Sergio Dahbar (ALN).- Isabella Stewart Gardner, una de las mujeres más ricas de Estados Unidos, fundó un museo en Boston en 1924 que fue robado en 1990. Todavía hoy se buscan 13 obras que suman 500 millones de dólares. El FBI descubrió la identidad de los ladrones. Ambos han muerto ya. Pero los cuadros no aparecen. Todo lo que rodea el robo posee un halo de misterio.
Hasta el año pasado (quizás hoy todavía se mantenga vigente) uno de los museos más notables de Estados Unidos, Isabella Stewart Gardner, de Boston, ofrecía 10 millones de dólares a cambio de información confiable sobre el robo que sufrió su patrimonio en 1990. La oferta es la más alta que se conoce hasta la fecha para obtener información sobre un crimen. No es para menos. Hace 27 años que se produjo el incidente, uno de los más sorprendentes en la historia de los robos de obras de arte, y el museo sigue con los marcos vacíos.
No eran ladrones ocasionales. Aprovecharon la madrugada de un sábado para llevarse 13 piezas de la colección, tasadas en 500 millones de dólares. Allí se encuentran los dos cuadros más valiosos que se han robado en Estados Unidos: El concierto (1665), de Vermeer, y La tormenta del mar de Galilea (1633), única marina de Rembrandt.
La identidad de los ladrones fue descubierta por el FBI. Ambos han muerto ya. El problema es que las obras no aparecen. Los agentes federales creen que estas no han salido de las fronteras americanas. Opinión que discute el “Indiana Jones’’ del rescate de obras robadas, el holandés Arthur Brand: asegura que las pinturas se encuentran en manos del Ejército Republicano Irlandés (IRA).
Los detectives han llegado a especular que tal vez las piezas adornen hoy los salones rococós de un barón de la droga
Uno de los robos más curiosos del final del siglo XX compite también por convertirse en el más inexplicable. Una banda logró colarse en esta institución. La coleccionista, filántropa y patrona de las artes, amiga de artistas y respetadísima figura de la sociedad bostoniana, había adquirido obras de indudable calidad y decidió cierto día construir el palacio veneciano de sus sueños en la Commonwealth Avenue para reunir sus tesoros.
Fue una obra opulenta en una ciudad sencilla. Trajeron tapetes góticos, ocho balcones y numerosos objetos de iglesias y palacios verdaderos de Europa. Fue inaugurado después de su muerte. Y de alguna manera reflejaba su mirada del mundo: Isabella Stewart Gardner creía que descendía de Roberto I de Escocia (Robert The Bruce), y que su segundo nombre derivaba de María Estuarda.
Los ladrones ingresaron de noche y atacaron a un guardia, sin hacerle demasiado daño. Lo dejaron fuera de juego. Después realizaron cosas extrañas. Robaron 12 cuadros de Vermeer, pero ignoraron un Giotto. Manotearon algunos Rembrandts, pero pasaron delante de un Rafael sin darse cuenta. Metieron en la bolsa bocetos no impresionistas de Degas, pero dejaron intacto un dibujo de Miguel Ángel. Se llevaron también un Renoir.
Sorprendente fue el tiempo que tardaron en forzar un águila de madera de un estandarte napoleónico, objeto sin ningún valor. Nunca logró resolverse el caso, que se cerró con un enorme signo de interrogación en los años 90. Sí se supo que los ladrones se llevaron obras valoradas en más de 500 millones de dólares.
Gente ociosa que se ocupa de casos raros ha lanzado especulaciones como dados sobre la mesa. ¿Trabajaban los ladrones para un millonario caprichoso que deseaba completar una colección? Esa teoría se cae rotundamente, ya que las pinturas fueron arrancadas de sus marcos, dañando las telas. En los robos de arte, el trabajo delicado es un patrón que no falla.
Todo lo que rodea el robo del Isabella Stewart Gardner Museum posee un halo de misterio. Los detectives que estuvieron encargados del caso han llegado a especular que tal vez las piezas adornen hoy los salones rococós de un barón de la droga o un traficante de armas asiático.
Es probable también que se encuentren en un sótano de la costa este americana, inservibles, como lección silenciosa para unos pillos que apuntaron demasiado alto y ahora no saben qué hacer con los trofeos de una noche de suerte. Aquí se impone una vieja sabiduría en este negocio: el arte no está en robar, sino en vender. Lo que sin duda es cada vez más complicado.
Eso lo sabía Bernard Berenson, un norteamericano exilado en Florencia (Italia), historiador del arte y exquisito conocedor del patrimonio pictórico italiano. Judío, algo acomplejado con el trabajo de su padre, que vendía estaño, se formó primero en Boston (Harvard) y luego en Europa gracias a la generosidad y visión de Isabella Stewart Gardner. Una palabra de Berenson sobre la autenticidad de una obra de arte marcaba la diferencia para que un rico con aspiraciones la adquiriera o no.
Los ladrones se llevaron bocetos no impresionistas de Degas, pero dejaron intacto un dibujo de Miguel Ángel
Tanto Bernard Berenson, como su socio, y en algunos casos patrocinador, Joseph Duveen, sabían que una nueva economía necesitaba en Estados Unidos lazos de comunicación con el arte italiano antiguo que salía a la venta. Los nuevos ricos, que desarrollaban el capitalismo en una nación como Estados Unidos en desarrollo, eran rapaces. El arte validaba un lugar de prestigio en el mundo que cabalgaba entre el siglo XIX y el XX.
Huntington, MacMillan, Frick, Morgan, Hearst, Gardner… querían trasladar Europa a América, para poder mirarse en la antigüedad y sentirse importantes. Por eso Berenson le sugirió a Isabella Stewart Gardner que comprase un retrato de “la dama más grande y fascinante del Renacimiento, una digna precursora y santa patrona, Isabella d’Este, Marquesa de Mantua”.
Una obra que de alguna manera tenía vínculos secretos con las aspiraciones de esta dama bostoniana que no dudó ni un minuto en adquirir la obra. Lo curioso de las vueltas que da la humanidad es que un siglo después ese patrimonio se enfrenta a ser saqueado nuevamente, pero esta vez por narcotraficantes o revolucionarios, los rapaces contemporáneos.