Nelson Rivera (ALN).- La pandemia no tendrá final. No puede tenerlo: le han bastado días para penetrar en cada resquicio de la vida en común y, de modo vertiginoso, tomar el control de nuestros hogares. Nos hemos encerrado con el virus. Lo hemos instalado, con cama y sofá, en nuestros pensamientos y rutinas. Es nuestra sombra y el próximo paso. Una especie de nueva medida de las cosas. El metro, el metro y medio, los dos metros. La precaución ante los demás.
La que se anunció como plaga sanitaria, lo es también de los vínculos humanos, de las causas personales y sociales, de los procesos conocidos. Todo lo que estaba en curso ha sido detenido, cancelado, pospuesto o puesto en la bandeja de lo inconcluso. El virus ha establecido un tiempo: de espera indeterminada, de incertidumbre, de disolución de los horizontes. El mundo, o una buena parte, se ha desinflado. De la aceleración hemos pasado a la ralentización, a la interrupción de los ritmos.
Nos distancia. Nos impone pautas de movilidad. Nos confina. De forma simultánea, otra infección se ha expandido de forma fabulosa: la mediática. El virus ha mutado y ha desatado aclaratorias, bulos, chistes, metáforas políticas, juegos de palabras, farmacopea en 280 caracteres, testimonios de víctimas, videos de expertos, oraciones, fórmulas de autoayuda, advertencias, consejos para la convivencia, dietas y repetitivas campañas para decir que juntos aprenderemos y venceremos. Virus y redes sociales: nuestra cara y cruz.
Su irrupción ha convertido el planeta en un súbito laboratorio: en un solo procedimiento ha avanzado en tres hipótesis:
La primera, que una hipotética arma química, accionada en la era de la globalización, podría propagarse y devastar.
La segunda, que lo vírico tiene un poderío incalculable para imponer un estado de excepción, que casi puede prescindir de la coacción física: las redes han mostrado una capacidad vertiginosa para limpiar las calles de ciudadanos. El virus nos impone el arresto domiciliario.
La tercera, que lo viral contiene, de facto y en su potencia, la condición totalitaria. Tiene el poderío de ocuparlo todo. De diseminarse, penetrar, envolver, sobrevolar y determinar el estatuto de la vida. Lo puede condicionar todo. Limitar y reducirlo todo.
La palabra por pronunciar
Llegado hasta aquí, todavía no he escrito la palabra crucial: miedo. Tenemos miedo. Al contagio. A la debilidad de nuestros pulmones. A que se cuele en nuestra casa. Al vecino. Al chino. Al que viene de afuera. A lo que no tiene precedentes. A que sea el médico o el paramédico el que lo traiga a nuestras vidas. Miedo al timbre, al ibuprofeno, a la aspirina, a la mascarilla de calidad china, el test inservible -también chino-, a olvidar que nos faltó lavarnos las manos una vez más. Miedo a salir, a perder el empleo, al cierre de la empresa. Miedo a la frase que nos asalta en el pasillo de un supermercado. Al envase contaminado. Al que tose, al que respira con dificultad, al que se aproxima con el rostro indescifrable detrás de su mascarilla, al portador oculto, a la curva que no se aplana.
Paradójicamente, no nos alejamos del miedo. Escuchamos al mentiroso, al gobernante que, a diario, modera las cifras y despliega cuidados eufemismos. Leemos cuadros estadísticos y tendencias. Escuchamos a los científicos de los datos como quien escucha a un sacerdote. Pasamos el día asomados al abismo: Consultamos nuestro móvil cada vez que avisa. Nos aseguramos de ser parte de la cadena: recibimos, enviamos, recibimos, enviamos. Y así: los minutos, las horas, los días, las semanas. Hay quienes se resisten y alcanzan a desconectarse: tejen, resuelven crucigramas, aplican desinfectantes a cada milímetro, peroran sobre la vida ajena al teléfono, emprenden la lectura de las mil y tantas páginas de Guerra y paz.
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Pero ese voluntarismo, lo más probable, apenas podrá ser sostenido: muy rápidamente algo vibrará en el manto de silencio, algún murmullo se levantará de su rincón para recordarnos que el enemigo invisible sigue allí. Próximo. Porque el virus, además, desafía nuestros tiempos. Nuestros cortos tiempos. Cumplimos, menesterosos, con nuestras rutinas. Pasan los días. Empezamos y terminamos: de escribir un correo, de rebanar un tomate, de tender una cama, darnos una ducha. Vivir consiste en eso: iniciar y finalizar. Y, entonces, pasar a lo siguiente. Y así seguimos, mientras el virus campea en su larga temporalidad. En su voraz y paciente faena. Porque, hasta ahora, la tarea que ha iniciado, no ha sido finalizada.
Más allá de lo sanitario
Una crisis de los órdenes. De eso se trata: de un colapso generalizado que ha creado situaciones de emergencia que sobrepasan lo sanitario. A la crisis de la comprensión (que mantuvo su letargo cuando en diciembre de 2019 comenzaron las noticias de lo que ocurría en Wuhan), le han seguido la crisis de la reacción (minimizar el peligro: es otra gripe), la crisis del liderazgo (hacer malabarismos con los anuncios y no mostrar empatía alguna con las víctimas), la crisis de la respuesta (que ha puesto en jaque, nada menos que a la joya del mundo global, que son las cadenas de suministro), la crisis de la comunicación (se escribirán tratados haciendo la taxonomía de las pifias cometidas por los gobernantes), y la crisis de la reacción.
Me detendré en las reacciones. Se ha dicho que es mensaje de Dios; Venganza de la naturaleza: virus justiciero; Castigo por nuestro modo de vivir superficial y consumista; Lección contra la prepotencia del antropocentrismo: virus moral; Culpa del capitalismo; Producto de la guerra comercial entre China y Estados Unidos; Operación creada por las farmacéuticas para aumentar sus ventas; Estrategia de los poderes planetarios para instaurar un sometimiento permanente: Inicio de una era donde no habrá normalidad; Jugarreta darwiniana que reducirá la población dejando vivos solo a los mejores.
Tenemos miedo. Al contagio. A la debilidad de nuestros pulmones. A que se cuele en nuestra casa. Al vecino. Al chino. Al que viene de afuera. A lo que no tiene precedentes. A que sea el médico o el paramédico el que lo traiga a nuestras vidas.
El derecho o no a un respirador. La libertad de expresión como herramienta sanitaria. La fragilidad de los métodos de pronóstico. La producción (de insumos médicos y alimentos) como coto de la soberanía nacional. La urbe devenida en zona cero de los contagios. El abrazo inédito entre epidemia y redes sociales. El auge del mega ordenador y la instauración de un régimen de hipervigilancia. El asalto de la ciencia por los políticos. La emergencia del teletrabajo. El colapso del modelo, de los modelos vigentes (el neoliberalismo, el más señalado): nada parece escapar a la tensión cuestionamientos/debates. Hasta la solidaridad es señalada de portar agenda oculta.
La esperanza
Tenemos miedo: no podría, no debería ser de otro modo. Voces autorizadas anuncian nuevas epidemias. A la de hoy, le seguirá otra, también desconocida. Expertos hombres de ciencia, en tono profético, levantan la mirada al reportero y susurran: lo que viene será peor. Nuevos virus, epidemias digitales, multiplicación de las zoonosis, caos en los patrones epidemiológicos.
La cantidad de acusados no caben en el banquillo. La cantidad de ciudadanos y organizaciones que demandan alguna forma de ayuda, todavía menos (hay una explosión de los derechos y una reducción drástica de los deberes). El confinamiento, de alguna manera, mantiene el malestar y la rabia rondando en el espacio doméstico, no sabemos hasta cuándo. La posibilidad de una vida lograda y de apropiación del mundo, de las que habla Hartmurt Rosa (libro axial y luminoso: Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo), han entrado en fase crítica.
Frente a este escenario pesimista y decepcionante, la corriente de los buenos deseos ha levantado sus proclamas en la arena pública y ha dicho: seremos mejores. No tenemos más alternativa que cambiar para mejor, porque hemos tocado fondo. Esta posición, que nadie lo dude, implica un profundo coraje humano y civilizatorio, si ella fuese posible.
En tiempos de cuarentena no hay nada como volver a la obra de Albert Camus
Sin embargo, si aceptamos que ha ocurrido una partición de orden histórico. Una fractura que, al paralizar el desempeño de una civilización marca un final y el comienzo de otra cosa, cierto es que mejorar es una posibilidad. Pero no la única: también podríamos empeorar. Entregarnos al miedo y convertirlo en el eje rector de nuestras vidas, proyección de la pandemia. En otras palabras: corremos el riesgo de convertir la pandemia en el método de la existencia: reinos de alcabalas y fronteras, calles tomadas por uniformados y oficiales con mascarillas, operaciones constantes para detectar la presencia de virus en los espacios laborales, fijación de horarios para circular, imposición de instructivos de urbanidad que establezcan un nuevo contrato para el contacto entre los cuerpos.
No es la especie, no todavía, lo que podría estar en peligro. Más bien, me parece, que los demonios de la pandemia apuntan a la democracia y a las libertades. A la reducción de los derechos ciudadanos. Lo que el virus chino ha propagado por el mundo no es otra cosa que la sombra de lo totalitario: su lógica y sus procedimientos. Un virus que nos confina y nos recuerda nuestra plena indefensión.