Sergio Dahbar (ALN).- Las pequeñas historias valen oro. Esta cuenta la epopeya de un vicealcalde de Novorossiysk, ciudad del Mar Negro, por conseguir el himno que les hiciera justicia a los caídos en la guerra.
La historia de Dmitri Shostakóvich (1906-1975), uno de los compositores más trascendentes del siglo XX, está plagada de equívocos y controversias. Nadie duda de la grandeza de su obra, atravesada por las innovaciones y su propia lectura de la tradición musical que lo precedía.
Padeció no pocas agresiones del régimen soviético. Fue vetado por Stalin, por considerar que introducía “caos en la música”. Aceptó cargos de representación, ingresó al Partido Comunista en 1960 y se convirtió en miembro del Soviet Supremo. Así se rehabilitó, pero las críticas no se hicieron esperar.
Shostakóvich padeció no pocas agresiones del régimen soviético. Fue vetado por Stalin, por considerar que introducía “caos en la música”. Aceptó cargos de representación, ingresó al Partido Comunista en 1960 y se convirtió en miembro del Soviet Supremo. Así se rehabilitó, pero las críticas no se hicieron esperar
Todas estas complejidades en su carácter convivían con una personalidad neurótica y obsesiva. Se pasaba el día limpiando. Sincronizaba los relojes de la casa para estar seguro de la hora que era. Enviaba cartas para poner a prueba la eficiencia del correo. Elizabeth Wilson, en su biografía, cita 26 referencias al nerviosismo. Su rostro era un mapa de tics y gestos.
El periodista Brian Moynahan (Leningrado, Asedio y sinfonía, Galaxia Gutenberg, 2015) ha contribuido con la mejor comprensión del fenómeno Shostakóvich, al introducir profundidad donde había simplificación y esquematismo. Reconstruye un momento preciso de la historia: el sitio de Leningrado por las fuerzas de ataque nazi en 1941. Dos ríos confluyen en su prosa. Las purgas que ordenó Stalin a partir de 1934, hacia colaboradores, militares de alto rango, e intelectuales de Leningrado.
El otro caudal lo ofrece la crónica asombrosa de la invasión nazi. Adolf Hitler dio la orden de borrar Leningrado de la faz de la tierra. Los alemanes avanzaron a través de Rusia, sitiaron Leningrado y la aislaron del resto del país. Fueron días de desolación y tormento por todos lados. La población soportó un asedio nunca visto y nunca olvidado.
En ese episodio de devastación y muerte masiva, por los ataques, el frío, el hambre, crece la figura de Dmitri Shostakóvich, que había sido repudiado por Stalin, después de asistir a la representación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk, en el Teatro Bolshoi. La detestó.
El periódico oficialista Pravda la destruyó sin piedad. Su Cuarta Sinfonía también fue marginada porque no poseía el “optimismo socialista necesario”. La acusaron de decadente y formalista, y le negaron su estreno.
Brian Moynahan se concentra en el estreno de la Séptima Sinfonía, el 9 de agosto de 1942, en Leningrado. Cuando los cañones aún despedían humo, el director Karl Eliasberg levantó su batuta y sonaron las primeras notas. La sinfonía fue interpretada por músicos que venían del frente y de las bandas militares. Muy pocos intérpretes de la orquesta habían sobrevivido.
En 1943 Stalin decide convocar un concurso para la creación de un nuevo himno, con el fin de subirle la moral al golpeado pueblo ruso que había soportado un invierno feroz y un asedio inhumano. “La Internacional” es un llamado a todas las nacionalidades. Este deberá ser un himno ruso. Una apelación nacionalista que serviría para unir a todos los rincones de Rusia
“La interpretación de la Séptima en la propia ciudad sitiada es el resultado del invencible espíritu patriótico de los leningradenses. De su fuerza, su fe en la victoria, su voluntad de luchar hasta la última gota de su sangre, y de lograr la victoria sobre los enemigos”, asentó Eliasberg.
En 1943 Stalin decide convocar un concurso para la creación de un nuevo himno, con el fin de subirle la moral al golpeado pueblo ruso que había soportado un invierno feroz y un asedio inhumano. “La Internacional” es un llamado a todas las nacionalidades. Este deberá ser un himno ruso. Una apelación nacionalista que serviría para unir a todos los rincones de Rusia. Se convocó a 200 artistas.
Shostakóvich participó. Tenía 36 años. Y fracasó una vez más. Su himno era “demasiado complejo y excesivamente romántico”, a juicio del padrecito. El triunfo fue para el fundador del coro del ejército ruso, con la obra “Una unión inquebrantable”.
No exhibía la originalidad de Shostakóvich, ni su compleja mirada de la cultura rusa, pero contaba con todos los acordes y fortalezas que Stalin quería trasmitir. Interpretada con un fuerte sonido y percusión, se hizo conocida en ceremonias oficiales, reuniones escolares y competiciones deportivas. Fue transmitido cada mañana, a las 6 am, por la radio Mayak, que oían millones de soviéticos cuando abrían los ojos.
El himno de Novorossiysk
Después de la muerte de Stalin, en 1953, Shostakóvich fue rehabilitado como el gran artista que era. Fue nombrado secretario general de la Unión de Compositores Rusos. Siete años más tarde, recibió una solicitud del puerto de Novorossiysk, frente al Mar Negro. Deseaban honrar la liberación de la ciudad del opresor alemán. Querían agregarle sonido al Monumento de la Llama de la Gloria Eterna, en la Plaza de los Héroes, frente a uno de los grandes puertos de Rusia.
Solicitaban formalmente fragmentos de compositores rusos, que en su totalidad no duraran más de dos minutos. Y querían que fuera lúgubre al principio, solemne al medio y estimulante al final. Un entusiasta del pueblo que trabajaba en la radio local diseñó un mecanismo operado por un reloj para oír esos fragmentos musicales.
Esta solicitud la firmó Anatoly Alexandrov, segundo secretario del Comité Ejecutivo del Partido Comunista de Novorossiysk. Una suerte de vicealcalde, que curiosamente es el abuelo de una periodista rusa, Anastasia Edel, que vive hoy en California y escribió recientemente esta magnética historia de su familia, asociada a la memoria de Shostakóvick, en The New York Review of Books.
Al principio la solicitud cayó en un silencio misterioso. Por eso Anatoly Alexandrov escribió otra carta, el 18 de agosto. Quería saber qué había pasado. Un funcionario, Samuel Urbach, de la Unión de Compositores, le respondió. No encontraban fragmentos que en dos minutos fueran capaces de invocar tristeza, solemnidad y entusiasmo. Dicho esto, finalmente anunció que Shostakóvich sería el compositor de esos dos minutos de música solicitada.
Lo que descubrió muchos años después Anastasia Edel, ya en California, cuando su abuelo había muerto, es que ese fragmento de dos minutos, el opus 111b, correspondía al himno que Shostakóvich había presentado en 1943 y que había fracasado ante los ruidos marciales del director del coro del ejército
Anatoly Alexandrov no podía creer lo que había leído en la carta de Urbach. Menos aún invocar la emoción el 17 de septiembre de ese año, cuando la grabación llegó a sus manos. Se llamaba “Novorossiysk Chimes” (opus 111b). Buscó a figuras relevantes de la ciudad para oírla. Enfrentaron un obstáculo tecnológico grave: la velocidad de lo grabado y del aparato para oírlo eran diferentes. Lo que se oía era un despropósito. Al fin dieron con un aparato fiel y el pueblo tocó el cielo con las manos.
Lo que descubrió muchos años después Anastasia Edel, ya en California, cuando su abuelo había muerto, es que ese fragmento de dos minutos, el opus 111b, correspondía al himno que Shostakóvich había presentado en 1943 y que había fracasado ante los ruidos marciales del director del coro del ejército.
Como bien señala Anastasia Edel, en su magnífico texto, “el árbitro final es mejor para elegir a los ganadores. Por la gran cantidad de transmisiones, que se reproducen cada hora desde 1960, ‘Novorossiysk Chimes’ es ahora el himno de la ciudad, más que su contraparte nacional oficial, sin el bombardeo patriótico de este último”.
Quizás se trate de la pieza de Shostakóvich más tocada en el mundo. No sabemos si es la más importante de su laboriosa obra. Pero se encuentra atada a la memoria de una ciudad y de sus habitantes, cada vez que recuerdan el aroma del puerto, la incertidumbre de los barcos que se van y la inesperada brisa que casi siempre asalta a quienes escuchan unos acordes que irremediablemente recuerdan el valor de una ciudad a la hora de expulsar a los nazis para siempre. No es poca cosa.