuadros, valorados en 500 millones de dólares. Escogieron Rembrandt, Vermeer, Degas y Manet. Nadie entiende por qué desestimaron obras de Botticelli y Rafael, más costosas que algunas de las que metieron en el bolso. La institución aún espera alguna conjetura.
La Dirección Central de la Policía Judicial Francesa (DCPJ) contabilizó a comienzos del siglo XXI más de 6.700 hechos criminales: 37 museos robados, 467 castillos desvalijados, 227 iglesias vaciadas, 121 galerías de arte asaltadas y 5.859 particulares a los que les dejaron las paredes desnudas. Existen 1.200 establecimientos nada más en Francia que hoy o mañana podrían desvalijar los depredadores.
En estos días una buena noticia acercó la felicidad a una institución que por más de 30 años conoció una rara melancolía: la de extrañar una de las piezas más célebres de su colección.
El holandés Willem de Kooning (más tarde nacionalizado estadounidense) pintó una obra célebre en 1955, en su estudio del Greenwich Village, en Manhattan. ‘Mujer-Ocre’ llamó a esta figura desnuda, con los brazos caídos. Kooning forma parte de una tendencia conocida después de la Segunda Guerra Mundial, como “expresionismo abstracto”. En esa línea de trabajo, se enfocó en la pintura gestual, junto a artistas como Jackson Pollock, Mark Rothko y Clyfford Still.
Quién era Jerome Alter
En 1958 un benefactor del Museo de Arte de la Universidad de Arizona, en Tucson, compró esa obra para la institución. Y 27 años después de haber encontrado un “hogar”, en 1985, fue robada. El ladrón actuó con la frialdad de un carnicero: cortó el lienzo del marco y se la llevó, como quien abre un paraguas en un día de lluvia.
Treinta y dos años más tarde, cuando mucha gente (policías, curadores, investigadores) había perdido la fuerza para tratar de rescatarla, la pieza de Kooning fue recuperada por un golpe de suerte. Una pareja de profesores jubilados que vivieron en Nuevo México (ambos murieron a los 81 años) la habían guardado detrás de la puerta de su cuarto. Sólo se podía ver cuando se acostaban en la noche y cerraban la puerta.
Un sobrino vendió todo lo que guardaba esa casa, un anticuario pagó 2.000 dólares sin saber bien lo que adquiría, y ya en su depósito un cliente le recordó que podía tratarse de una obra de Kooning. Es decir, una pieza valorada hoy en 100 millones de dólares, que durmió más de 30 años en el cuarto de unos ancianos.
La pregunta inevitable es quiénes eran los dueños de esa casa extravagante en Nuevo México, llamados Jerome y Rita Alter. Se retiraron en una casa de tres dormitorios, que se alzaba en ocho hectáreas de matorrales, sobre una meseta con vistas a un valle de montaña, en un pueblo llamado Cliff, a finales de los años 70. Construyeron jardines, una gran piscina y una galería de esculturas al aire libre, donde le rendían homenaje a Beethoven y Moliere.
Una lectura acuciosa de su obra hubiera conducido a un detective de la época a sospechar de esta pareja. El problema es que los policías no leen
Jerome Alter enseñó música en una escuela en Washington Heights, dentro de Manhattan. También trabajó como clarinetista profesional, antes de retirarse en Cliff. Su esposa se graduó de fonoaudióloga y trabajó en Silver City.
Viajeros incansables, visitaron más de 140 países, según el registro de un libro de cuentos que Jerome Alter publicó por su cuenta en 2011. Editaron otros dos: una colección de poesía y una selección de las fábulas de Esopo.
Una lectura acuciosa de su obra hubiera conducido a un detective de la época a sospechar de esta pareja. El problema es que los policías no leen. Suelen desconfiar del poder de la lectura y se entregan con mayor fruición a la bebida o a la amistad de los gatos.
En el libro La copa y el labio hay revelaciones notables. En “El ojo del jaguar” una abuela y su nieta roban una esmeralda de 120 quilates, de una vitrina a plena luz del día, cuando un guardia mira hacia otra parte. “Habiendo escapado sin testigos, los ladrones no dejaron absolutamente ninguna pista que la policía pudiera usar para buscarlos”. Tal como ocurrió el día del robo en Tucson, Arizona.
La historia concluye con la descripción del lugar donde guardan la gema robada. En la casa de la abuela, “a varias millas del lugar donde ocurrió el robo. Y dos pares de ojos, exclusivamente, están allí para ver”. Jacques Lacan, en su seminario sobre “La carta robada” de Edgar Allan Poe, se pregunta si una carta llega siempre a su destino. En este caso hubiera podido llegar, pero faltó la sagacidad del detective Lupin.