Sergio Dahbar (ALN).- El dictador militar Manuel Antonio Noriega tuvo el poder y los contactos necesarios para mandar en Panamá en los años 80 del siglo pasado. Solo, sin amigos, fue acusado de narcotraficante en 1989, y condenado en 1992. Su final es aleccionador. Los narcos salen bien en TV, pero en la realidad no tienen vida.
Trágico destino el de los narcotraficantes. Lucen bien en las pantallas (televisión, cine, ipad, móvil), pero en la vida real la justicia se interpone en el momento en que quieren disfrutar todo lo que han robado y suelen terminar ensangrentados o en prisiones de máxima seguridad.
El más reciente de esta estirpe es nada menos que el que una vez fue el hombre duro de Panamá, el que se escondía detrás de los políticos pescueceros, el personaje que tenía la cara picada de viruela para ser el más malo de la película, Manuel Antonio Noriega.
Ha muerto después de deambular por tres aeropuertos de países que lo condenaron y al final sus autoridades no sabían qué hacer con un personaje tan incómodo, alguien que había perdido la gracia de todos los señores, un tipo al que nadie se quería acercar y menos pedirle un selfie.
Estuvo cerca de la CIA, los sandinistas (Daniel Ortega), el cartel de Medellín (Pablo Escobar) y el gobierno cubano (Fidel Castro). Pero eso no le sirvió de nada
La muerte de Manuel Antonio Noriega ha terminado por parecerse a lo que muchos habían pronosticado que sería su fin. Trágico, en soledad, sin amigos ni familia, como esos seres abandonados a los que ni siquiera un perro sarnoso se acerca. A lo sumo pueden orinarlo y seguir de largo.
No puedo imaginar si Manuel Antonio Noriega alguna vez pensó que el camino elegido lo conduciría a la felicidad. Lo cierto es que escogió mal. Se dedicó a vender secretos, a traficar información, a exigir sobornos escandalosos, a chantajear sin límites, a intimidar a gente inocente… Todo esto mientras reprimía como un militar bananero.
Tomó el poder en 1982, en un momento complejo de la historia de Panamá, muy cerca de la sombra de la muerte de Omar Torrijos Herrera. Una oscuridad proyectada para muchos por agentes de la CIA, la agencia de inteligencia de Estados Unidos que tenía en su nómina a Noriega.
Fue un jugador y apostó en todos los juegos posibles, como si hubiera tenido seguro de vida para defenderse de los huracanes. Estuvo cerca de la CIA, de los sandinistas (Daniel Ortega), del cartel de Medellín (Pablo Escobar) y del gobierno cubano (Fidel Castro).
Apostó en los juegos más peligrosos y en casi todos los casos recibió dinero del bueno, casi siempre por ofrecer información para operaciones de contrainteligencia de la CIA, y por dejar que los narcotraficantes mayores del continente utilizaran un aeropuerto estratégico de Panamá para el delito.
El hombre que sabía demasiado
Dicen que la suerte no suele ser eterna. En 1989, el presidente George Bush le envió a los marines, que invadieron Panamá. En esa operación brutal y sangrienta, Noriega fue apresado y conducido a una prisión de alta seguridad en Estados Unidos, donde purgó condena de 30 años.
Noriega no fue otra cosa que el hombre que sabía demasiado en el lugar correcto. No tuvo empacho en delatar a los principales capos del cartel de Cali, que fueron capturados en España. Táctico y atrevido, su amoralidad fue minando las relaciones de amistad que había tejido en su ascenso al poder.
Cuando los gringos mandaron a los marines para ver si por fin ganaban una guerra, ninguno de sus amigos -Fidel Castro o Daniel Ortega- lo ayudaron. No era alguien en quien confiar y conocía demasiados secretos como para que anduviera libre por el mundo. Era hora de ponerlo en su sitio.
En los últimos años quiso jugar con su nieta, disfrutar de la familia, hacer las paces con una vida que fue miserable y criminal. No tuvo tiempo
Su final debería ser materia obligatoria para pichones de narcotraficantes. No hay final feliz. Los amigos te dan la espalda a última hora. Sobre todo, aquellos que trabajan en la CIA, que no desean que todos los horrores que han cometido se sepan.
Ha muerto ‘Cara ‘e piña’, como le decían los panameños, el hombre que se atrincheró en El Chorrillo en 1989, cuando llegaron los yanquis.
Manuel Antonio Noriega tenía 83 años. Un tumor en el cerebro, un cáncer de próstata, cuadros isquémicos cerebrales e insuficiencia respiratoria fueron arrinconándolo hasta dejarlo sin vida.
En los últimos años quiso jugar con su nieta, disfrutar de la familia, hacer las paces con una vida que fue miserable y criminal. No tuvo tiempo. De alguna manera calculó mal cuando creyó que podía mantenerse en el poder eternamente. Cuando supuso que sus amigos lo protegerían. Cuando imaginó que la CIA sería benévola con él. Ahora lo sabe: ni en el infierno quieren saber nada él.