Aníbal Romero (ALN).- El político y el científico, por Max Weber. “Pienso que no podemos soslayar las verdades, brillantemente condensadas por Weber, cuando escribe que ‘Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas’”.
Abrigo una profunda admiración hacia esta obra, así como un especial respeto hacia su autor. Lo primero porque El político y el científico es quizás el libro que más me ha aportado, en el camino de discernir la naturaleza de la política y sus dilemas éticos. Lo segundo pues Max Weber (1864-1920) representa un legítimo arquetipo de cómo debe conducirse un académico, en cuanto a su actividad teórica se refiere. En este caso un académico dedicado al estudio de la sociedad humana. Como jurista, historiador, sociólogo y analista de la política de su tiempo, Weber desplegó un rigor intelectual, una disciplina de trabajo y una honestidad inobjetables, que resultan patentes cuando se estudia su legado. Sus contribuciones pioneras en los campos de la sociología del poder, la historia de las religiones, el “desencantamiento” del mundo, la deriva irracionalista de su época, y la caracterización de los métodos de las ciencias sociales -entre otros temas- le ubican en un lugar muy destacado como pensador de la modernidad.
El volumen que ahora me ocupa está compuesto por dos estudios, inicialmente expuestos como conferencias y luego ampliados y publicados en 1919. Focalizaré mis notas en torno al primero de ellos, titulado La política como vocación. Este ensayo y el que le acompaña, La ciencia como vocación, constituyen una especie de compendio de algunos de los más relevantes planteamientos contenidos en las grandes obras de teoría social del autor. Por ello, El político y el científico es un libro de fundamental importancia para la formación de quienes nos ocupamos de las ciencias sociales, la filosofía moral y la historia, y ocupa lugar de honor en mi lista de libros favoritos. Retorno a releer sus páginas con frecuencia y no cesan de proporcionarme renovadas y útiles enseñanzas.
Lo que otorga rango e interés particular a los aportes de Weber, es su voluntad de abordar una serie de preguntas fundamentales acerca de la condición humana, preservando la distancia necesaria entre los juicios de valor y el estudio de los hechos. Dicho de otra manera, la convicción de Weber sobre el imperativo de adoptar un riguroso criterio científico en el campo de lo social, no le impidió formular de manera sistemática interrogantes básicas acerca del significado último de nuestros empeños, así como sobre el papel de los diversos sistemas de valores en la conformación de nuestras actitudes frente a la vida. El político y el científico conquista su mayor relevancia debido al esfuerzo de Weber por mostrar, a la vez, la realidad cruda de la política y los conflictos éticos que trae consigo. Por una parte, escribe: “Quien hace política aspira al poder; al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder por el poder, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere”. Por otra parte, sin embargo, Weber argumenta que el simple “político de poder”, carente de inquietudes con relación al sentido de su acción, esconde una inescapable debilidad interior y actúa en un ámbito estéril, poniendo de manifiesto una mezquina indiferencia “que no tiene ningún parentesco con la conciencia de la urdimbre trágica en que se asienta la trama de todo quehacer humano, y especialmente del quehacer político”.
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Esto es así pues las cualidades decisivas de un político integral son la pasión, el sentido de responsabilidad y la mesura. La pasión tiene que ver con la entrega a una causa, a objetivos que trasciendan el poder y le den un significado. La responsabilidad con esa causa es la brújula que orienta la acción. De su lado la mesura, es decir, el sentido de las proporciones, es un complemento necesario como freno a los impulsos que ciegan a los seres humanos y les empujan a decisiones torpes e insensatas. Si bien es cierto que con frecuencia los resultados de la acción política contrastan con nuestras intenciones originarias, ello no nos excusa de prescindir de ese sentido, de esa causa, de esa fe que le otorga coherencia interna a nuestros afanes. La tensión entre la búsqueda del poder, que le es consustancial, y las diversas exigencias de la causa a la que se pretende servir, es un aspecto permanente de la política ubicada en el plano del que aquí hablamos, es decir, una vez que trasciende sus manifestaciones deleznables, basadas en el puro anhelo de prestigio o el logro de beneficios egoístas.
Weber considera que nuestra condición humana es “trágica”, y enfoca la acción política desde esta perspectiva. Lo que quiere expresar, creo, cubre tres aspectos.
En primer término, el mundo en que hoy vivimos –argumenta- es un mundo desencantado, que ha sido abandonado por los dioses de antaño. Nos ha tocado vivir una época “que carece de profetas y está de espaldas a Dios”. Deambulando en medio de un espacio y un tiempo sin sentido aparente, los seres humanos tenemos la opción de retornar al consuelo que ofrecen las antiguas religiones u otras salidas místicas, pero sólo pagando un costo, el costo del “sacrificio del intelecto”. En otras palabras, podemos esquivar la evidencia del desencantamiento del mundo, pero refugiándonos en alternativas desprovistas de fundamento racional. ¿Debemos entonces concluir que nuestra existencia es incapaz de toparse con un significado, o de generarlo?
Según Weber, en segundo lugar, hay una vía de salida y la misma exige asumir la verdad de nuestro desamparo, escogiendo a la vez unos valores. Es imposible unificar los distintos puntos de vista que en último término pueden tenerse sobre la vida, de resolver de manera definitiva la lucha entre ellos, lo que nos conduce a la necesidad de optar por unos u otros: “Los distintos sistemas de valores existentes libran entre sí una batalla sin solución posible… Si hay algo que hoy sepamos bien es la verdad vieja y vuelta a aprender de que algo puede ser sagrado, no sólo aunque no sea bello, sino porque no lo es y en la medida en que no lo es (en el capítulo LIII del Libro de Isaías y en el Salmo XXI encontramos referencias sobre ello)… También sabemos que algo puede ser bello, no sólo aunque no sea bueno, sino justamente por aquello por lo que no lo es… Por último, pertenece a la sabiduría cotidiana la verdad de que algo puede ser verdadero aunque no sea bello, ni sagrado, ni bueno”.
Esta convicción de Weber, su firme creencia de que vivimos insertos en ordenaciones vitales diferentes, guiadas y regidas por leyes distintas entre sí, tiene una aplicación directa sobre el problema de la relación entre ética y política.
No es cierto, nos dice en tercer lugar y con respecto a nuestra condición “trágica”, que la política es y no puede sino ser “inmoral” o “amoral”, que la ética y la política nada tienen que ver la una con la otra. Pero tampoco es verdad que existe una sola ética válida para la política y también para el resto de la acción humana, en los múltiples campos en que la llevamos a cabo. La política no puede asumirse desde el bastión de una “ética absoluta”, como la promulgada por León Tolstoi por ejemplo, o la que encontramos en el Sermón de la Montaña; y ello es así porque el político tiene que responsabilizarse por las consecuencias de sus decisiones y el impacto de las acciones que de ellas se derivan. “Poner la otra mejilla”, “no resistir el mal con la fuerza”, y otros preceptos se esa índole no tienen cabida en el terreno de la política, ni deben en modo alguno ser adoptados como principios de la actividad de un político, pues -por el contrario- su deber es resistir, de ser necesario, el mal con la fuerza.
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La ética expuesta en un texto como el Sermón de la Montaña es muy respetable, y quienes la asumen con sinceridad tienen que hacerlo plenamente; no obstante, dichos preceptos no son dignos en el campo de la política, cuyas exigencias y dilemas, nos gusten o no, son distintos. Una ética de la pura convicción es inviable en política, un ámbito que demanda conducirse según una ética de la responsabilidad: “No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad, o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción… Pero sí hay una diferencia abismal entre obrar según la máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena (religiosamente hablando) ‘el cristiano obra bien y deja el resultado en manos de Dios’, o según una máxima de la ética de la responsabilidad, como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción”.
¿Cuál es entonces el camino correcto para el político? Como señala Weber, la compleja y desafiante combinación de tres cualidades en equilibrio, la pasión, el sentido de responsabilidad, y la mesura, debería ser la brújula que guiase el comportamiento de un político, en el entendido de que la política, de acuerdo con la definición que da Weber, es “la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados, o dentro de un mismo Estado, entre los distintos hombres que lo componen”. Estamos entonces hablando de una actividad con consecuencias que afectan lo colectivo y que por esa razón van más allá de la esfera individual. En tal sentido, la gravitación de una postura ética en el campo político tiene que equilibrar la fe en una causa con la mesura de nuestra entrega a la misma.
Weber habla de la mesura como una “capacidad para que la realidad actúe sobre uno sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la distancia con los seres humanos y las cosas”. Pienso que esta idea se vincula a lo que Maquiavelo argumentaba acerca de la economía de la violencia, al imperativo de actuar con base en un sentido de las proporciones y los límites. Lo sostengo así pues El príncipe de Maquiavelo es normalmente visto como la más acabada expresión de una interpretación “amoral” e “inmoral” de la política; sin embargo, el pensamiento del florentino, cuya más acabada expresión, me parece, son los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, es mucho más sutil y denso de lo que se cree con base en una lectura superficial de su más conocida obra. La economía de la violencia de Maquiavelo, estudiada brillantemente por Sheldon Wolin en su libro Política y perspectiva, es otra forma de expresar la idea de la mesura necesaria en la política, expuesta por Max Weber.
He aquí, en síntesis, el elemento “trágico” de la política en su vínculo con la ética, aquello que Weber resalta cuando explica que “quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno a todo poder”.
Desde luego, es imposible y sería de paso inútil formular un catálogo de máximas, de aplicación permanente y universal, en cuanto a la acción política se refiere. La trilogía de pasión, es decir, de compromiso con valores, de sentido de responsabilidad o preocupación por las consecuencias probables de la acción; y por último de mesura, economía de la violencia o uso discriminado de los medios, en función del respeto a la fragilidad de lo humano y las ironías de la historia, todo ello –repito- proporciona una brújula, una guía, un mapa, pero no conforma un sistema rígido de normas. Por esta razón Weber sostiene que “quien se mete en política… quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo”. Esta frase, que es por supuesto una metáfora, aspira a enfatizar las paradojas de la acción política, el hecho irrefutable de que “Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza”. Esta última aseveración debería matizarse, pues las tareas de la política también pueden ser logradas mediante la persuasión. No obstante, seguramente tuvo razón el revolucionario chino Mao Zedong cuando afirmó que “el poder político nace del cañón de un fusil”. A lo que yo añadiría, en última instancia.
Para concluir, pienso que no podemos soslayar las verdades, brillantemente condensadas por Weber, cuando escribe que “Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines ‘buenos’ hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. Ninguna ética del mundo puede resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan ‘santificados’ por el fin moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente peligrosos”. He aquí, en síntesis, el elemento “trágico” de la política en su vínculo con la ética, aquello que Weber resalta cuando explica que “quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno a todo poder”. Esa realidad “trágica” alcanza al conjunto de nuestra condición humana, enfrentando su destino en la historia provista con los valores que hayamos escogido, y dotada de las endebles o sólidas certezas que en cada momento tales valores nos suministren.
(Max Weber, El político y el científico, Madrid: Alianza Editorial, 1967. Esta magnífica edición en español incluye una extensa Introducción, por Raymond Aron).