Nelson Rivera (ALN).- La noche del 24 de septiembre de 1967, en el transcurso de una cena organizada por el Gobierno de Corea del Norte para los miembros de Ediciones Extranjeras, el poeta venezolano Alí Lameda hizo un comentario cargado de ironía hacia Kim Il Sung, el dictador que gobernaba el país desde 1948. Ya entonces, el culto a la personalidad del dictador tenía más de una década establecido como política de Estado: quien lo violara podía ser llevado ante un pelotón de fusilamiento. Por ese comentario Lameda fue sometido, a lo largo de siete años, al horror carcelario de Corea del Norte.
La historia de Alí Lameda es la historia de un militante comunista que, a lo largo de siete años, fue sometido al horror carcelario de Corea del Norte. Lameda nació en 1923, en San Francisco, pequeña localidad ubicada en la región centro-occidental de Venezuela, a unos 480 kilómetros de Caracas. En su biografía, cargada de vaivenes, hay un dato común a muchos adolescentes latinoamericanos: la temprana aparición de un marcado interés por la política, a menudo bajo la influencia de sugestivos maestros o tutores. En el caso de Lameda, se trató de un inspirador de lujo: Cecilio Zubillaga Perera, conocido como Chío Zubillaga, carismático autodidacta, que ejerció como periodista, ensayista, historiador y político, que fue diputado y miembro de la Academia Nacional de la Historia.
Lameda comenzó a trabajar en un despacho dedicado a ediciones extranjeras, donde ejercía como traductor, entre otros materiales, de discursos de Kim Il Sung
Quienes conocieron a Lameda hablan de un hombre de pasiones. Un curioso y un ansioso viajero. Al finalizar su bachillerato, se traslada a Colombia a estudiar medicina, carrera que no culmina. De regreso, muy temprano comienza a escribir en un diario de su región. Se traslada a Caracas, donde sus inclinaciones literarias y políticas pueden más que el objetivo de finalizar la formación de médico. Lameda era parte de una generación en la que, con frecuencia, literatura y política no se oponen, sino que confluyen. A comienzos de los años 40 forma parte de Contrapunto, agrupación literaria donde varios de sus miembros -no todos- estaban vinculados a la izquierda o militaban en el Partido Comunista de Venezuela (PCV).
En 1949 ocurre un hecho que, visto en retrospectiva, marcará su vida: la Unión Internacional de Estudiantes, que había sido creada tres años antes, le beca para que viaje a Praga, Checoslovaquia, a estudiar. Allí aprende la lengua checa y ejerce como traductor. En 1951, agotada la beca, debe regresar a Venezuela, donde su militancia política se intensifica.
Tareas políticas
De vuelta a Caracas vive de la única actividad para la que se ha preparado a lo largo de los años: escribe en el diario El Nacional y en otras publicaciones. También ejerce como docente en el Instituto Pedagógico de Caracas, donde forma parte de una célula comunista que lleva el nombre de Pío Tamayo (también poeta y fundador del Partido Comunista). En 1957 sus amigos le aconsejan salir del país. Vive en Venecia y luego en Roma, como corresponsal del diario venezolano El Nacional. En 1959 se instala en Berlín, donde vive hasta 1965. En 1963, su poemario El gran cacique, obtiene el premio de poesía Casa de las Américas, en Cuba.
A lo largo de estos años, Lameda hace amigos y relaciones con políticos y diplomáticos comunistas de Europa. Se vuelve un hombre de confianza en tiempos de la Guerra Fría. Ejerce de oficioso diplomático del Partido Comunista de Venezuela en Alemania. Se le tiene como un buen conocedor de la burocracia roja de la Europa del Este. El premio lo vuelve una figura visible.
Así, en 1965 recibe la invitación de trasladarse a Corea del Norte, donde es recibido con entusiasmo. De inmediato comenzó a trabajar en un despacho dedicado a ediciones extranjeras, donde ejercía como traductor, entre otros materiales, de discursos de Kim Il Sung, al castellano. Todavía más: en algún momento se reunió con el Líder Supremo de la revolución norcoreana. Todo marchaba sobre ruedas hasta un mal día de septiembre de 1967.
Caída en el infierno
La noche del 24 de septiembre de 1967, en el transcurso de una cena organizada por el gobierno para los miembros de Ediciones Extranjeras, Alí Lameda hizo un comentario cargado de ironía hacia Kim Il Sung, el dictador que gobernaba el país desde 1948, abuelo de Kim Jong-un, quien ha desafiado a Donald Trump, nada menos que a una guerra nuclear. Ya entonces, el culto a la personalidad del dictador tenía más de una década establecido como política de Estado: quien lo violara podía ser llevado ante un pelotón de fusilamiento.
En la página web de Amnistía Internacional pueden leerse las condiciones de tortura, hambre, golpizas, aislamiento total y esclavitud a las que fue sometido Lameda
Tres días después Lameda fue detenido por un grupo de sujetos armados que lo condujeron a una prisión. Entre las acusaciones que se le formularon, destacan las de activismo en contra de la revolución y espionaje. La condena: 20 años de trabajos forzados. En el extenso documento disponible en la web de Amnistía Internacional pueden leerse las condiciones de tortura -simulacros de fusilamiento, entre otros-, hambre, golpizas, aislamiento total y esclavitud con que los comunistas norcoreanos castigaron al comunista venezolano Alí Lameda.
Fueron las pertinaces diligencias de los presidentes venezolanos Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez -contra quienes Lameda había escrito virulentos artículos en Tribuna Popular, el periódico del Partido Comunista de Venezuela-, las que hicieron posible su liberación, justo siete años después de su detención. Los entresijos de los años que Lameda pasó en el infierno no se limitan a Corea del Norte. Por ejemplo, involucran a Fidel Castro, que habría aprobado la prisión -como castigo al PCV, que había establecido una política distinta a la promovida por él-, o a la absoluta impasibilidad de decenas de intelectuales, dentro y fuera de Cuba, a quienes se les pidió que solicitaran la liberación del detenido. El balance de la solidaridad comunista también es cruento: salvo algunas voces excepcionales, como la de Pablo Neruda, fueron centenares los que se limitaron a encerrarse en su cómplice silencio.