Pedro Benítez (ALN).- Raúl Leoni regresó a Venezuela el 25 de enero de 1958, luego de casi nueve años de exilio. El tercero de su vida. Era ministro del Trabajo del gobierno de Rómulo Gallegos cuando, en el transcurso del golpe de Estado del 24 de noviembre de 1948, fue arrestado junto con el resto del gabinete ejecutivo. Expulsado del país rumbo a La Habana el 19 de abril de 1949, había permanecido detenido en la Cárcel Modelo de Caracas todos esos meses.
Por su parte, Rómulo Betancourt retornó pocos días después, el 9 de febrero de 1958.
Leoni estuvo en los primeros grupos de exiliados políticos que volvieron en los vuelos que organizó la Junta de Gobierno, luego de la huida del general Marcos Pérez Jiménez. Betancourt (no por casualidad) fue el último de los líderes importantes en hacerlo.
En esos momentos los dos cargaban a sus espaldas 30 años de lucha política. A ella habían dedicado exclusivamente sus vidas, desvelos y energías. Sin embargo, en los inicios de aquel 1958, las realizaciones estaban todavía lejos de los ideales que los llevaron a participar en la protesta estudiantil contra la dictadura del general Juan Vicente Gómez en febrero de 1928; darle a Venezuela “un gobierno de hombres honrados en una democracia decente (David Ruiz Chataing dixit).
Los dos eran alumnos de la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela. Leoni era presidente de la Federación de Estudiantes que organizó la celebración que terminó convirtiéndose en una manifestación política de protesta. Betancourt, el exaltado orador de la jornada, se dio a conocer junto con Jóvito Villalba en aquellos días. Todos acabaron presos en el Castillo Libertador de Puerto Cabello y al salir en libertad se involucraron en el alzamiento militar del 7 de abril de ese mismo año.
Leoni y Betancourt se arreglaron para evadir un nuevo carcelazo y exiliarse por primera vez. Se involucraron en otro fallido intento insurreccional, la expedición del Falke, liderada por Román Delgado Chalbaud (agosto 1929). De ese fracaso sacaron una conclusión que a la larga sería fundamental para ellos y para el país: la lucha en la que se habían embarcado era de largo plazo, no se trataba de cambiar a un caudillo por otro.
De haberse dedicado a culminar sus estudios de Derecho y luego al ejercicio profesional, es bastante probable que les hubiera ido muy bien en lo personal el resto de sus vidas. Sin expulsiones, cárceles ni sobresaltos. Pero uno se imagina que a esas alturas ya eran prisioneros de la pasión que más nunca los abandonaría.
De aquel primer destierro (1928-1936) quedarían montones de cartas, reflexiones, el sueño comunista del que tempranamente se desilusionaron (afortunadamente eran muy jóvenes), la pelea con la vieja oposición antigomescista y el inicio de las disputas doctrinales con el grupo pro soviético, entre los que se encontraba Miguel Otero Silva, otro compañero de generación.
Los dos personajes mantendrían una sociedad inalterable por décadas. Algo no muy común en la política venezolana, tan dada a los desencuentros y peleas entre amigos.
Aunque mayor, el reservado Leoni aceptó el liderazgo del dinámico Betancourt. Juntos suscribieron el Plan de Barranquilla y fundaron la Agrupación Revolucionaria de Izquierda (ARDI). Al regreso de ese exilio se unieron al Movimiento de Organización Venezolana (ORVE), hicieron oposición, apoyaron huelgas y manifestaciones; al primero la Corte le anuló su elección como diputado al Congreso Nacional, a lo que le siguió otro destierro. El segundo pasó a la clandestinidad por casi tres años.
Cuando Betancourt fue expulsado del país en 1939, es “Arsenio” (Leoni) quien lo reemplazó como secretario general encargado del clandestino Partido Democrático Nacional (PDN). De allí pasaron a organizar la candidatura simbólica de Rómulo Gallegos en 1941 y a la fundación de Acción Democrática (AD) ese mismo año. Luego, siguió la campaña por el voto universal y directo que culminó en la “peripecia de octubre”. Juntos conspiraron con la juventud militar, juntos entraron por la ventana a Miraflores en octubre de 1945, y juntos formaron la Junta Revolucionaria de Gobierno.
Cuando años después, en 1963, en la prensa se desataron especulaciones sobre la aparente reticencia del entonces presidente Betancourt a la candidatura de su siempre leal compañero, es Otero Silva (los conocía muy bien a los dos) quien exponga una tesis, que recientemente ha desempolvado Tomás Straka: Leoni siempre fue el candidato de Betancourt. Ese fue un tándem inseparable.
Aunque de un tiempo a esta parte una corriente de la historiografía venezolana ha reivindicado al denominado Trienio (1945-1948), lo cierto del caso es que en 1958 predominaba en la opinión pública un criterio bastante distinto. Se culpaba a los adecos, en particular a Betancourt, del golpe de Estado contra el gobierno del general Isaías Medina que habría, supuestamente, interrumpido el progresivo proceso democratizador; de haber intentado monopolizar el poder a favor de AD; proceso que finalmente desembocó en la década de la dictadura militar (1948-1958).
Cuando regresó en 1958, el líder blanco era la bestia negra; un renegado para los comunistas y un comunista encapillado para la derecha conservadora. Solo mencionar su nombre era una provocación. Leoni su fiel alfil.
Pues bien, los otrora casi imberbes estudiantes de 1928 protagonizaron el primer traspaso pacifico de poder entre dos presidentes (civiles, además) electos democráticamente de toda la historia venezolana, el 11 de marzo de 1964. Betancourt se fue del país, esta vez de manera voluntaria, para que no dijeran que le hacía “sombra a su sucesor”.
Leoni completó la gesta siendo el primer mandatario en entregar la presidencia pacíficamente al jefe de la oposición, elegido por el pueblo en los mismos términos. Sin derramar sangre y sin que nadie terminará preso o en el exilio. En santa paz. Cuando el 11 de marzo de 1969 le colocó la banda presidencial a Rafael Caldera, se acabó aquella conseja según la cual: “en Venezuela gobierno no pierde elecciones”.
Por cierto, en una época en la cual en América Latina ocurría exactamente todo lo contrario.
Así que, con la comodidad que otorga analizar los hechos del pasado, uno puede considerar, a la distancia, que las tres décadas de esfuerzos, logros, fracasos y errores que precedieron a 1958, tanto de los dos citados, como de toda esa generación, fueron necesarios para las siguientes cuatro décadas.
Porque vamos a recordar (una vez más aquí) que los acontecimientos humanos son dinámicos y, por tanto, cambiantes; y que, en ese sentido, hubo una época, no tan lejana, en la que Venezuela era un oasis de libertad, prosperidad y democracia en una región del mundo cubierta de regímenes autoritarios de todo signo (dictaduras militares, autocracias familiares y partidos únicos), guerras civiles y caos económico.
Hoy la historia ha dado un giro. Mañana puede dar otro. Pero todo este recuento nos lleva a plantear la siguiente reflexión:
¿Cómo se miden el éxito y el fracaso en la política? Una manera sencilla de abordar esta cuestión es considerar esa actividad humana como la lucha despiadada por alcanzar y retener el poder a toda costa y el mayor tiempo posible. El que logre esos objetivos es exitoso.
No obstante, el asunto se complica cuando introducimos el para qué. ¿Se puede considerar exitoso alcanzar y retener el poder para oprimir, saquear, arruinar y destruir a toda una sociedad? ¿Es una victoria sostenerse sobre miles de presos políticos, por medio del miedo, la represión generalizada de la policía política, la compra de las instituciones y la migración masiva?
Como el egoísmo humano puede ser infinito habrá quién diga que sí y hasta haga de ello motivo de orgullo y propaganda.
Las biografías de nuestros personajes de hoy son una demostración de que la política es un oficio extraño. Bastante distinto a los demás. Por algo Winston Churchill afirmó que: “El éxito consiste en ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo”.