Miguel Sebastian (ALN).- Según el informe “Perspectivas económicas para las Américas: Historia de dos ajustes”, los países con flexibilidad cambiaria tienen más opciones de elevar su base exportadora, diversificar su aparato productivo y reducir su dependencia de las materias primas. Es decir, por primera vez el FMI defiende también la posible existencia de efectos externos positivos a largo plazo, “enterrando” de esta forma las presuntas ventajas de la dolarización.
La semana pasada tuvo lugar en Madrid una interesante jornada organizada por Ramón Casilda y la Fundación Ramón Areces en la que altos funcionarios del FMI, como el director y el subdirector del Departamento del Hemisferio Occidental, presentaron el informe “Perspectivas económicas para las Américas: Historia de dos ajustes” (véase wreo0517).
En sus dos primeros capítulos, el informe repasa las perspectivas económicas para este año y el siguiente, mostrándose optimista con el entorno global y más cauto con la situación de América Latina, de la que afirma textualmente:
“Las economías de América Latina y el Caribe continúan recuperándose de la recesión regional de 2016. Se espera que la actividad económica en la región repunte gradualmente este año y el próximo, pero las perspectivas han empeorado con respecto a lo proyectado en octubre pasado, y el crecimiento a mediano plazo sigue siendo bajo, aproximadamente de 2,6%. La inflación está cediendo en varias economías, a medida que se disipa el efecto de traspaso de las últimas depreciaciones. Al mismo tiempo, los riesgos para el crecimiento han aumentado, en un contexto de mayor crecimiento en las economías avanzadas, pero también de mayor incertidumbre en términos de las políticas a nivel mundial, con una posible reorientación en el régimen de políticas de Estados Unidos, un auge del nacionalismo económico en las economías avanzadas y un potencial endurecimiento de las condiciones financieras internacionales”.
A la fijación del tipo de cambio siguió una fuerte depresión económica y una quiebra del sistema financiero en los años 80
Estando básicamente de acuerdo con esta primera parte del informe, aunque quizás sea relativamente optimista, desde mi punto de vista, sin embargo, lo más interesante se encuentra en el capítulo 3: “Ajuste externo frente a desplazamientos de los términos de intercambio”. Un capítulo escrito por el economista del FMI Yan Carrière-Swallow, que llevó a cabo una brillante exposición en la jornada de Madrid.
El resumen oficial del capítulo señala literalmente:
“En el pasado (con tipos de cambio fijos), el ajuste externo ante shocks negativos de los términos de intercambio solía ocurrir a través de un deterioro de la demanda interna y una compresión de las importaciones (efectos ingreso negativos). En cambio, el ajuste que está en curso refleja un mayor uso de la flexibilidad del tipo de cambio como amortiguador de los shocks. Estos efectos han aliviado la carga sobre la demanda interna, reduciendo el “coeficiente de sacrificio” del ajuste externo para los regímenes de tipo de cambio flexible en América Latina. Además, como el uso de regímenes flexibles es cada vez más generalizado, el costo asociado con la rigidez del tipo de cambio ha aumentado en la región, ya que los shocks comunes han dado lugar a una importante apreciación multilateral de las monedas menos flexibles. Finalmente, la flexibilidad cambiaria puede respaldar las políticas estructurales que buscan reorientar los recursos hacia los sectores no relacionados con las materias primas”.
Tuve que leer una y otra vez el párrafo, así como escuchar el mensaje en boca de Yan, para convencerme de que era cierto, y que estamos ante un cambio estructural en lo que se refiere a la recomendación sobre los regímenes cambiarios por parte de los organismos financieros internacionales.
A finales de los años 80, pero sobre todo durante los años 90, la opinión dominante, sobre todo del BID, aunque también del FMI y de la Comisión Europea, y de muchos economistas académicos, era que la fijación del tipo de cambio aportaría todo tipo de ventajas para la economía que la pusiera en práctica. Y que, cuanto más irreversible fuera esa fijación, más ventajas habría, tanto a corto como a largo plazo. Entre estas ventajas se destacaban las siguientes:
1. El tipo de cambio fijo actuaría como “ancla” de las expectativas de inflación, pues impediría el proceso de autoalimentación o “pass through” de inflación a tipo de cambio y viceversa.
2. El menor nivel y la menor volatilidad de la inflación provocaría un aumento de la inversión doméstica, lo que favorecería el crecimiento económico a medio y largo plazo.
3. La menor incertidumbre cambiaria provocaría un aumento de la inversión extranjera, que se mueve tanto por las expectativas de rentabilidad en moneda doméstica como por las previsiones sobre la posible depreciación del valor de dicha moneda, una vez convertida a moneda internacional
4. La fijación del tipo de cambio obligaría a los países a “importar” las políticas monetarias de los países con mayor credibilidad, y ya no se posibilitaría la opción de “inflar para crecer”.
5. La ausencia del tipo de cambio como posible mecanismo de ajuste introduciría “disciplina fiscal”, pues los gobiernos incorporarían en su regla de política, que la opción de monetizar no es posible, por lo que un mayor gasto público tendría que financiarse más tarde o más temprano con impuestos. Esta mayor disciplina fiscal favorecería un mayor crecimiento económico a corto y medio plazo.
6. La renuncia a la flexibilidad cambiaria obligaría a los gobiernos a emprender las reformas estructurales para crecer a largo plazo, pues la menor flexibilidad monetaria y fiscal no les daría otro margen de maniobra que la vía de las reformas.
Así surge la idea de la dolarización: la fijación irreversible del tipo de cambio 1 a 1 (como el caso de la convertibilidad en Argentina) o la introducción del dólar como moneda propia (Ecuador)
La lista de ventajas era tan voluminosa y tan bien elaborada desde un punto de vista teórico y académico que era muy difícil resistir a sus encantos. Y ello pese a la ruptura de Bretton Woods en los años 70 y a que la experiencia chilena en los primeros años de Augusto Pinochet había sido un desastre, y a la fijación del tipo de cambio siguió una fuerte depresión económica y una quiebra del sistema financiero en los años 80. Lejos de enfriar los ánimos de los partidarios del tipo de cambio fijo, les hizo más radicales. El problema, decían, era que, con la fijación cambiaria o los sistemas de bandas de fluctuación, no se consigue una completa credibilidad. La clave es la irreversibilidad, afirmaban. Y así surge la idea de la dolarización: la fijación irreversible del tipo de cambio 1 a 1 (como el caso de la convertibilidad en Argentina) o la introducción del dólar como moneda propia (Ecuador), cuya oferta monetaria quedaba determinada por el saldo en cuenta corriente, como en el modelo del patrón oro. La política monetaria desaparecía por completo, pero también desaparecía la posibilidad de que un banco central actuase de “prestamista de última instancia” en caso de una crisis doméstica de liquidez. Otros países latinoamericanos no optaron por el régimen extremo de la dolarización, pero sí fijaron sus tipos de cambio, en espera de que se cumplieran las “bondades” mencionadas anteriormente. Pero lo cierto es que no se cumplieron. Ni se redujeron especialmente las tasas de inflación, ni hubo mayor disciplina fiscal, ni hubo un empuje a las reformas estructurales. Y el régimen cambiario saltó por los aires en México en 1996 (el “efecto Tequila”), en Brasil en 1999 (“el efecto Caipirinha”) y en Argentina en 2001, tras el ‘corralito’, por mencionar solamente a los países más grandes. Y los países que permanecieron “anclados”, como Ecuador y Bolivia, no sólo vieron llegar esas ventajas, sino que sufrieron una mayor pérdida de competitividad cuando todos sus vecinos empezaron a depreciar sus monedas.
En el informe del FMI se narran cómo se han ajustado los términos de intercambio (precio de las exportaciones/precio de las importaciones) y las balanzas por cuenta corriente de unos y otros tras la crisis global de 2008-2009, y se compara este ajuste con el vivido en 58 episodios que abarcaron 150 países en los últimos 55 años (1960-2015).
Gráfico 1. Ajuste de los términos de intercambio
El Gráfico 1 recoge que el ajuste de los términos de intercambio en la última crisis ha estado en línea con el ocurrido en el promedio de los últimos 55 años (línea de puntos discontinuos), pero ha sido mucho más brusco para los países con tipo de cambio fijo (línea morada) que para los países con régimen flotante (línea verde).
Coherentemente con este hecho, el ajuste de las balanzas por cuenta corriente ha sido enorme en los países con tipo de cambio fijo (véase Gráfico 2), mientras que los países con tipo de cambio flexible han tenido un ajuste similar al promedio histórico.
Gráfico 2. Ajuste de las balanzas por cuenta corriente (%PIB)
Dado que estos ajustes de balanza por cuenta corriente tienen lugar fundamentalmente por la caída de las importaciones (las exportaciones tienen poca sensibilidad a corto plazo a los términos de intercambio), y que las importaciones se ajustan cuando lo hace la demanda interna, del Gráfico 2 se infiere que el coste en términos de PIB y de empleo del ajuste ha sido muy superior para los países con régimen cambiario fijo.
Gráfico 3. Ajuste de la cuenta corriente y de la demanda interna
El Gráfico 3 sintetiza estos ajustes: los países con tipo de cambio fijo han sufrido un doble problema: uno, que el ajuste de la balanza por cuenta corriente ha tenido que ser superior, por el mayor deterioro de su competitividad y, dos, que el ajuste de su demanda interna (consumo, inversión y empleo) también ha tenido que ser más elevado. Ello hace que el “coeficiente de sacrificio”, que combina ambos ajustes, ha sido cuatro veces más elevado en esos países que en aquellos con flexibilidad cambiaria. Y es que la pérdida de competitividad ha sido notable en los países con tipo de cambio fijo o dolarizados porque la inflación no ha sido especialmente más baja y el resto de sus vecinos han depreciado sus monedas, empeorando aún más los términos de intercambio. Ello queda reflejado en el Gráfico 4 que recoge los índices de competitividad exterior de diferentes países latinoamericanos, y en el que una subida del índice indica una pérdida de dicha competitividad. El grupo AL6 incluye a Brasil, Chile, Colombia, México, Perú y Uruguay. Es decir, los principales países latinoamericanos con régimen de tipo de cambio fluctuante.
Gráfico 4. Índices de competitividad (2011=100) (una subida es un empeoramiento)
Además de estos impactos a corto y medio plazo, el informe del FMI sorprende por defender que hay impactos a largo plazo derivados de la capacidad exportadora y la recuperación del tejido industrial. Los países con flexibilidad cambiaria tienen más opciones de elevar su base exportadora, diversificar su aparato productivo y reducir su dependencia de las materias primas. Es decir, por primera vez defiende también la posible existencia de efectos externos positivos a largo plazo, “enterrando” de esta forma las presuntas ventajas de la dolarización.
Lecciones para Cuba y Venezuela
Una vez que el FMI reconoce la superioridad de la flexibilidad cambiaria a corto, medio y largo plazo, pienso que esto debe servir de lección para la discusión de posibles modelos de transición en Cuba y Venezuela. Cuba tiene que hacer una transición parecida a la que llevaron los países del Este de Europa tras la caída del Muro de Berlín o la de la República Popular China. Su proximidad a EE.UU. y el hecho de que el dólar circule por la isla, podría empujar a algunos a defender una dolarización de la economía cubana. Sería un error. Cuba debe mantener su propia moneda, su propio banco central y un tipo de cambio flexible con el dólar, aunque permita la circulación de la moneda estadounidense. Es decir, un modelo parecido al de Perú.
Del mismo modo, Venezuela tendrá que hacer una transición de una economía con hiperinflación (pese a su tipo de cambio intervenido), control de precios, desabastecimiento y fuga de capitales y quizás alguien defienda su “dolarización” como ancla de las expectativas de precios que atajen rápidamente la hiperinflación. El informe del FMI y la experiencia de buena parte de las economías de la región sugieren que esta sería una mala elección.