Sergio Dahbar (ALN).- En ‘La casa de cristal’, Mark Lamster profundiza en aspectos inquietantes de la vida de Philip Johnson, uno de los grandes arquitectos estadounidenses contemporáneos. Johnson realizó el anteproyecto de un edificio emblemático de Caracas, el Cubo Negro de Chuao. También fue amigo del empresario venezolano Gustavo Cisneros.
Cuando Philip Johnson, uno de los arquitectos más mediáticos de Estados Unidos, cumplió 90 años, en 1996, una periodista de la revista The New Yorker, Dodie Kazanjian, se acercó a conversar en su mesa en el bar del restaurante Four Seasons, que diseñó en 1959. Este paradigma de la cultura visual del siglo XX habló amenamente sobre lo que podía esperar del futuro un hombre de su edad.
Treinta años después de haber mantenido contacto con la arquitectura de Venezuela, Philip Johnson volvió a mencionar a Caracas en la conversación con Kazanjian. Este arquitecto realizó en los años 70 el anteproyecto de un edificio emblemático de la capital venezolana, el Cubo Negro de Chuao.
Sobrevive en un archivo caraqueño un cheque del Banco Nacional de Descuento por 50.000 dólares, a nombre de Johnson & (John) Burgee, firma de arquitectos con la que Philip Johnson, después de diseñar el reactor nuclear de Israel, desarrolló proyectos monumentales, como el IDS Center en Minneapolis, el Fort Worth Water Center en Fort Worth, el AT&T en New York, la Crystal Cathedral en California, las oficinas en forma de catedral gótica en Pittsburgh, el complejo habitacional estilo ochocientos en Dallas y la Universidad de Houston.
Philip Johnson realizó ese tour de seis días en el jet privado de su amigo, el empresario venezolano Gustavo Cisneros. “Siempre voy con los Cisneros. No necesito dinero en efectivo. Dos Mercedes nos recogen en cada parada. La aduana ha sido arreglada de antemano. Eso representa más dinero del que tenemos tú y yo”
En ese año 1996 la referencia sobre Venezuela fue inevitable: surgió al mencionar Johnson una frenética gira por el Museo Guggenheim de Bilbao, diseñado por Frank Gehry (“el edificio más grandioso de nuestros tiempos”) y otros hitos de la arquitectura europea (Madrid, Santiago, Barcelona, Basel y Munich).
Philip Johnson realizó ese tour de seis días en el jet privado de su amigo, el empresario venezolano Gustavo Cisneros. “Siempre voy con los Cisneros. No necesito dinero en efectivo. Dos Mercedes nos recogen en cada parada. La aduana ha sido arreglada de antemano. Eso representa más dinero del que tenemos tú y yo (le confesó a la periodista)”. En ese viaje, Johnson y sus anfitriones tuvieron tiempo para detenerse en París y cenar en Benoit.
Los comentarios de Johnson en ese momento sumaban paradojas a las relaciones entre América Latina y ciertos arquitectos de la metrópolis. Cabe recordar proyectos (públicos y privados) desarrollados en Venezuela con firmas internacionales, como Maurice Rotival, Richard Neutra, Marcel Breuer, Oscar Niemayer, Gio Ponti, Wallace Harrison y Bruce Goff, terreno fructífero para la comedia de costumbres.
En los años 90 Philip Johnson llamaba la atención por su fascinante personalidad (un hombre que había perdido la vergüenza); por su relación amor-odio con la élite norteamericana; por sus fricciones con Frank Lloyd Wright y Mies Van der Rohe; por el recorrido de su arquitectura (desde su viaje iniciático por Europa en los 30 hasta finalizar las nueve construcciones de New Canaan (Connecticut), donde cierra su legado arquitectónico); por su tensión con la moralidad del funcionalismo.
No hay que olvidar dos reconocimientos a su obra: la medalla de oro del American Institute of Architects (1978) y el Premio Pritzker (1979), el primero en otorgarse por poseer la gravitas necesaria (mezcla de dignidad y seriedad) para iniciar una leyenda. Sus críticos alegan que en ese momento estaban vivos Luis Barragán, quien ganó el Pritzker; y Marcel Breuer y Josep Lluís Sert, quienes no lo obtuvieron.
En la biografía de Philip Johnson (Life and Work, Alfred A. Knopf, 465 páginas, 1994), Franz Schulze registra la evolución de este creador, desde sus inicios, cuando adhiere a la arquitectura racionalista, hasta decantar en el deconstructivismo de los 80. En el medio se estremecen sus experimentos y juegos lingüísticos. No importa tanto si Johnson tiene la verdad o no en sus manos, como el riesgo que asume en cada momento de su vida: ya sea a la hora de renovar rascacielos o sintetizar en New Canaan las enseñanzas de Mies Van der Rohe.
Cuando cumplió 90, confesó que al llegar a los 100 años se retiraría a vivir a Roma. En ese momento tenía demasiados proyectos en movimiento: torres de oficinas en New York y Berlín; una iglesia gay-lesbiana para 2.500 personas en Dallas; una capilla católica en Houston; cinco esculturas para la U. Case Western Reserve en Cleveland.
El hombre en la casa de cristal
No alcanzó a apagar las 100 velitas. Murió en 2005, cuando tenía 98. Ahora acaba de publicarse una nueva biografía de 508 páginas. El hombre en la casa de cristal: Philip Johnson, arquitecto del siglo moderno, escrita por Mark Lamster. No tiene desperdicio. Este autor va más lejos que cualquier otro biógrafo anterior. Afirma que Johnson era infinitamente más que un joven imprudente que se enamoró de la teatralidad hitleriana: lo acusa de ser espía no pagado del régimen nazi. Y establece vínculos con amigos de juventud como Lawrence Dennis, compañero de Harvard y furibundo filonazi.
Acaba de publicarse una nueva biografía. El hombre en la casa de cristal: Philip Johnson, arquitecto del siglo moderno, escrita por Mark Lamster. Este autor va más lejos que cualquier otro biógrafo anterior. Afirma que Johnson era infinitamente más que un joven imprudente que se enamoró de la teatralidad hitleriana: lo acusa de ser espía no pagado del régimen nazi
Dennis le presentó a Ulrich von Gienanth, agregado de propaganda en la embajada alemana en Washington, a fines de la década de los 30, y oficial de inteligencia de las SS. Schulze apenas menciona a Gienanth, pero Lamster lo identifica como conducto crucial en lo que llama “el espionaje independiente de Johnson”. No mencionado por Schulze, pero subrayado por Lamster está Hans-Heinrich Dieckhoff, el embajador alemán en Estados Unidos entre 1937 y 1938. Conoció a Johnson en Berlín. Esta amistad continuó incluso después de que el diplomático regresara a Alemania luego de la trágica ‘noche de los cristales’.
El otro tema crítico que aparece en las páginas de Lamster se refiere al apoyo constante que Johnson recibió del periódico más influyente de Estados Unidos, The New York Times. Todos los críticos de arquitectura de ese medio apuntalaron su carrera. Ada Louise Huxtable (primera crítica de arquitectura habitual en el Times, posición creada en 1963) y luego, Paul Goldberger y Herbert Muschamp. Lamster resiente la falta de rigurosidad en la cobertura de la carrera de Johnson.
Y agrega este dato que no es menor: desde 1946 hasta 1950, Huxtable trabajó para Johnson como asistente curatorial en el departamento de arquitectura y diseño del MOMA. Una deuda de gratitud estaba por sellarse. Johnson le encargó a ella y a su esposo, el diseñador industrial L. Garth Huxtable, que crearan la vajilla para el restaurante del Hotel Four Seasons, en New York.
Johnson murió en 2005, en la clínica más elegante que cualquier ser humano pueda imaginar, la Casa de Cristal, cuyo interior de planta abierta había sido equipado con una cama de hospital. Lo acompañaba una enfermera. Sus últimos días transcurrieron dentro de una creación propia en la que fue feliz. Lamster cuenta que Johnson llegó a ver la nieve que caía en los bosques de New Canaan, como quien advierte que en cualquier momento comenzará a levitar. Quizás descansó de tanta polémica.