Sergio Dahbar (ALN).- Resulta difícil entender a las personas que roban arte. Los que se equivocan poseen cierta atracción particular para quien escribe estas líneas. Trabajan sobre el filo de la navaja, en un oficio peligroso, pero algo los inquieta en su ser: ¿vengarse?, desquitarse?, ¿encontrar un momento de felicidad? Sí. Resulta difícil entender a las personas que roban arte. Yo ya perdí la esperanza. Ahora solo me atengo a los hechos. Y los hechos en principio son una madeja de hilos que nadie puede desatar. Hay gente que roba para lavar dinero de la mafia, del narcotráfico, del diferencial cambiario, del contrabando, de la corrupción dura y pura. Otros para divertirse. Algunos para poder comer, vestirse, vivir bien. Y siempre aparece uno que quiere vengarse.
Los seres humanos son así. Complejos, irreductibles. Pero también inescrutables. Y a veces cuando llegan a viejos esconden una suerte de angustia que no los deja vivir. Terminar la vida sin haber anotado un gol de Mundial.
Algo de eso parece haber anidado en un grupo de veteranos que hicieron de las suyas en una joyería inglesa de alta alcurnia, Hatton Garden, en el barrio de los diamantes de Londres. Cuatro jubilados ingresaron en la Semana Santa de 2015 en la cámara de seguridad de la joyería y se llevaron 18 millones de euros. Nada mal para un grupo de felones con prótesis en las caderas e incontinencia urinaria.
Hay gente que roba para lavar dinero. Otros para divertirse
Sus nombres, Reader, Perkins, Collins y Jones, no le dicen nada a mucha gente, si nos alejamos del pub donde bebían y planearon el gran golpe de sus vidas, ese momento de gracia que los devolvió a la acción despues de sentir que sus existencias habían rodado por el acantilado del aburrimiento. Hubo cinco hombres más involucrados en este robo.
Todos eran melancólicos y de muchas maneras desvalidos: uno no podía soportar la muerte de su esposa; otro se quedó dormido cuando debía vigilar que no llegara ningún extraño; alguno rellenaba crucigramas para conjurar la pérdida de memoria; y otro tenía la manía triste de vestirse con la ropa de su mamá.
Nadie ha comprendido por qué Jones, al pasar por el cementerio que visitaba frecuentemente, ocultó su parte del botín en la tumba de su suegro. Se sabe sí que quisieron tentar al dios de las aventuras por última vez. La frase del comisario a cargo de la investigación, citada por Pablo Gimón de El País en una estupenda nota de esas que poco se leen en estos días, vale un imperio: “eran ladrones analógicos en un mundo digital”. Atraparlos fue demasiado fácil.
Los ladrones del Isabella Stewart Gardner Museum de Boston dejaron los marcos vacíos / Wikimedia Commons
A veces son más distraídas las víctimas. Si estamos de acuerdo en que distracción es no asegurar una colección de arte valorada en millones de dólares y de esta manera permitir que se esfume como la fragancia del amor. Eso le pasó a Esther Koplowitz, una señora de alcurnia española que en 2001 vivía en el Paseo de La Habana en Madrid. Entraron en su ático de 300 metros y se llevaron 19 lienzos.
Había de todo, como en botica: dos Goya, un Juan Gris, un Camille Pizarro, dos Tsuguharu Foujita, un Joaquín Sorolla, un Peter Brueghel y un José Gutiérrez Solana. Junto a una colección de piedras chinas del siglo XVIII y una estatuilla egipcia Shabilli.
Pero este robo contaba también con un portero sin experiencia y detectives eficientes, que dieron rápidamente con los ladrones. Aceptaron un año de cárcel y devolvieron las obras al ático del Paseo de La Habana.
Un robo muy particular
Entre todos los casos curiosos y sin solución que esconden los anales de los robos de obras de arte, hay uno que ya cumple 27 años. Madurez y tenacidad. Hablo de la banda que se escabulló de un bello y pequeño museo de Estados Unidos, Isabella Stewart Gardner Museum de Boston.
Lo hizo posible esta mujer de la sociedad bostoniana que había nacido en Nueva York y que logró reunir obras de indudable calidad en numerosos viajes alrededor del mundo. Construyó el palacio veneciano de sus sueños en Commonwealth Avenue. Fue una obra opulenta en una ciudad sencilla. Trajeron tapetes góticos, ocho balcones, y numerosos objetos de iglesias y palacios verdaderos de Europa.
A veces son más distraídas las víctimas. Si distracción es no asegurar una colección de arte valorada en millones de dólares
Los ladrones dejaron a un guardia fuera de juego. Después hicieron cosas extrañas. Robaron doce cuadros de Vermeer, pero ignoraron un Giotto. Agarraron Rembrandts, pero pasaron delante de un Rafael sin darse cuenta. Metieron en la bolsa bocetos no impresionistas de Degas, pero dejaron intacto un dibujo de Miguel Angel. Se llevaron también un Renoir.
Sorprendente fue el tiempo que tardaron en forzar un águila de madera de un estandarte napoleónico, un objeto sin ningún valor. Nunca se supo nada de los atracadores, ni logró resolverse el caso, que se cerró con un enorme signo de interrogación. Sí se supo que se llevaron obras valoradas en más de 300 millones de dólares.
Sergio Dahbar es escritor, periodista y editor nacido en Córdoba, Argentina.
A lo largo de los años los medios de Estados Unidos refrescan el caso. Envían a un periodista a revisar todos los detalles, a conversar con policías y gente del mundo de los seguros, a tentar hipótesis que casi siempre resultan incomprensibles, como que ambos ladrones ya deben estar muertos. O que las obras permanecen ocultas en algún sótano imposible porque en arte siempre resulta más difícil vender que robar.