Pedro Benítez (ALN).- El pasado lunes 15 de enero, en las primeras horas de la madrugada, terminó la primera temporada del viacrucis político que ha transitado el nuevo presidente de Guatemala, Bernardo Arévalo.
Durante meses, y hasta el último minuto, sus adversarios atrincherados en las instituciones de ese país hicieron todo cuanto pudieron a fin de invalidar su candidatura en la segunda vuelta de la elección presidencial del 20 agosto, cuando era el claro favorito, e intentaron, después de ganar estas, impedir el traspaso de mando presidencial, incluso el mismo día de la toma de posesión ante el estupor de las delegaciones internacionales presentes.
La crisis
La crisis empezó a raíz de los resultados de la primera vuelta del 25 de junio del año pasado, cuando de manera inesperada (las encuestas sólo el otorgaban el 5% de las preferencias) Arévalo, con el 15,5% de los sufragios, se coló en el segundo lugar detrás de la ex primera dama Sandra Torres que obtuvo el 21,1%, lo que le otorgó el derecho a disputar la presidencia en la instancia definitiva.
Las previsiones indicaban que Arévalo, a quien los guatemaltecos no identificaban con la clase política tradicional, con un discurso moderado, pero prometiendo combatir la corrupción y la inseguridad, se impondría con facilidad. En cambio, Torres que había sido derrotada en las dos elecciones presidenciales previas, tenía en contra el rechazó de la mayoría de los electores. Las primeras encuestas ratificaron esa conjetura y esta vez no se equivocaron; acertaron al decir que Arévalo alcanzaría el 60% de los votos.
Pero los nueve partidos de la derecha guatemalteca (incluyendo al del presidente en ejercicio Alejandro Giammattei), en una estratagema preocupantemente similar a la intentada por Donald Trump en las pasadas elecciones presidenciales estadounidenses, intentaron retrasar la certificación de los resultados presentando un amparo ante la Corte de Constitucionalidad. A continuación, impugnaron la elección, alegaron fraude y solicitaron repetirla.
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La acusación era sencillamente ridícula; con solo 1 de 340 alcaldes del país y apenas 23 de los 160 diputados del Congreso, el partido de Arévalo, el Movimiento Semilla, a diferencia de sus adversarios, no contaba con ningún anclaje institucional en el Estado que le permitiera hacer un fraude electoral nacional o manipular el sistema.
No obstante, la Corte Suprema de Justicia, luego de ordenar una revisión de las actas impugnadas, declaró sin lugar el amparo y la autoridad electoral confirmó que Torres y Arévalo disputarían la segunda vuelta. Pero el asunto no paró allí; a solicitud de un fiscal, un tribunal suspendió la personalidad jurídica del Movimiento Semilla por supuestamente haber recogido de manera fraudulenta las firmas para su registro legal. Inmediatamente Arévalo y su grupo señalaron que detrás de la maniobra se encontraba la fiscal general, María Consuelo Porras, quien intentaba realizar, aseguraron, “un golpe de estado técnico”. Porras, es un personaje bastante cuestionado hasta por el secretario de Estado de los Estados Unidos, Antony Blinken, quien en 2021 la incluyó en una en la lista de “actores corruptos” que han participado en acciones que “socavan procesos o instituciones democráticos”. Sin embargo, al año siguiente fue ratificada en el cargo con el respaldo de Giammattei.
Pero el Tribunal Electoral negó la solicitud alegando que la misma ponía en riesgo el desarrollo de la segunda vuelta electoral y la Corte concedió un amparo de manera provisional, cual espada de Damocles, a Semilla.
Las elecciones
Antes y después de la segunda vuelta presidencial que Arévalo ganó el 20 de agosto cómodamente, con más de 20% sobre Torres, la Fiscalía continuó su hostigamiento contra ese movimiento, ordenando la captura de algunos de sus dirigentes, y cuestionando los resultados electorales.
El día de la elección la candidata derrotada se refirió a supuestas irregularidades en el proceso, nunca ha reconocido los resultados o felicitado al ganador y su partido no ha cesado de proclamar fraude en la elección, aunque sin mostrar pruebas. Tampoco hubo tregua en el intento de impedir que los diputados electos de Semilla tomarán posesión de sus curules y se intentó boicotear la instalación del nuevo Congreso ante el cual Arévalo juró su cargo de presidente.
A lo largo del último medio año la crisis política de Guatemala se convirtió en un inmenso enredo legal que dejó la campaña electoral en un segundo plano, provocando serias repercusiones internacionales. Se involucraron la ONU, la OEA, la Unión Europea y hasta un grupo de miembros de los dos partidos del Congreso de Estados Unidos le solicitaron a Joe Biden que impusiera sanciones. La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) emitió medidas cautelares destinadas a salvaguardar la seguridad de Arévalo y de su vicepresidenta electa Karin Herrera, ante las continuas informaciones de atentados contra sus vidas.
Como se podrá apreciar desde afuera, algo demasiado importante se jugaba toda, o parte sustancial, de la clase política de Guatemala para aferrarse al poder de manera tan desesperada y dar semejante espectáculo. Y no se trata de que Arévalo sea un radical de izquierda, con un pasado subversivo, que vaya a poner el país patas arriba. Más bien es un político bastante moderado, con un programa socialdemócrata muy al estilo europeo.
Hijo de Juan José Arévalo Bermejo, primer presidente electo democráticamente en ese país en 1944, y antecesor de Jacobo Árbenz, Arévalo es un sociólogo que ha pasado la mayor parte de vida fuera de Guatemala; nació en Uruguay, durante el largo exilio de su padre y tuvo una dilatada carrera en el servicio exterior antes de ingresar en política el año 2019.
Sólo entre los círculos intelectuales su apellido hace eco; la mayoría le ha votado por razones que se repiten una y otra vez, país tras país de la región; castigar a una clase política desprestigiada y evidentemente corrupta. Él es la novedad, el cambio, lo distinto.
Guatemala y Estados Unidos
Dada la reacción de los derrotados, parece que la mayoría de los electores guatemaltecos tienen razón. En ese país todo indica que la corrupción se ha visto potenciada por el otro fenómeno que lleva años siendo la principal amenaza a la democracia en esta parte del mundo: el narcotráfico. Más que cualquier otro país centroamericano, Guatemala es la ruta principal usada por los carteles que se aprovechan de su posición como paso obligado de los migrantes que se dirigen hacia el norte y con sus enormes recursos han penetrado sus instituciones.
Ha tenido Arévalo la suerte de que sea Biden y no Trump quien se encuentre en La Casa Blanca, de lo contrario es bastante probable que esta historia hubiera sido distinta. Fue a solicitud del Departamento de Estado que la OEA invocó en diciembre el artículo 18 de la Carta Democrática Interamericana cuando su toma posesión estaba en dudas.
Pese a las presiones y declaraciones de los organismos internacionales y los países latinoamericanos y europeos, lo único a lo que realmente temen las élites de Guatemala es a la presión de Estados Unidos. De allí vienen las imprescindibles remesas que mandan los emigrantes afincados en sus distintas ciudades que mueven su economía y desde allí opera el sistema judicial que los vigila. Como botón de muestra véase las medidas que se han tomado contra el saliente Giammattei.
Pero más allá de su circunstancia particular, Guatemala es un ejemplo de todo lo que puede hacer un grupo político, profundamente corrompido y vinculado a negocios nada santos, cuando se encuentra desesperado por la ausencia de apoyo popular en un intento por aferrarse al poder a toda costa.