Pedro Benítez (ALN).- Según el diccionario online de la Real Academia Española, elitismo es una: “Actitud proclive a los gustos y preferencias que se apartan de los del común”. En otra definición se le asocia a: “Una tendencia, una postura o un sistema que defiende y promueve los intereses o la visión de una élite”.
Es curioso y revelador constatar en la historia la tendencia de grupos que llegaron al poder predicando la igualdad entre los seres humanos que terminaron siendo una élite excluyente, regocijada, además, en el goce egoísta de esa exclusión. Es decir, exactamente lo mismo que combatieron.
Parece una inevitable fatalidad de todas las revoluciones radicales o de los aspirantes a reeditarlas. Empezando por la Revolución francesa que, luego de decapitar al rey, y de que la mayoría de sus líderes se decapitaran unos a otros, terminó por hacer a uno de sus generales emperador, con boato y corte incluidos. Camino similar siguieron todos los autodenominados regímenes comunistas o del socialismo real del siglo XX; primero exterminaron a las antiguas élites para, a continuación, instaurar (con distintas velocidades) auténticas oligarquías de burócratas, que al frente de sus respectivos partidos únicos y gobiernos totalitarios disfrutaban, junto con sus familiares más cercanos, de todos los privilegios, ventajas y beneficios materiales que se le negaban al mismo pueblo trabajador en cuyo nombre gobernaban.
Como es bastante conocido, luego del desplome del campo socialista ocurrido en Europa oriental entre 1989 y 1991, en aquellos países donde la democracia no reemplazó al comunismo (Rusia, Bielorrusia y alguno de Asia Central) más o menos las mismas oligarquías burocráticas se quedaron con el poder político, las empresas estatales y siguieron usufructuando los recursos naturales. Eso sí, de una manera más abierta y descarada.
Un caso extremo de este fenómeno se puede apreciar en Corea del Norte, donde existe, en la práctica, una verdadera monarquía totalitaria que va por la tercera generación. Sin ir muy lejos ahí tenemos a Cuba con la familia Castro, la élite del Partido Comunista y los altos mandos de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, cuyos vástagos tienen acceso a pasaportes, autos, atención médica exclusiva y cuentas bancarias en el extranjero, entre muchas otras ventajas que se le niegan al resto de los 11 millones de cubanos.
Hacia cualquier otra experiencia histórica que se mire (en África o en Asia) el patrón se repite. Los antiguos revolucionarios partidarios de la emancipación nacional y social devinieron en oligarquías mucho más depredadoras a las que les antecedieron.
Aunque en Venezuela no ocurrió a partir de 1999 una revolución (pese a lo que repite todos los días la propaganda oficial), el resultado ha sido el mismo. Esto se puede apreciar todos los días en casi cualquier aspecto cotidiano.
El chavismo y sus diferencias abismales
Por ejemplo, el pasado sábado 12 de febrero el partido oficial con el apoyo de toda la burocracia estatal (no hay distinción entre una y otra) organizó la tradicional movilización anual conmemorativa del día de la Juventud. Tal como ocurre en otras ocasiones de este tipo o de manera más común en las campañas electorales, sale a relucir, a la vista de todos, las casi abismales diferencias de tipo social que hay dentro de las propias filas oficialistas. No digamos ya con el resto de los transeúntes.
Por un lado los funcionarios de todo tipo, ministros, viceministros, directores generales, gobernadores, alcaldes, diputados y oficiales militares, se distinguen por ir siempre resguardos por sus guardaespaldas personales, transportándose en camionetas de alta gama, con su respectivo chofer, siempre bien acicalados y perfumados. Al final de la jornada se retiran a sus hogares que, evidentemente, no están ubicados en algún barrio popular. Ellos son la oligarquía del poder en Venezuela. Un grupo con unos gustos, preferencias e intereses propios de una élite. Que tiene acceso (esta es otra obviedad) a unos recursos y privilegios muy por encima del resto de la empobrecida sociedad venezolana.
Y lo que es más llamativo, es una elite que no tiene ningún pudor en exhibir sus privilegios. Sean autos, ropa, o relojes. Les gusta distinguirse del resto de los mortales. Todo lo contrario de lo que pontificaron. Ser rico es malo.
Toda esa exhibición se hace más llamativa en esas movilizaciones donde son rodeados por los activistas del PSUV. Es fácil apreciar la clara brecha social. Los jefes y los demás. En estos últimos hay desde aquellos que aspiran a ingresar a la élite, otros que por alguna razón siguen creyendo y el resto que asiste porque hacerlo es parte de su forma de vida. Esta es, en estricto sentido político, la clientela de la élite.
El disfrute de los beneficios que da el poder
Como toda oligarquía está defiende sus intereses. Su permanencia. Tal como ocurrió en otras etapas de la vida nacional (la Guerra de Independencia, la Guerra de Federal, la llegada de los andinos al poder) luego de la convulsión y enfrentamiento inicial se ha ido acoplando a la élite económica sobreviviente de la etapa anterior. Adaptado algunos gustos y haciendo negocios con los mismos a los que combatió. Horror a la oligarquía fue una de esas frases que las proclamas chavistas rescataron de los caudillos liberales del siglo XIX. Claro, tal como aquellos, estos se han constituido en la oligarquía.
Por supuesto, esto no es parte del proceso de decadencia y desviación del utópico proyecto original. El chavismo llegó al ejercicio del Gobierno en Venezuela con un gran sentimiento de revancha. En sus filas congregó a un grupo importante de personas que se consideraban como los derrotados de la etapa política 1958-1998. Les había llegado su hora. Muchos abiertamente manifestaron que: “Ahora nos toca a nosotros”. Eso marcó, y quien sabe si hasta determinó, el desarrollo del régimen que se instauró en 1999.
Solo que ahora tiene una característica adicional, que bien vale la pena destacar: Carece de un proyecto de transformación nacional. Es un grupo de poder sin un proyecto de nación. Su único objetivo es disfrutar del poder y sus beneficios por el placer mismo hacerlo. Esto no es una desviación producto de la tentación pecaminosa. Ese es el propósito final.
Propios y extraños, dentro y fuera de Venezuela, saben que el rey está desnudo. Que sus bravatas y proclamas altisonantes en contra del imperialismo y el supuesto bloqueo no son más que consignas vacías.
Saab, un operador comercial elevado a héroe
El chavismo / madurismo ha llegado a tales extremos que no ha tenido reparo alguno en elevar al panteón de sus héroes a un operador comercial de dudosa reputación. Alex Saab ha opacado al Che. Eso, mientras los miembros de la logia militar que protagonizó el intento de golpe de Estado del 4 de febrero de 1992, su efeméride central, han pasado al olvido y alguno paga cárcel.
Todo proyecto de poder, aun en el mundo pragmático de nuestros días, busca su justificación. El de Vladimir Putin es restaurar el viejo imperio ruso. En China su presidente Xi Jinping le promete a sus gobernados un propio “sueño chino”; niveles de vida y prosperidad material cada vez mayores en un país que se pondrá al nivel de las potencias occidentales. Uno de los atractivos de las religiones e ideologías consiste en ofrecer un sueño, un paraíso. Sea en la tierra o en el más allá.
El chavismo/madurismo no puede ofrecer nada de eso. Solo algún puesto mal pagado, o la promesa de acceso a algún buen negocio. Todavía en la campaña de 2012, donde estaban ya presentes todas las características descritas, sus voceros presentaron aquel alucinante proyecto que bautizaron como el Plan de la Patria que presentaba, como su objetivo central: “Preservar la vida en el planeta y salvar la especie humana”. De vez en cuando alguien recuerda su existencia y lo desempolva. Pero es tal el divorcio entre lo que se predica, cada vez con menos fuerza, y la brutal realidad cotidiana, que se hace demasiado evidente el verdadero propósito de esta oligarquía. El poder por el poder mismo. El dinero por el dinero mismo. Ni fe, ni Dios, ni religión. Dólares, fiestas y bodegones. Ha muerto la utopía.