Pedro Benítez (ALN).- Se le atribuye a Napoleón Bonaparte la frase según la cual el poder consiste, fundamentalmente, en aparentar. En ese sentido el régimen chavista es, casi, insuperable. Sus personeros han refinado el arte de presentar, con bastante desparpajo y descaro, monumentales fracasos como éxitos rotundos.
Un ejemplo (entre muchos otros) lo podemos apreciar en el manejo de la moneda nacional. En los últimos tres lustros han sido pulverizados, sucesivamente, tres signos monetarios bautizados como bolívar. Del expresidente Hugo Chávez a su sucesor Nicolás Maduro. En 2008, 2018, y, según todo indica, en este 2021, la moneda anterior ha sido reemplazada como consecuencia de su inutilidad. Porque a los signos monetarios se les sustituye por eso, porque ya no sirven para nada. El público los repudia.
Esa inutilidad es resultado siempre, en todo momento y lugar, de un salvaje proceso inflacionario que destruye su valor. Porque para el año 2008 Venezuela era el país con la tasa de inflación más alta del hemisferio occidental, en una región del mundo en la cual ese fenómeno había desaparecido. No había sanciones, en la cúspide del boom de precios del petróleo más grande de la historia y con los mercados financieros internacionales otorgando generosos créditos. Sin embargo, se efectuó una reconversión monetaria para recrear la ilusión de fortaleza económica de otros tiempos.
Precedido por una muy bien elaborada campaña publicitaria, y en medio del entusiasmo oficial, el bolívar fuerte se presentó en sociedad a 2,14 por dólar luego que el ajuste cosmético le restará tres ceros a la moneda.
Cuando un gobierno le resta ceros a la moneda es señal inequívoca de que las cosas no vienen bien. Pero la apariencia vendía lo contrario. Eran los años dorados del chavismo. Venezuela se encontraba sumergida en el fervor del populismo rojo.
Independientemente de que el actor principal de la obra se lo haya creído, el fondo de la cuestión consistió en intentar tapar con un dedo el sol de la persistente inflación de dos dígitos que padecía la economía venezolana. Inflación galopante la denominan los economistas.
Consecuencia, a su vez, de un Banco Central sometido a los caprichos de la oficina presidencial y del desorden presupuestario del Gobierno. Nada que los controles de precios y de cambio, se dijo, no pudieran remediar. Total, la economía venezolana era totalmente distinta a cualquier otra que esa ciencia haya estudiado jamás, según insistían los teóricos de la izquierda nacional e internacional. Entre ellos destacaban Luis Salas, Pascualina Curcio y el podemita español Alfredo Serrano Mancilla. Hasta el premio Nobel de Economía 2001, Joseph Stiglitz, se permitió hablar favorablemente de las políticas del entonces mandatario venezolano.
Pero como la realidad es terca la telaraña de controles solo alimentó una descomunal corrupción, la ineficiencia y la destrucción del aparato productivo. La miseria aguardaba a la vuelta de la esquina, porque el mal iba por dentro.
Chávez hizo la primera devaluación de su moneda llevando la tasa oficial a un simbólico 4,30 por dólar en el 2011. No había sanciones.
Maduro volvería a devaluar dos años después, a 6,30 y 12 por dólar en las tasas oficiales. Corría febrero de 2013, el precio del barril de petróleo venezolano rondaba los 100 dólares y… no había sanciones, aunque ya se hablaba de la guerra económica por parte de los empresarios privados.
Los precios del oro negro no se desplomarían sino hasta 18 meses después, aunque ya el valor de la moneda venezolana iba cuesta abajo en la rodada.
Cinco años después el bolívar fuerte había sido pulverizado y entonces se inventó el bolívar soberano. La nueva reconversión monetaria se llevó a cabo como parte de un rocambolesco plan económico que prometía anclar los precios y salarios al fantasmagórico petro, una moneda digital “respaldada por reservas petroleras” no explotadas.
La propuesta fue entusiastamente empaquetada en la propaganda oficial con la consigna: “ellos dolarizan los precios, nosotros petrolizamos el salario”.
El plan entró en vigencia, y no por casualidad, de cara a la cuestionada cita electoral de 2018.
Es decir, la misma operación de maquillaje monetario y marketing electoral pero de cara a las próximas elecciones regionales previstas para noviembre. El mismo perro con el mismo collar.
Las mismas promesas y apariencia, esto es muy importante, de una gran habilidad. Que no se vea el fracaso. Que admire la supuesta viveza y habilidad.
La diferencia es que este bolívar soberano sobrevivió escasos tres años. Su predecesor, diez años. El tiempo de vida útil se reduce dramáticamente.
El bolívar original circuló durante 128 años (1879-2007). Con gobiernos militares y civiles. En democracia o en dictadura. El chavismo destruyó esa moneda y las dos propias. No por falta de recursos, sino en medio, e inmediatamente después, de una gigantesca bonanza.
Ahora va por la cuarta moneda en el empeño por emular a Zimbabue. Porque, a todas estas, no hay ningún plan por parte de Maduro y su equipo para sacar a Venezuela de la hiperinflación que sus políticas han provocado. Esa hiperinflación que tiene a millones de venezolanos sumidos en la miseria y que garantiza que este nuevo bolívar digital sea destruido más rápidamente que el fuerte y el soberano.