Pedro Benítez (ALN).- Los candidatos presidenciales de Colombia, Gustavo Petro, y México, Andrés Manuel López Obrador, están ofreciendo la misma promesa básica de Hugo Chávez en Venezuela en 1998; la misma de Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia: una Constituyente. Un procedimiento en apariencia impecablemente democrático que, aprovechando el desprestigio de la clase política tradicional, asegure el posterior ejercicio del poder sin límites ni contrapesos.
Que dos líderes de izquierda encabecen los sondeos de opinión pública de cara a las elecciones presidenciales de Colombia y México no debería preocupar demasiado. Después de todo, independientemente de las inclinaciones ideológicas, los gobiernos van y vienen, y se supone que de ganar alguno de los dos la extensión y poder de los mandatos serían limitados.
Sin embargo, sí debería alarmar una propuesta del candidato presidencial colombiano Gustavo Petro y el mexicano Andrés Manuel López Obrador de convocar una Constituyente, porque la reciente experiencia latinoamericana demuestra que la consecuencia de aplicar ese procedimiento es la desaparición de la limitación del poder, lo que hace que el planteamiento no sea nada inocente. El problema de la Constituyente es que cuando se tiene un mal gobierno es muy difícil salir de él.
Es el procedimiento institucional (aparentemente más democrático) de gobernar sin las limitaciones propias de un Parlamento y de unos tribunales independientes, tal como ha ocurrido en los casos de Ecuador, Bolivia y de manera más escandalosa en Venezuela.
La reciente experiencia latinoamericana demuestra que la consecuencia de una Constituyente es la desaparición de la limitación del poder
López Obrador (AMLO, como se le conoce en México) ha asomado la posibilidad de una “Constituyente moral”, sin ser claro en qué consistiría. En cambio el exalcalde de Bogotá, Gustavo Petro, ha sido explícito al prometer que convocará una Constituyente que reforme la Constitución colombiana vigente desde 1991.
Una oferta absurda, puesto que si uno de los problemas tradicionalmente más graves de la región (sobre el cual hay un consenso absoluto entre izquierda y derecha) es el incumplimiento de la Constitución y las leyes, cambiarlas por otras no hará que se cumplan.
No obstante, esta es una práctica con resultados muy negativos. Así, por ejemplo, los países con más Constituciones y procedimientos constituyentes del continente son Haití, Venezuela y Bolivia, en ese orden. Mientras que los países con menos Constituciones son por regla general los más estables y prósperos.
Las reformas constitucionales en Latinoamérica han tenido por norma un propósito: asegurar la reelección presidencial. Esta era una maniobra típica de gobernantes conservadores de derecha, pero a fines del siglo XX un político de izquierda como Hugo Chávez descubrió sus “virtudes”.
La Constituyente de Hugo Chávez
En 1998 Chávez hizo campaña y ganó su primera elección presidencial prometiendo convocar una Asamblea Nacional Constituyente (ANC) que refundara la República y barriera con toda la desprestigiada clase política venezolana de la época. El país le votó y luego, por medio de sucesivos referendos, Chávez impuso la todavía vigente Constitución de Venezuela.
Pero para el exteniente coronel golpista, lo importante no fue la nueva Constitución, sino el procedimiento mediante el cual se sancionó. Para Chávez la ANC era la depositaria del “poder originario”, es decir del pueblo, pues le había votado la mayoría, aunque sólo uno de cada tres electores inscritos en el registro electoral.
Sin embargo, Chávez le atribuyó plenos poderes para cambiarlo todo (comenzando por el nombre del país) y fue así como entre 1999 y 2000 sus partidarios tomaron el control de todas las demás instituciones venezolanas, como los tribunales de justicia y el Consejo Nacional Electoral (CNE).
Chávez le atribuyó plenos poderes para cambiarlo todo y fue así como entre 1999 y 2000 sus partidarios tomaron el control de todas las demás instituciones venezolanas
De pasó su Constitución “bolivariana” incrementó todavía más el presidencialismo venezolano. Desde entonces a esta parte el chavismo más nunca perdió el control institucional de Venezuela, hasta fue derrotado en las elecciones parlamentarias de 2015 y a continuación el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, hizo uso del control sobre otro poder, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), para bloquear a la Asamblea Nacional (AN) de mayoría opositora y luego se sacó de la manga otra ANC, también con absolutos poderes plenipotenciarios.
Al igual que Salvador Allende en Chile, Chávez ratificó que un “revolucionario” podía llegar al gobierno por la vía electoral, pero a diferencia del malogrado presidente chileno demostró que en determinadas circunstancias y con las adecuadas manipulaciones institucionales se podía neutralizar a los adversarios, lograr todo el poder y conservarlo indefinidamente. Todo eso sin necesidad de empañar demasiado la imagen democrática.
La principal de esas manipulaciones fue el proceso constituyente. Por un medio en apariencia impecablemente democrático, y aprovechando las fallas del sistema político, se forzó el colapso de la institucionalidad democrática vigente en Venezuela.
En Ecuador y Bolivia, Rafael Correa y Evo Morales, respectivamente, aplicaron la idea con éxito. Siguiendo el ejemplo que Chávez dio, no necesitaron sacar los tanques a las calles para cerrar ningún Parlamento, ni para tomar el control de los tribunales de justicia. Se ahorraron los inconvenientes de Alberto Fujimori en Perú. Y todo eso con el apoyo masivo de la opinión pública, tanto nacional como internacional.
La democracia como instrumento de su propia destrucción
Ya los antiguos griegos, Alexis de Tocqueville en el siglo XIX y Hannah Arendt en el siglo pasado, habían advertido que la democracia podía ser el instrumento de su propia destrucción. En España, a Pablo Iglesias y Juan Carlos Monedero, profesores de Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid y fundadores de Podemos, lo que les llamó la atención del “proceso venezolano” fue precisamente eso.
No es casualidad que grupos de izquierda en países como Chile propongan cambiar la Constitución. Es una estrategia patentada en Venezuela.
Si se revisa el discurso que Hugo Chávez pronunció en la Universidad de La Habana en 1994 y se lo compara con el que dio la noche de su segunda reelección en diciembre de 2006, donde afirmó que Venezuela iba rumbo al socialismo, se podrá observar que en lo fundamental es exacto. En el medio lo que hubo fue la milenaria estrategia del Arte de la Guerra de Sun Tzu, engañar al enemigo: la vía electoral, el uso de trajes a la medida, “socialdemocratizar” la comunicación política (Chávez llegó a manifestar en 1999 simpatía por Tony Blair y la Tercera Vía), acercarse a los medios de comunicación y al sector privado de la economía.
Tanto Gustavo Petro como Andrés Manuel López Obrador tienen un historial de conflictos con los demás poderes públicos cuando cada uno fue alcalde
En esa estrategia de moderación, como en otras cosas, Chávez no inventó el agua tibia, sólo copió a su maestro, Fidel Castro Ruz. En enero de 1959 Fidel bajó de Sierra Maestra con la imagen de la Virgen de la Caridad del Cobre colgada en el cuello y prometiendo elecciones libres en un plazo perentorio. Ya sabemos que nunca cumplió el compromiso, pero se buscó una buena coartada para justificarse.
Tanto Gustavo Petro como Andrés Manuel López Obrador tienen un historial de conflictos con los demás poderes públicos cuando cada uno fue jefe de gobierno (alcalde) de las ciudades capitales de sus respectivos países; no es para nada atrevido presumir que acaricien las ventajas que una vez en el poder les puede dar una Constituyente.
Como lo ha sido en el caso del expresidente (y por ahora frustrado candidato presidencial) Luiz Inácio Lula Da Silva, que en vista de la férrea oposición del sistema político brasileño también llegó a ofrecer la misma fórmula recientemente. No hay casualidades.
La principal diferencia entre el expresidente uruguayo Pepe Mujica y ellos, es que el exguerrillero no podía perpetuarse en el poder.
Es muy difícil que Petro o AMLO puedan hacer en sus países lo que hicieron Hugo Chávez y Nicolás Maduro, por dos razones: una es el petróleo. Venezuela es un petro-Estado. Otra: los adversarios están prevenidos.
Pero en los respectivos intentos pueden provocar tremendos y lamentables estropicios, que harán perfectamente posible que los temores del Premio Nobel Mario Vargas Llosa se hagan realidad.