Pedro Benítez (ALN).- En medio de la pavorosa semana que ha sufrido el Ecuador, ha llamado la atención de los observadores extranjeros la declaración que por su cuenta X difundió el ex presidente Rafael Correa manifestado su respaldando a la decisión del actual mandatario, Daniel Noboa, de decretar la existencia de un Conflicto Armado Interno en ese país: “Todo el apoyo, presidente, el crimen organizado le ha declarado la guerra al Estado y el Estado debe salir triunfador”.
En respuesta a la decisión de Noboa de retomar el control de las cárceles por parte de la fuerza pública y desarticular a las principales bandas criminales, los grupos de narcotráfico han respondido con una espectacular ofensiva de terror que incluyó la toma en vivo y directo del canal de televisión estatal. En medio de la crisis, la actitud de la sociedad y los grupos políticos ecuatorianos ha consistido en deponer diferencias y cerrar filas detrás del joven presidente que lleva apenas seis semanas en el cargo, dejando de lado la intensa polarización entre el correísmo y el anti correísmo que ha caracterizado la vida pública de ese país desde hace tres lustros. Significativo es que Noboa sea hijo del controversial Álvaro Noboa, el empresario más rico del Ecuador y uno de los enemigos jurados de Correa, quien lo derrotó en dos de las cuatro ocasiones en las que se postuló a la presidencia.
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Sin embargo, este acercamiento entre Noboa y Correa se viene cocinando desde el mismo día de la elección presidencial del pasado 15 de octubre de 2023, convocada a fin de completar los 18 meses restantes del mandato constitucional de Guillermo Lasso. La misma responde a una lógica sencilla y aplastante; Noboa es otro presidente elegido en segunda vuelta con una representación parlamentaria ínfima, frente a una oposición muy fuerte. Algo que de un tiempo a esta parte ha venido siendo costumbre en Suramérica y es motivo de permanente inestabilidad. Su grupo dispone de solo 13 de las 137 bancas de la Asamblea Nacional, mientras que el correísmo, con 51, es la principal fuerza parlamentaria.
Un cuadro bastante similar al de su antecesor Guillermo Lasso. Aunque Noboa derrotó a la candidata de Correa, Luisa González, esta obtuvo en primera vuelta casi 300 mil votos más que Andrés Arauz dos años antes. Además, Revolución Ciudadana (el partido de Correa) había ganado cómodamente las elecciones municipales de febrero, incluyendo los gobiernos de Quito y Guayaquil. Ese fue el momento en el cual Lasso, con dos intentos de destitución a cuestas, acosado por la violencia criminal y con una precaria recuperación económica, tiró la toalla.
El pacto con Correa
Por lo tanto, Noboa llegó a la conclusión de que para gobernar tenía que pactar con Correa. El pasado 17 de noviembre la nueva Asamblea ecuatoriana se instaló con un acuerdo entre los dos y el Partido Social Cristiano que le aseguró al nuevo gobierno la mayoría parlamentaria con al menos 94 diputados y la aprobación de leyes que considera claves como una reforma tributaria, el incentivo a las empresas para la contratación de trabajadores y de una nueva norma para el sector eléctrico.
Este acuerdo no ha sido ningún secreto. Abiertamente Correa afirmó que: “Hay que tratar de lograr la unidad nacional”; y manifestó su disposición a respaldar “las leyes que beneficien al país y superar estos momentos tan críticos”.
También aseguró que “no vamos a aceptar ningún cargo público”. Pero sí hay una demanda que públicamente ha formulado: llevar a juicio político a la fiscal general, Diana Salazar. Es aquí donde está la letra pequeña del pacto.
Salazar, que por cierto es la primera mujer negra que ejerce esa función en el Ecuador, ha sido objeto de todo tipo de insultos desde el correísmo y de amenazas de muerte por parte del narcotráfico. Esa es la cabeza que Correa exige que le entreguen en bandeja de plata.
Casos de corrupción
En una entrevista que el año pasado le dio a El País de España, detalló con meridiana claridad sus propósitos en caso de que su grupo ganase las elecciones: eliminar todos los procesos y sentencias judiciales que hay en su contra, porque “obviamente con una victoria nuestra se derrumba inmediatamente porque todo es político”. No ganó, pero no sería aventurado asegurar que busca el mismo fin por otros medios.
Pese a que desde 2018 se destaparon varios casos de corrupción ocurridos en la década que gobernó (2007-2017), en los que aparecía involucrada la constructora Odebrecht, y que terminaron en la condena del propio Correa, razón por la cual desde entonces vive exiliado en Bélgica, así como de su ex vicepresidente, Jorge Glas (éste sí pagó prisión) el ex mandatario sigue siendo, a todas luces, la principal fuerza política de su país.
Por lo tanto, Noboa tenía que elegir entre lo malo y lo peor. Evidentemente ya sabemos lo que decidió: la gobernabilidad del país.
Lasso intentó algo similar pero su bloque político (profundamente anti correísta) amenazó con dividirse y retrocedió. Fue a pactar con el movimiento indigenista Pachakutik y ya vimos cómo le fue.
La crisis de seguridad y el narcotráfico
A juzgar por la actitud serena de Noboa y el rápido respaldo de Correa, luce evidente que los dos sabían que esta crisis de seguridad se le venía encima a ese país. De hecho, el primera dramático aviso fue el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio en plena campaña.
Considerado hasta hace pocos años un oasis de tranquilidad, Ecuador ha seguido el mismo y dramático camino de otros países de la región que han sido víctimas del narcotráfico. En un proceso muy similar a otros casos, en este hubo una larga etapa de incubación del tumor hasta que un día se salió de control. No sin razón se recuerda que durante su gobierno Correa pactó con las bandas del narco a cambio de paz en las calles. La misma acusación que se la ha hecho a Nayib Bukele.
Nada nuevo bajo el sol; en los años setenta e inicios de los ochenta del siglo pasado los gobiernos colombianos miraron hacia otro lado mientras el ilícito negocio del tráfico de drogas crecía aceleradamente. Hasta que un mal día de 1984 un sicario asesinó al ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Ese fue el inicio de la guerra de los carteles y los grupos armados financiados por el narcotráfico (guerrillas y paramilitares) contra el Estado y de unos contra otros. En México todavía hoy se insiste que los gobiernos de Ernesto Zedillo (1994-2000) y Vicente Fox (2000-2006) toleraron a sus carteles, mientras resistían las presiones de Washington, siempre a cambio de que no llevaran la violencia a las calles.
El punto de quiebre fue la decisión del ex presidente Felipe Calderón de usar el Ejército al declararle la guerra al narcotráfico. El remedio fue peor que la enfermedad; la tasa de homicidios se disparó de una manera que ni él ni su sucesor, Enrique Peña Nieto, pudieron controlar. López Obrador volvió a la táctica anterior con la frase: “abrazos, no balazos”. El resultado es el mismo.
Lamentablemente Ecuador ha entrado en la misma perversa dinámica. Las protestas de 2019 contra Lenin Moreno fueron el inicio de su crisis de orden público que el narco aprovechó para consolidar sus posiciones en los puertos de la costa, claves en las rutas hacia Europa. Haber sacado la base militar estadounidense de Manta en 2009 tampoco parece que fue una decisión muy acertada por parte de Correa. No fue el Estado ecuatoriano el que reemplazó la presencia de los militares estadounidenses, sino las bandas de traficantes de estupefacientes.
A lo largo de los años los gobiernos de Colombia, México y Brasil (estados con muchos más recursos que el ecuatoriano) han logrado dotarse de una estructura de policías, jueces y fiscales que les ha permitido contener al narcotráfico en ciertas áreas de sus respectivos países. Pero el problema sigue allí, y persistirá mientras las drogas sigan teniendo quien las quiera comprar y consumir. Eso no tiene nada que ver con el neoliberalismo, el socialismo o la inmigración. Se trata de un negocio ilegal de miles de millones de dólares con un poder corruptor gigantesco.
En Latinoamérica las redes de narcotráfico se han estado moviendo hacia países tranquilos como Ecuador, Chile y ahora empiezan los primeros síntomas en Uruguay, precisamente porque han sido países tranquilos y seguros.
Más que ningún otro factor, el narcotráfico es la principal amenaza a las democracias latinoamericanas. No tanto de manera directa, sino por su impacto en las cainitas luchas políticas de la región y el lógico deseo de la población más pobre de entregar libertad a cambio de seguridad.