Sergio Dahbar (ALN).- En 1978 el escritor Tomás Eloy Martínez entrevistó en Caracas a Augusto Roa Bastos, el célebre autor de ‘Yo el Supremo’, en una larga conversación que sirvió para repasar su vida y sus obsesiones.
Uno nunca sabe cuándo va a tropezar con un tesoro. A la caza de entrevistas realizadas a escritores de paso por Venezuela a lo largo del siglo XX, tuve el placer, cual Indiana Jones del periodismo, de rescatar del olvido una conversación que mantuvieron en mayo de 1978, en Caracas -una ciudad muy diferente a la que hoy condena a sus naturales-, el escritor argentino Tomás Eloy Martínez y el paraguayo Augusto Roa Bastos.
Hoy esa pieza forma parte de un extraordinario volumen, publicado digitalmente por el banco venezolano Banesco, 70 años de conversaciones con escritores de paso.
El producto de esa conversación apareció originalmente publicado en el suplemento dominical Papel Literario del periódico El Nacional. Fue ilustrado en cuatro páginas estándar por el artista plástico y humorista Pedro León Zapata. Todo un banquete para los lectores de aquel momento: encontrar esa entrevista desplegada como una culebra interminable que se muerde la cola.
La conversación que mantuvieron Martínez y Roa Bastos -ganador del Premio Cervantes– sirve para pensar muchas cosas sobre el periodismo en aquel año 1978. También tiende una inquietante sombra sobre el presente.
“Solía decir que nunca había contado su vida porque no valía la pena. Estaba limpia de aventuras –creía él– y abundaba en la clase de desdichas que deja indiferentes a los lectores”
Hay que comenzar por establecer que una entrevista de 30.000 caracteres con espacios (cerca de 5.500 palabras, en 10 páginas tamaño carta) ya no se publica en ninguna parte. Ni en la angustiosa irrealidad de internet. La tendencia, nunca corroborada, pero difundida por los rediseñadores de medios impresos hasta el hartazgo, de que los lectores sólo quieren leer textos cortos ha borrado de la faz del periodismo trabajos como el citado con el padre de Yo el Supremo.
Esa observación nos ubica en una circunstancia particular, porque de alguna manera evidencia que no podemos ya encontrar el fruto de conversaciones sencillas y sofisticadas a la vez, con un caudal de información sobre la vida de un creador, y con sus apreciaciones sobre las dificultades y hallazgos de una vida. Tampoco por lo tanto tener de primera mano la posibilidad de presenciar un duelo intelectual sobre diferentes ideas y pareceres.
De la lectura de esta entrevista queda claro primero que Tomás Eloy Martínez era respetuoso con los personajes que entrevistaba. Había leído los relatos, los poemas y las novelas. Y conocía los detalles de una vida, para poder seguirle la pista a las respuestas esquivas y a las distracciones involuntarias del escritor.
Confesiones
He aquí la introducción que hace Tomás Eloy Martínez para presentar a Augusto Roa Bastos:
“Solía decir que nunca había contado su vida porque no valía la pena. Estaba limpia de aventuras –creía él– y abundaba en la clase de desdichas que deja indiferentes a los lectores: en exilios, en pobreza, en oficios terribles. Por eso, hasta ahora, Augusto Roa Bastos no había querido hablar de sí mismo sino a través de Hijo de hombre, de Yo el Supremo o de los héroes aún inéditos de El sonámbulo. Y también por ceder a un pudor que, junto con el coraje, es el atributo central de la identidad paraguaya.
Y sin embargo, vale la pena. Los críticos para quienes no hay otra manera de entablar relación con un texto que su lectura aséptica debieran, acaso, cotejar las narraciones de Roa Bastos con este recuento de su historia personal para descubrir que las nervaduras de comunicación entre aquellas y esta no pueden ser cortadas por la disección de ningún anatomista literario.
De Roa Bastos se ha dicho –ya con cierto exceso, pero no con injusticia– que es uno de los padres fundadores de la novela moderna de América Latina. Este viaje hacia sus fuentes de niño silvestre y adolescente arisco contribuirá quizás a reconocer por qué”.
De vendedor de seguros frustrado, Roa Bastos pasó a escribir guiones de cine para un productor argentino muy curioso, Armando Bo, que “explotaba” a su esposa, Isabel Sarli
Hay muchas confesiones. Sobre todo, de las etapas de formación que marcaron su vida. De niño Roa Bastos debía escribir una carta por semana a sus padres cuando estaba lejos de casa. Le resultaba un suplicio, porque no siempre encontraba noticias que dar: dolores de muelas, una diarrea, una buena nota. No encontraba tema facilmente. Quizás por eso, aventura este escritor, nada fue tan difícil en la literatura como encontrar un tema. De ahí que nunca le agradara escribrir cartas. Y le decía a su padre: “Odio tener que hacerlo, porque para hacerlo es preciso que ustedes estén lejos”.
Resulta notable lo que se revela de Augusto Roa Bastos en esa conversación: la pobreza de la infancia, mitigada por los deberes hechos a compañeros ricos a cambio de queso gruyere; la educación en casa por un padre riguroso, que oscilaba entre el seminario y los prostíbulos de orillas; el descubrimiento de Shakespeare en la mesa de noche de la madre; la idealización de los delincuentes en la infancia; los cielos nocturnos abiertos en medio de la selva paraguaya; las mudanzas y los exilios; los oficios extraños, como empleado de un hotel de citas y guionista de películas soft porno en Buenos Aires (donde compartió amistad y coautoría con Tomás Eloy Martínez).
De vendedor de seguros frustrado, Roa Bastos pasó a escribir guiones de cine para un productor argentino muy curioso, Armando Bo, que “explotaba” a su esposa, Isabel Sarli, mito sexual latinoamericano de los años 60. Eran películas farragosas y extravagantes, pero taquilleras.
En algún momento de la conversación entrevistador y novelista atraviesan una puerta insospechada: la de revisar el desdén con el que trataron los miembros del boom a Yo el Supremo. Ese rito de paso sirve para que Roa Bastos elabore su crítica del boom. De cómo al profesionalizarse empezaron a operar como si ellos fuesen una moneda de cambio.