Sergio Dahbar (ALN).- Bud Spencer se llamaba Carlo Pedersoli, nació en Italia en la cuna de una familia acomodada y compitió como nadador olímpico en Helsinski y Melbourne. Era un aventurero que entró en el western por error. En 1956 se fue a vivir a Venezuela, un país que atravesaba un momento difícil, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.
A principios de los 90 una pirueta del destino, y la buena recomendación del teórico de la comunicación Antonio Pasquali, me hicieron pasar un mes en el vientre de una gran editorial francesa. Una de las más significativas de ese idioma, Hachette. Fue una experiencia que nunca olvidaré, una forma singular de conocer el negocio del libro por dentro.
Esa pasantía (o stage) me condujo entre innumerables actividades a Bélgica, para conocer uno de los sellos del grupo Hachette. Allí me entrevisté con el director literario que había construido desde cero una colección de libros de aventuras. Había encargado un ensayo sobre el género, su deconstrucción como sistema y un inventario de aventuras literarias.
Conocí el desarrollo que iba desde ese ensayo sesudo sobre la anatomía de la aventura, hasta la escogencia de un personaje, y la desarticulación de historias que conformarían 20 títulos: buscaban vender millones de ejemplares. Fui testigo de los focus groups, para entender cómo recibían hipotéticos lectores este tipo de libros, cómo se sentían ante la personalidad del héroe y el tipo de historias en las que se vería envuelto.
Crearon una dupla, conocida como Trinity y Bambino: el primero era un pillo inteligente y el segundo un gordo que oscilaba entre bonachón y cascarrabias, según la trama
He vuelto a pensar en mis conversaciones con aquel director literario que manejaba esa colección como quien dirige un planeta personal. Sobre todo en estos días, cuando varias notas de medios recuerdan que ya ha pasado un año de la muerte del italiano Carlo Pedersoli (1929-2016). Un nombre que dice poco, frente al seudónimo que lo convirtió en leyenda del espectáculo: Bud Spencer.
Le robó el nombre a Spencer Tracy el día que lo contrataron de apuro para protagonizar una de las historias cómicas de los western spaguetti que filmaban en Almería, España. Era alto, corpulento y pegaba como un boxeador furioso. En ese momento tenía 37 años y pesaba 140 kilos. Jamás pensó antes que tendría un lugar en la historia del cine, y menos que enloquecería al público alemán.
Lo buscaron como compañero (Buddie), compinche, de Terence Hill (que se llamaba Mario Girotti y era veneciano), un rubio de ojos azules, más atlético, que también sabía pegar. Ambos crearon una dupla, conocida como Trinity y Bambino: el primero era un pillo inteligente y el segundo un gordo que oscilaba entre bonachón y cascarrabias, según la trama.
Trinity y Bambino hicieron juntos 19 películas. Eran baratas y se filmaban sin cuidar los detalles. Como le confesó a Íñigo Domínguez (Jot Down, junio de 2016), ellos trabajaban con los caballos cansados que dejaban los western spaguetti más serios de Sergio Leone. En 2010 los dos fueron galardonados con el premio David de Donatello, que otorga la Academia de Cine Italiano por la trayectoria.
¿Quién fue Carlo Pedersoli?
Pero Carlo Pedersoli, aunque desconocido, fue un personaje más interesante sin duda que su alter ego, Bud Spencer. Nació en Italia en la cuna de una familia acomodada, que le permitió estudiar y viajar. En 1943 se fueron a Brasil para escapar de la guerra. Se establecen en Pernambuco, la Venecia de Brasil, donde viven tres años.
Después se movieron a Argentina, donde aprendió a hablar español. Además de italiano y alemán, idioma que le había enseñado una nana. En Buenos Aires consiguió uno de los primeros trabajos de su vida, como bibliotecario. Desde niño la natación se convirtió en un entretenimiento y en un deporte que lo apasionaba.
Al crecer, participó en los Juegos Olímpicos de Helsinski (1952) y Melbourne (1956), como parte de la delegación italiana. Volvió a su país con medallas y cargado en hombros por gente que quería olvidar la muerte y comenzar a vivir de nuevo.
Trabajó en la construcción de la carretera Panamericana La Fría y más tarde vendió autos Fiat en una Caracas que comenzaba a despegar económicamente
También practicaba waterpolo y rugby. Como nadador profesional, participó en competencias en Estados Unidos. Era una estrella del deporte, con un cuerpo privilegiado. Se casó con la hija de Peppino Amato, productor del director de cine Federico Fellini.
Nunca le interesó explicar por qué en 1956 dejó atrás su récord en la natación, para escapar de nuevo de Italia. Se fue a vivir a Venezuela, un país que atravesaba un momento difícil, la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Trabajó en la construcción de la carretera Panamericana La Fría y más tarde vendió autos Fiat en una Caracas que comenzaba a despegar económicamente.
Cuando Íñigo Domínguez lo visitó en su apartamento romano, en 2016, con 85 años, este napolitano lo recibió con el buen humor de los italianos. Lo acompañaba su mucamo, que se llamaba Stalin y era latinoamericano. Carlo Pedersoli, o Bud Spencer, ya era un mito del cine italiano, alguien a quien los niños perseguían para pedirle autógrafos o tomarse una foto con él.
Ya había filmado 128 películas, una producción estimable para un hombre que nunca hizo cine por verdadero interés, sino como un divertimento casual que apareció cuando menos lo esperaba. Él había estudiado química, derecho y sociología. Y había fundado una compañía aeronáutica.
Le gustaba la cerveza Budweiser y vivió a plenitud muchas vidas. Un ataque al corazón desplomó un cuerpo inmenso que sabía imponer respeto en las desoladas cantinas del oeste polvoriento, entre tahúres de medio pelo y mujeres sin suerte.