Daniel Burgui Iguzkiza (ALN).- El mobiliario del diminuto apartamento de Robert Marchand, el ciclista francés que acaba de retirarse a los 107 años, apenas consiste en un par de estanterías para almacenar cachivaches. Sobre una de ellas asoma una caja de zapatos de cartón donde escrito a mano se lee: “Venezuela”. Es el baúl de los recuerdos del tiempo que vivió en ese país, donde se desempeñó en los más variados oficios.
El señor Robert Marchand es de las pocas personas en el mundo que cuando ve una foto suya a la edad de 75 años, la señala con el dedo y puede permitirse decir: “Ah, esta es de cuando yo era joven”. Y es que la “juventud” es algo que uno puede redefinir cuando es un hombre centenario y tres veces campeón del mundo en bici.
Superviviente de dos guerras mundiales, 17 presidentes de la República Francesa y ganador de más de 200 trofeos –que donó al ayuntamiento de su localidad porque en su casa estorbaban y cogían polvo–, el señor Marchand es el menudo y dicharachero ciclista de 107 años de edad y 1,58 metros de estatura que hace casi dos años, el 4 enero de 2017, encandiló a miles de personas en todo el planeta.
Enfundado en su vistoso mallot amarillo y morado batió un nuevo récord en el velódromo de Saint-Quentin-en-Yvelines. Dio 92 vueltas en la pista pedaleando 22,547 km durante una hora en una categoría que la Unión Ciclista Internacional había creado en exclusiva: el récord de la hora para mayores de 100 años. Ahora, hace apenas unas semanas, se ha filtrado a la prensa que le han impedido participar en una carrera ciclista por recomendación médica y fisgones de medio mundo quieren saber si esto supone su retirada “oficial” de la competición.
El señor Marchand agarra la cajita “venezolana” y empieza a extraer papeles, cartillas, pasaportes y fotos. “Mira, mira”, dice entusiasmado y divertido
A pesar de sus méritos y fama, nunca fue ciclista profesional. Hoy es un entrañable anciano que vive en un diminuto apartamento de 40 metros cuadrados en Mitry-Mory, un suburbio a las afueras de París. Gana una pequeña pensión de jubilado, nunca ha tenido una casa en propiedad y vive con mucha modestia. En las fotos de hace 15 o 20 años aparece retratado con el mismo jersey gris que lleva el día que le visitamos en su hogar. El mobiliario de su diminuto apartamento apenas consiste en un par de estanterías para almacenar cachivaches. Sobre una de ellas asoma una caja de zapatos de cartón donde escrito a mano se lee: “Venezuela”. Y en otra: “Canadá”.
El señor Marchand agarra la cajita “venezolana” y empieza a extraer papeles, cartillas, pasaportes y fotos. “Mira, mira”, dice entusiasmado y divertido. Es un “certificado de buena salud” fechado el 29 de marzo de 1954, en el que el médico Félix E. León, del estado Zulia (al noroeste del país), da cuenta de las extraordinarias condiciones físicas de Robert Marchand para que pudiese conducir camiones por los estados petroleros del país suramericano. “¡Estaba igual de fuerte!”, dice y suelta una carcajada. Aún hoy, pese a que no oye, el señor Marchand se atreve a pronunciar algunas palabras en español, en recuerdo de los años que pasó en el Caribe, que marcaron el inicio de una de sus muchas otras vidas. En esas dos cajitas de zapatos está reunida y condensada gran parte de las aventuras que más allá del ciclismo llevó este inquieto francés.
Se casó en 1939 al comenzar la II Guerra Mundial y se quedó viudo y sin hijos en 1943. Nunca más contrajo matrimonio. Fue bombero voluntario durante la contienda en el París ocupado, fue encarcelado por negarse a impartir educación física a “hijos de papá” y colaboracionistas nazis. Con 35 años, al terminar la guerra y con una Europa completamente destruida, trató de ahorrar algo de dinero y marcharse como emigrante a Australia. No obstante, los papeles para viajar a las antípodas se retrasaban y su hermana escuchó en el banco en el que trabajaba que en Venezuela buscaban desesperadamente mano de obra europea. Así, Marchand se embarcó en el buque La Colombie, y con 50 dólares y 25.000 francos de la época se pagó el billete que tras 20 días de travesía por el Atlántico le llevaría, el 20 de noviembre de 1947, al Puerto de La Guaira, en el estado Vargas (en el centro-norte del país).
Aventuras en Venezuela
Sus primeros días en Venezuela, el joven Marchand los pasará junto a decenas y centenares de polacos que también se habían embarcado en la aventura de emigrar a América. La primera imagen y recuerdos de Caracas son de fascinación: los lujosos coches, autobuses colectivos y las grandes avenidas, plazas y calles de la capital; que derrochaban una abundancia que en la Europa de postguerra ya no existía.
Marchand se embarcó en el buque La Colombie, y con 50 dólares y 25.000 francos de la época se pagó el billete que le llevaría al Puerto de La Guaira
También rememora Marchand su solidaridad con los inmigrantes y refugiados de ayer y de hoy. Cuando estaba en Venezuela acusaban a franceses como él de ser “unos muertos de hambre” y “unos ladrones de empleos”. Lo primero es bien cierto. “Los jóvenes de hoy deberían comprender que a lo largo de la guerra, la principal preocupación de los franceses era encontrar comida y yo personalmente eso no se lo deseo ni a mi peor enemigo. No sabéis lo que es vivir al día”. “El gran mal de este mundo es el egoísmo y el lucro”, afirma convencido Marchand, que milita en el partido comunista desde su adolescencia –desde la victoria del Frente Popular en 1936– y es actualmente también un hombre de récord sindical: el afiliado más longevo de la CGT (Confederación General del Trabajo), en la que se inscribió hace más de 90 años. “Siempre he vivido con poco, en cuatro años mi pensión apenas se ha revalorizado 20 céntimos de euro, nunca he tenido afán por acumular propiedades y he sido feliz”, afirma.
Robert Marchand continúa sacando fotografías de su cajita caribeña. En una aparece sentado con unas gallinas. Fue uno de sus principales empleos en Venezuela: criador de pollos en una granja. También desempolva mapas de carreteras de la compañía Shell, para la que trabajó como chofer. Y certificados y salvoconductos del estado Portuguesa (al occidente del país). “Allí descubrí un continente y también una forma de vivir y de ver el mundo”, explica. Marchand recuerda cómo vivió en directo la breve elección y presidencia de Rómulo Gallegos, el primer presidente electo democráticamente en aquel país. También rememora que además de polacos, los puertos venezolanos se llenaban de italianos, antiguos fascistas vencidos en la guerra que huían también del hambre. Se estaba ampliando el Aeropuerto de Maiquetía, que iba a convertirse en el aeródromo más grande de América del Sur y Marchand quería trabajar ahí.
No obstante, Robert Marchand no consiguió ese empleo y continuó como conductor de camiones, yendo y viniendo por las carreteras y caminos fronterizos en una época en que la Guerra Fría por un lado y las revueltas y contrarrevueltas por otro agitaban América. Fidel Castro y el Che Guevara hacían su revolución en Cuba. El que fuera ministro de Defensa, Marcos Pérez Jiménez, gobernaba ya Venezuela a su antojo. Y los Estados Unidos proveían de armas y financiaban gobiernos. Precisamente por eso, sus aventuras venezolanas se ven truncadas y alteradas una mañana de 1954. El señor Marchand manejaba un camión Mack de 25 toneladas, desde Puerto Cabello, en el estado Carabobo (al centro-norte del país), hacia un campamento militar cerca de la ciudad de Barinas (al oeste), donde le piden que amablemente abra y muestre la carga que transporta: 50 cajas de material diverso, neumáticos, dos bidones de aceite, dos toneladas de dinamita y un amplio cargamento de revólveres y metralletas. Todo el material importado directamente desde Estados Unidos. Es acusado de tráfico de armas y aunque queda en libertad, debe presentarse cada dos semanas en la comisaría de policía más cercana.
Finalmente, avisado por la propia policía, y estando bajo constante sospecha, le recomiendan que salga del país lo antes posible. El 30 de diciembre de 1955, pobre y sin ahorros, marcha en un buque hacia Italia. Más tarde, huirá a Canadá, donde una vez más reinventó su vida. Y regresó a Francia en los años 60.
Marchand recuerda cómo vivió en directo la breve elección y presidencia de Rómulo Gallegos, el primer presidente electo democráticamente en aquel país
“¿Lo más estúpido que he hecho en mi vida? Ser agricultor, ¡menuda profesión de ruina!”, afirma. Su vida da un giro en 1978: a los 67 años de edad y por envidia al ver a un grupo de ciclistas en la calle, se compró una bici y retomó los pedales de nuevo. Desde entonces es un hombre de récords. Participó en ocho Burdeos-París, cuatro París-Roubaix e incluso, en 1992, con 81 años, pedaleó desde París hasta Moscú.
El año pasado, Robert participó en una docena de competiciones, batió otro récord en ciclismo en ruta y saltó en paracaídas. De momento no le preocupa si alguien le arrebatará la marca. “Por suerte aún no se han presentado otros contrincantes. No tengo rival”, afirma entre risas, con la malicia de un chiquillo que acaba de cometer una travesura. Su primer récord lo preparó en 2011 para celebrar que cumplía un siglo: “Quería demostrar que a mi edad aún no está todo terminado, hacer algo insólito y divertido”. Revisa a diario un termómetro que tiene junto a la ventana. “Si hace mucho frío, entreno en casa. Un resfriado con esta edad puede ser mortal”, explica sonriente. Hasta ahora esto es lo único que le amedrenta. Sigue pedaleando a diario. Al menos cinco kilómetros, dentro o fuera de casa. “¿El secreto para una vida tan larga? No enfadarme en exceso por ningún asunto”.