Sergio Dahbar (ALN).- Alfred Kinsey revolucionó la sexualidad 70 años atrás. Pero el instituto que lleva su nombre ha dejado de lado la sexualidad de los seres humanos para estudiar la conducta de los ratones. El pensamiento audaz y desinhibido de Kinsey se ha convertido en una nostalgia en las aulas de la Universidad de Indiana.
En un reciente informe Hallie Lieberman -académica que se graduó en la Universidad de Wisconsin con una disertación sobre la historia de los juguetes sexuales-, alerta a los lectores de The New York Review of Books sobre la progresiva “desexualización” del Instituto Kinsey. Lo que llama poderosamente la atención en el año en que el famoso informe de Alfred Kinsey cumple 70 años.
Como bien polemiza Lieberman, “el Instituto Kinsey debería participar en el debate nacional sobre asalto sexual y acoso. Debería poner sobre la mesa discusiones sobre la importancia del placer sexual femenino, la ‘brecha del orgasmo’ entre hombres y mujeres, y el hecho de que tantas mujeres experimenten dolor durante el sexo”.
En palabras más que justificadas de Edward Laumann, investigador de la sexualidad humana en la Universidad de Chicago por más de 40 años, resulta extraño que un instituto fundado para estudiar la sexualidad humana se interese hoy más en la conducta de los ratones monógamos. Es lo que ha ocurrido. En los últimos tres años, el pensamiento audaz y desinhibido de su creador se ha convertido en una nostalgia en las aulas de la Universidad de Indiana.
“El Instituto Kinsey debería poner sobre la mesa discusiones sobre la importancia del placer sexual femenino, la ‘brecha del orgasmo’ entre hombres y mujeres”
La nueva directora, Sue Carter, argumentó este cambio de rumbo ante el Indianápolis Star en 2016: “Una vez que la investigación sobre sexo, género y reproducción formó la columna vertebral del trabajo del instituto, ahora el amor, la sexualidad y el bienestar ocuparán un lugar central”.
La carrera de Sue Carter se ha centrado en la investigación de los roedores, en particular en el ratón de las praderas, uno de los pocos mamíferos que forman pares de enlaces y es monógamo. Previamente descubrió que la oxitocina, llamada hormona del amor, desempeñaba un papel esencial en la vinculación de pares en ratones de campo.
Lieberman apunta que la investigación de Carter sobre la monogamia de ratones ha sido citada por organizaciones proabstinentes y antipornografía para argumentar que la monogamia es natural y está integrada en nuestra biología.
Este curioso cambio de orientación en uno de los institutos que investigaron la sexualidad de los estadounidenses desde 1948 no deja de llamar la atención en un país sumergido en el pensamiento conservador de los republicanos. En todo caso, abre una oportunidad de oro para recordar al hombre que hizo posible hablar de sexo de una manera que nadie podía imaginar.
Como entomólogo, Alfred Kinsey despuntó en el estudio profundo de las avispas Gall. Hasta que en enero de 1948 su reputación cambió radicalmente: tenía 53 años y alborotó el avispero. Publicó Conducta sexual masculina. Este informe, como se le conoció, vendió entre enero y julio de ese año 200.000 ejemplares. “Los libreros no han visto nada igual desde Lo que el viento se llevó”, recordó la revista Time.
El informe Kinsey ofrecía una confluencia de datos inesperados para la época:
1) 90% de los hombres entrevistados se habían masturbado alguna vez.
2) 85% tuvieron relaciones prematrimoniales.
3) Entre 30% y 45% mantuvieron relaciones extramaritales.
4) 70% frecuentaron a prostitutas.
5) 37% experimentaron por lo menos un acto homosexual que les produjo un orgasmo.
La vida privada de Alfred Kinsey
Todo el revuelo que generó este informe opacó el costado más polémico de su personalidad: ser homosexual y masoquista. Un minúsculo grupo de amigos íntimos conocía sus secretos y admiraba su capacidad para ser al mismo tiempo devoto esposo y padre cariñoso. Esta faceta tenía un problema: afectar la objetividad de las investigaciones, ya que los voluntarios que más atraían su atención eran aquellos seres que habían escogido mantenerse en la periferia: homosexuales, sadomasoquistas, voyeristas, exhibicionistas, pedófilos, transexuales, travestis, fetichistas…
Kinsey investigó la vida profunda de los norteamericanos como si fueran insectos. No era comunista, como creían los representantes del Congreso de los años 50, sino un cordial académico que se vestía con pantalones de tweed anchos y corbata de lacito; un voto seguro de los republicanos; y un fundamentalista de la ciencia, que intentó liberar a la sociedad estadounidense de la represión victoriana.
Clara Braken McMillen conocía las tendencias homosexuales de su marido, y hasta cierto punto disfrutaba con sus relaciones extramaritales
Como bien apunta James H. Jones, uno de sus biógrafos, la mayor contribución de Kinsey como investigador sexual fue revelar el abismo entre la conducta prescrita y la real: desde allí exhibió su mayor trofeo, el alto precio que pagaban los seres humanos por las prohibiciones sexuales.
Se casó con la química Clara Braken McMillen, con quien tuvo cuatro hijos. Ella conocía las tendencias homosexuales de su marido, y hasta cierto punto disfrutaba con sus relaciones extramaritales. Muchas ocurrían cuando Kinsey salía con estudiantes en algún viaje de recolección de avispas.
En esos momentos el académico no mostraba pudor alguno por andar desnudo, contar detalles íntimos de su vida privada y luego indagar en los secretos de sus discípulos. Entonces los estudiantes consultaban aspectos de la sexualidad humana: así descubrió que los materiales existentes sobre el tema eran escasos y se basaban en muestreos pequeños. Ante esta carencia, decidió realizar un estudio científico sobre la conducta de los seres humanos.
Hasta 1939, había consultado a estudiantes de la Universidad de Indiana, miembros de su familia y amigos. Después viajó a Chicago, donde lo recibió una comunidad gay. Con los homosexuales utilizó muestras al azar, y también sumó conocidos de quienes eran parte del club. Ya a finales de 1940 poseía 1.700 historias, pero estaba convencido de que necesitaba más. Anhelaba conseguir 100.000 relatos. Con subsidios de la Fundación Rockefeller construyó el Instituto de Investigaciones, y completó 18.000 muestras.
Kinsey enfrentó obstáculos y prejuicios severos, perdió el dinero de los patrocinantes y trató de suicidarse cuando entendió que nadaba contra la corriente. Pero dejó un sendero de investigación que pareciera haber chocado otra vez, 70 años más tarde, contra la intolerancia y el miedo. Cuando los recortes presupuestarios muestran los dientes, conviene estudiar la vida apasionante de los ratones.