Sergio Dahbar (ALN).- A la devastación producida por la adicción a los opioides y sus derivados, y el lobby de una industria farmacéutica inhumana, se suma la prescripción desesperada de píldoras.
En una de las últimas entregas del semanario The New York Review of Books apareció un artículo de la psicoanalista Jamieson Webster, “La psicofarmacología de la vida cotidiana”, claro juego de palabras con la obra clásica de Sigmund Freud, Psicopatología de la vida cotidiana (1901). Cuando los editores le preguntaron de qué otra manera hubiera titulado su trabajo, ella dijo bromeando: “El cerebro de Freud sobre las drogas”.
Webster dispara de manera certera contra una práctica de la psiquiatría moderna: la prescripción de píldoras para cada enfermedad mental sin tratar las causas subyacentes que aquejan a los pacientes. Dado que la gente no quiere entender por qué algo le duele, por qué no duerme, por qué se cansa, por qué no se excita sexualmente, por qué no rinde lo suficiente, acude a las pastillas que “todo” lo pueden. Analgésicos, antidepresivos, estimulantes, relajantes, viagra, toda una gama de “placebos” que persiguen la felicidad ficticia.
Webster dispara de manera certera contra una práctica de la psiquiatría moderna: la prescripción de píldoras para cada enfermedad mental sin tratar las causas subyacentes que aquejan a los pacientes
Esta psicoanalista piensa que la gente busca una salida rápida y deja de lado la vieja práctica de hablar para curarse. ¿Qué propone ella entonces? Bebe en las fuentes originales de Sigmund Freud para profundizar en problemas que las drogas mejoran sólo en la superficie.
Así empieza su trabajo. “Todo el mundo acude a las drogas. No me refiero al tipo anticuado e ilegal, sino al fabricado por las compañías farmacéuticas, en forma de píldoras. Como psicoanalista, he escuchado a personas hablar de sus dosis diarias. Sus ritmos naturales ciertamente cambian. Supongo que ese es el punto, ¿no es así? Tengo muchas preguntas sobre lo que sucede cuando una mente que estructura de manera única la emoción, el interés, la defensa, la asociación, la memoria y el descanso, se ve socavada por la medicación. En esta negociación faustiana, ¿qué ganamos?, ¿y qué sacrificamos?”.
Webster hace buenas preguntas. Las adicciones y abusos con la medicación contradicen la idea de que lo mejor es “recetar una píldora para los problemas psicológicos”. La sorprendente conclusión de que los antidepresivos, lejos de evitar que algunos adolescentes se suiciden, los condenan hacia ese abismo, dinamita otra idea: que las píldoras son la primera línea de defensa para la salud. Como confiesa esta psicoanalista, “tal vez sea el momento adecuado para volver al enigma de la mente y la medicina”. Cosa que ella hace en este artículo.
La psicofarmacología tiene una larga historia que arranca sobre el lomo del siglo XIX y el XX con la aparición de los barbitúricos, hasta el descubrimiento del primer antipsicótico en los años 50, la clorpromazina. Se trata de un potente sedante que se utilizaba con fines quirúrgicos: era conocido como una “lobotomía farmacológica no permanente”. Iluminó el camino para llegar a la mayoría de las drogas utilizadas hoy en día por la psiquiatría. La proliferación comenzó a fines de los 80.
Cuarenta años después, la psicofarmacología es una industria millonaria, despiadada, capaz de financiar un lobby imbatible entre médicos de todo el planeta. Su influencia no tiene límites. Se estima que uno de cada seis adultos en Estados Unidos toma algún tipo de medicamento psiquiátrico.
Es importante encuadrar la denuncia de Webster en el panorama de las drogas de Estados Unidos. El Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas establece que 72.000 estadounidenses murieron por sobredosis de drogas en 2017, frente a los 64.000 de 2016 y los 52.000 de 2015, un aumento asombroso sin un final a la vista. La mayoría de estos casos involucran opioides.
“El término opioide se usa ahora para incluir opiáceos, que son derivados de la adormidera, y opioides, que se referían sólo a los medicamentos sintetizados que actúan de la misma manera que los opiáceos. El opio, la savia de la amapola, se ha utilizado en todo el mundo durante miles de años para tratar el dolor y la falta de aliento, suprimir la tos y la diarrea y por su efecto tranquilizador”, escribió recientemente Marcia Angell, divulgadora y patóloga de la Escuela de Medicina de Harvard. Toda una eminencia.
La sorprendente conclusión de que los antidepresivos, lejos de evitar que algunos adolescentes se suiciden, los condena a ese abismo, dinamita la idea de que las píldoras son la primera línea de defensa para la salud
Las ideas de Angell carcomen las debilidades de la industria. “Las compañías fabrican pocos fármacos innovadores. La FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos) se somete a la industria que regula. Los privados tienen demasiado control sobre la investigación clínica de sus productos. Las patentes y otros derechos de explotación son demasiado amplios y elásticos. Las marcas tienen demasiada influencia en la educación médica sobre sus propios productos. Se mantiene en secreto mucha información importante acerca de la investigación, el desarrollo, el marketing y los precios”.
El problema de fondo
¿Qué quiere decir todo esto? En un contexto devastador de adicción incontrolable a opioides y derivados, y en un panorama donde las empresas farmacéuticas tienen poder incontrolado para hacer lo que quieren con el mercado (contratar a personal de la FDA que legaliza medicamentos), la adicción a las pastillas que buscan resolver de manera superficial e inmediata problemas cotidianos incómodos conforma el coctel perfecto. La mesa está servida si advertimos en las zonas de adicción y medicación indiscriminada un panorama económico depauperado, alejado de la idea del mejor sueño americano.
Webster sabe dónde pega. Se pregunta qué significa que un antipsicótico haya estimulado el desarrollo de la mayoría de los medicamentos que conocemos hoy en día, como Prozac y Xanax. Es importante, dice esta psicoanalista, para entender “lo que negociamos como individuos, y como sociedad, al confiar tan ampliamente en medicamentos psiquiátricos”.
¿Hay alternativas ante este problema?, se pregunta Webster. La solución pareciera encontrarse lejos de las píldoras y cerca de la conversación clásica. “Como pensó Sigmund Freud hace décadas, una persona psicótica que recibe ayuda para atravesar la fase más aguda de sus síntomas al mantenerse segura, y que luego recibe una forma continua de tratamiento de conversación, así como algunos medios de educación o capacidad para trabajar, potencialmente se puede estabilizar sin medicación excesiva”.
Parece teoría muy antigua y lo es. Pero también una señal de lo que hay que hacer. Un colectivo de psicoanalistas en Quebec, “el 388”, creó una clínica con tratamiento psicoanalítico y atención de emergencia 24/7 a personas que sufren problemas psicóticos. Lo impresionante son los resultados.
Un estudio en 82 pacientes, tratados por tres años, demostró la reducción de las incidencias de hospitalización en 78%. 82% podía vivir de manera autónoma. Y 56% se mantenía económicamente. El Gobierno canadiense ha solicitado al grupo 388 que abra más instalaciones y amplíe el enfoque. Algo de cordura sobrevive en ciertos lugares del mundo.
Pero nada como pensar dónde se encuentra el problema de fondo para tratar de arreglar las cosas. Y ahí Marcia Angell acierta donde otros titubean. “Mientras Estados Unidos tolere el abismo entre ricos y pobres, y satisfaga las necesidades más básicas de los ciudadanos, como el cuidado de la salud, la educación y la atención de los niños, algunas personas querrán usar medicamentos para escapar. Esto me parece cada vez más no un problema legal o médico, ni siquiera de salud pública. Es un problema político. Necesitamos un gobierno dedicado a políticas que reduzcan la brecha entre ricos y pobres y garanticen servicios básicos para todos. Para acabar con la epidemia de muertes por desesperación, debemos apuntar a las fuentes de la desesperación”.