Nelson Rivera (ALN).- ‘Los niños perdidos’ de Valeria Luiselli, escritora mexicana y traductora en la Corte Federal de Inmigración en Nueva York, es más que un mero testimonio: su autora reflexiona sobre las lógicas implícitas en el trato que los niños sin documentos reciben de las instituciones y las leyes. Si se quiere, una actividad profesional también fronteriza: la de trabajar como traductora en la Corte Federal de Inmigración en Nueva York. En esos despachos, Valeria Luiselli (1983), escritora mexicana radicada en esa ciudad, leía a niños sin documentos las 40 preguntas del cuestionario oficial, de cuyas respuestas dependería si les deportaban o no.
Lo advierte Luiselli: incluso preguntas que podrían lucir simples y fáciles de contestar -¿Por qué viniste a los Estados Unidos?; ¿Tienes contacto con alguien de tu país de origen?; ¿Qué piensas que te sucedería si regresaras a tu país de origen?- resultan arduas, complejas o imposibles de contestar. Las realidades de las que estos niños huyen -violencia doméstica, redes omnipotentes de delincuentes, vidas sin futuro alguno- son, las más de las veces, impronunciables.
Leía a niños sin documentos las 40 preguntas del cuestionario oficial, de cuyas respuestas dependería si les deportaban o no
Dice Valeria Luiselli en las primeras páginas de Los niños perdidos. Un ensayo en cuarenta preguntas (Editorial Sexto Piso, México, 2016): “Los niños que entrevisto pronuncian palabras reticentes, palabras llenas de desconfianza, palabras fruto del miedo soterrado y la humillación constante. Hay que traducir esas palabras a otro idioma, trasladarlas a frases sucintas, transformarlas en un relato coherente, y reescribir todo eso buscando términos legales claros. El problema es que las historias de los niños siempre llegan como revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas. Son historias de vidas tan devastadas y rotas, que a veces resulta imposible imponerles un orden narrativo”.
De cómo nombrar la realidad
Lo que políticos y medios de comunicación comenzaron a llamar la Crisis Migratoria Estadounidense es el envoltorio de un proceso simplemente terrible, que comienza en los hogares pobrísimos de familias de Centroamérica -especialmente de Guatemala, Honduras y El Salvador-. Como una actividad secreta, las familias ahorran. Acumulan varios miles de dólares para pagar a ‘los coyotes’, bandas que se ocupan de cruzar las fronteras, por lugares inhóspitos y peligrosos. Del medio millón de personas sin documentos que ingresan, varias decenas de miles son menores sin compañía.
Una vez que han ingresado en territorio de México, los coyotes conducen a los niños a ‘La bestia’, que es el nombre con que se designa a cualquiera de los trenes con que se desplazan hacia la frontera norte. Viajan en los techos o en las intersecciones entre un vagón y el otro. A veces se caen, sufren accidentes que les mutilan, son víctimas de las violaciones o los robos de maleantes, policías, militares y traficantes.
Son historias de vidas tan devastadas y rotas, que a veces resulta imposible imponerles un orden narrativo”
Los testimonios son de experiencias escalofriantes y límites: 80% de las niñas y mujeres son violadas; en solo seis meses de 2010, más de 11.000 personas fueron secuestradas; en una década, a partir de 2006, más de 120.000 personas han desaparecido. Puesto que se trata de menores o de adultos sin documentos, la mayoría no se atreve a denunciar los abusos o los delitos de los que han sido víctimas. Con seguridad, las cifras reales son mucho peores.
Del testimonio al ensayo
Y pasa esto: mientras más terrible resulta el caso de cada niño, mayor es la probabilidad de no ser deportado. Pero, al acceder a la condición de asilado, el menor no podrá volver nunca a su país, puesto que perdería el permiso que se le ha otorgado.
Los niños perdidos es más que un mero testimonio: los casos -el de los niños y su propia condición de traductora- le sirven de base y articulación: a partir de ellos Luiselli reflexiona sobre las lógicas implícitas en el trato que los niños sin documentos reciben de las instituciones y las leyes. Entre la precisión y el rigor presente en las 40 preguntas del cuestionario de la Corte Federal de Inmigración, y las condiciones de vida de los niños, hay una brecha irreconciliable.
Este ensayo proviene de esa brecha. La voluntad de Luiselli es comprensiva: en estas páginas conviven la denuncia y la solidaridad con las víctimas, pero ello no le impone a la autora escatimar en la descripción de los esfuerzos que se han hecho para aminorar estos sufrimientos: “Porque también hay cosas, en este país tan difícil, que anclan de modo profundo a una nueva vida. Hay abogados y activistas que trabajan incansablemente para ayudar a comunidades que no son siquiera las suyas; hay estudiantes poco privilegiados, pero dispuestos a dedicarle su tiempo a otros menos privilegiados que ellos; hay nuevas familias y posibles amigos, pleitos y reconciliaciones, días buenos y días olvidables”.